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La noche que se extendía más allá del bunquer era cálida y asfixiante. El calor del día había quedado atrapado en la tierra y parecía haber sido incrustado en el suelo por el peso de las nubes que se pegaban a la piel del mundo como si fueran una camisa empapada en sudor. Creyó captar el olor de la hierba y el heno flotando en el aire y pensó que el viento había cambiado de dirección. Aquellos olores nacían en las grandes praderas del interior y debían de haber sido arrastrados hasta allí por algún viento que ya había agotado sus fuerzas. Las viejas fragancias se habían vuelto rancias y débiles. Cerró los ojos y apoyó la frente sobre el áspero cemento del bunquer debajo de la ranura por la que había estado mirando. Sus dedos se abrieron sobre la dura superficie granulosa y sintió el cálido contacto del cemento en su carne.

Había momentos en los que su único deseo era que todo terminara de una vez, y la forma en que se produjera ese final no tenía ninguna importancia. La simple idea de que todo terminara cobraba una seductora y exigente sencillez, y se imponía con una fuerza tan abrumadora que habría pagado cualquier precio por verla convertirse en realidad. Cuando le ocurría eso tenía que pensar en Darckense atrapada dentro del navío y cautiva de Elethiomel. Sabía que ya no amaba a su prima; que el amor que había sentido hacia ella fue un breve enamoramiento juvenil, algo que ella había utilizado durante su adolescencia para vengarse de alguna afrenta imaginaria que le había infligido la familia (quizá creía que preferían a Livueta, quizá fuese otra cosa…). Puede que en aquel entonces le pareciese auténtico amor, pero sospechaba que ahora incluso ella era consciente de que el sentimiento se había desvanecido. Creía que Darckense realmente había sido convertida en rehén contra su voluntad. Cuando Elethiomel atacó la ciudad cogió por sorpresa a muchas personas, y la rapidez del avance bastó para dejar atrapada dentro de ella a la mitad de la población. Darckense tuvo la mala suerte de ser descubierta en el caos del aeropuerto cuando intentaba huir. Elethiomel había desplegado un gran número de agentes para que dieran con ella, y Darckense acabó cayendo en sus manos.

Y eso hacía que no le quedara más remedio que seguir luchando por Darckense, aunque ya casi hubiera consumido todas las reservas de odio que su corazón albergaba hacia Elethiomel, ese odio que le había permitido continuar luchando durante los últimos años y que ahora se estaba agotando y que parecía haber sido evaporado por el curso abrasivo de aquella larga guerra.

¿Cómo se las arreglaba Elethiomel? Aunque ya no la amara (y el monstruo afirmaba que Livueta era la única cosa que amaba en el mundo), ¿cómo podía utilizarla igual que si fuera otro obús guardado en los cavernosos almacenes del navío?

¿Y qué se suponía que debía hacer él? ¿Utilizar a Livueta contra Elethiomel? ¿Esforzarse por alcanzar el mismo nivel de astuta crueldad?

Livueta ya le echaba la culpa de todo lo ocurrido a él, no a Elethiomel. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Rendirse? ¿Cambiar una hermana por otra? ¿Montar un loco intento de rescate condenado de antemano al fracaso? ¿Limitarse a atacar?

Había intentado explicar que sólo un asedio prolongado garantizaría el éxito, pero las discusiones habían sido tan frecuentes y encarnizadas que estaba empezando a preguntarse si no estaría equivocado.

—¿Señor?

Giró sobre sí mismo y contempló las borrosas siluetas de los comandantes que habían aparecido a su espalda.

—¿Qué ocurre? —preguntó secamente.

—Señor… —Era Swaels—. Señor, quizá deberíamos volver a los cuarteles generales. Las nubes se están disipando por el este, y no tardará en amanecer… No debemos permitir que nos sorprendan dentro del radio de alcance de su armamento.

—Ya lo sé —replicó.

Volvió la cabeza hacia los oscuros contornos del Staberinde y sintió el leve encogimiento involuntario que tensaba su cuerpo, como si esperara ver que sus inmensos cañones empezaban a escupir llamas que irían en línea recta hacia él. Corrió la plancha metálica que protegía la ranura abierta en el cemento. El interior del bunquer quedó sumido en las tinieblas durante unos momentos hasta que alguien fue hacia el interruptor. La áspera claridad de las luces amarillas cayó sobre ellos y todos parpadearon sorprendidos por aquel súbito resplandor.

* * *

Salieron del bunquer. La larga masa del vehículo blindado aguardaba en la oscuridad. Los ayudantes y oficiales de menor rango se pusieron en posición de firmes, colocaron bien sus gorras, saludaron y empezaron a abrir las puertas. Entró en el vehículo y se deslizó sobre la piel que cubría el asiento trasero. Tres comandantes le siguieron y se fueron sentando el uno al lado del otro delante de él. La puerta blindada se cerró con un golpe seco; el vehículo gruñó, se puso en movimiento y avanzó dando saltos sobre los baches y desigualdades del suelo para volver al bosque, alejándose de la silueta oscura que reposaba envuelta en la noche.

—Señor… —dijo Swaels después de intercambiar una rápida mirada con los otros dos comandantes—. Los demás y yo hemos estado hablando y…

—Vas a decirme que deberíamos atacar, que deberíamos bombardear el Staberinde hasta convertirlo en un cascarón llameante y asaltarlo con tropas aerotransportadas —dijo él alzando una mano—. Ya sé que habéis estado hablando del asunto y sé qué clase de…, de decisiones creéis haber alcanzado. No me interesan en lo más mínimo.

—Señor, todos comprendemos la tensión que supone para usted el hecho de que su hermana se encuentre a bordo del navío, pero…

—Eso no tiene nada que ver con el atacar o el seguir esperando, Swaels —dijo él—. La mera suposición de que pueda considerar que eso es una razón para no atacar… Me insultas, Swaels. Mis razones son razones militares muy sólidas y fundadas, y la más importante de ellas es que el enemigo ha conseguido crear una fortaleza que, de momento, es casi imposible de tomar. Debemos esperar a las inundaciones de invierno. Cuando lleguen la flota podrá utilizar el estuario y el canal enfrentándose al Staberinde en igualdad de términos. Atacarlo con aeronaves o cualquier intento de enzarzarse en un duelo de artillería sería el colmo de la estupidez.

—Señor… —dijo Swaels—. Lamentamos no poder estar de acuerdo con usted, pero aun así…

—Guarde silencio, comandante Swaels —dijo él usando su tono de voz más gélido. Swaels tragó saliva—. Ya tengo suficientes motivos de preocupación sin necesidad de perder el tiempo con las estupideces que pasan por planificación militar seria entre mis oficiales superiores…, y quizá debería añadir que tampoco deseo perder el tiempo pensando en si he de sustituir a algunos de esos oficiales superiores.