Activó la visión nocturna de la máscara, abrió el panel que daba acceso a la unidad de control del sistema de seguridad y quitó varias cajitas adheridas a ella. Después fue hacia el cuadro de tema pornográfico que ocupaba toda la pared detrás de la que estaba oculta la entrada al pasadizo secreto para que el Etnarca pudiera huir en casos de emergencia, y que llevaba hasta las alcantarillas y el tejado del palacio. Sus movimientos seguían siendo tan lentos y despreocupados como antes, y no hacía ningún ruido.
Antes de cerrar la puerta giró sobré sí mismo y contempló la sangre esparcida sobre las tallas de la cabecera. La sonrisa débil y algo vacilante volvió a curvar sus labios.
Después se perdió en la negrura de los subterráneos de piedra del palacio, confundiéndose con las tinieblas y desvaneciéndose como si fuera un pedazo de noche que hubiese cobrado vida.
2
La presa estaba incrustada entre las colinas tachonadas de árboles como si fuera un fragmento de una copa gigantesca que se había hecho pedazos. El sol de la mañana iluminaba el valle y sus rayos caían sobre la concavidad grisácea de la presa produciendo un cegador reflejo blanco. Detrás de la presa se extendían las oscuras y frías aguas de un lago cuyo nivel había bajado bastante desde la época en que fue construida la presa. El agua sólo llegaba hasta un poco menos de la mitad del inmenso baluarte de cemento, y los bosques circundantes ya habían reclamado más de la mitad de las pendientes que quedaron ocultas por las aguas del embalse en tiempos lejanos. Las embarcaciones de vela amarradas a los muelles formaban una hilera de cuentas a un lado del lago, y las olitas se estrellaban contra el metal reluciente de sus cascos.
Los pájaros hendían el aire trazando círculos en el calor del sol que reinaba sobre la sombra de la presa. Uno de ellos se dejó caer en picado y planeó hacia la presa y la carretera desierta que se deslizaba a lo largo de su curvatura. El pájaro movió las alas cuando parecía que iba a estrellarse contra las barandillas blancas que flanqueaban la carretera; pasó velozmente por entre las compuertas cubiertas de rocío, ejecutó un medio rizo, desplegó las alas y se precipitó hacia la central energética abandonada que se había convertido en el considerablemente excéntrico —y, aparte de ello, deliberadamente simbólico— hogar de la mujer llamada Diziet Sma.
El pájaro siguió bajando a toda velocidad hasta colocarse al nivel del jardín que cubría el tejado, extendió las alas hasta el máximo de su longitud y las movió en un tembloroso batir que hizo presa en el aire y terminó dejándole inmóvil. Sus patas se posaron en un alféizar del último piso de lo que había sido el bloque de oficinas y administración de la presa.
El pájaro pegó las alas al cuerpo, inclinó su cabeza oscura como el hollín a un lado y avanzó dando saltitos hasta llegar a la ventana abierta en la que revoloteaban unas cortinas rojas movidas por la brisa. Un ojo parecido a una cuenta de vidrio reflejaba la luz que irradiaba del cemento. El pájaro metió la cabeza bajo los pliegues de la tela que no paraba de ondular, y contempló la habitación sumida en la penumbra que se extendía al otro lado de la ventana.
—Llegas tarde —murmuró Sma con voz despectiva.
La casualidad había querido que pasara junto a la ventana en ese mismo instante. Tomó un sorbo del vaso de agua que llevaba en la mano. Acababa de darse una ducha, y las gotitas parecían perlas esparcidas al azar sobre su cuerpo moreno.
La cabeza del pájaro se volvió lentamente para ir siguiendo sus movimientos. Sma fue hasta el armario y empezó a vestirse. El pájaro volvió la cabeza en sentido contrario al anterior y sus ojos acabaron posándose en el hombre que estaba suspendido a algo menos de un metro sobre la base cuadrada que contenía los sistemas de la cama. El pálido cuerpo de Relstoch Sussepin se removió entre la calina del campo antigravitatorio emitido por la cama y rodó lentamente sobre sí mismo hasta quedar de lado. Sus brazos empezaron a deslizarse hacia los lados, pero el campo equilibrador de su lado de la cama se activó, tiró de ellos y los fue impulsando suavemente hasta dejarlos nuevamente pegados al cuerpo. Sma hizo unas cuantas gárgaras y tragó un sorbo de agua.
Skaffen-Amtiskaw se encontraba a cincuenta metros de distancia en dirección este. La unidad estaba flotando sobre el suelo de la sala de turbinas inspeccionando el desorden dejado por la fiesta. La parte de su mente que controlaba al sensor guardián disfrazado de pájaro echó un último vistazo a la telaraña de arañazos que cubría las nalgas de Sussepin y a las ya casi invisibles marcas de mordiscos que había en los hombros de Sma (un segundo después los hombros quedaron cubiertos por una camisa de muselina) y liberó al sensor guardián de su control.
El pájaro lanzó un graznido, saltó hacia atrás apartándose de la cortina y cayó del alféizar estremeciéndose, pero no tardó en desplegar las alas y dejó atrás la reluciente superficie de la presa. Sus estridentes chillidos de alarma rebotaron en las laderas de cemento y crearon ecos que le pusieron aún más nervioso de lo que ya estaba. Sma oyó aquella distante conmoción de temor retroalimentado cuando estaba abotonándose el chaleco, y sonrió.
—¿Has dormido bien? —preguntó Skaffen-Amtiskaw cuando se encontró con ella en la entrada de lo que había sido el edificio administrativo.
—He pasado una noche soberbia y no he pegado ojo.
Sma bostezó, ahuyentó con un gesto de la mano a los gimoteantes hralzs y les hizo retroceder hacia el vestíbulo de mármol del edificio donde el mayordomo Maikril permanecía inmóvil, sosteniendo un montón de correas en una mano con cara de sentirse bastante a disgusto. Después salió a la luz del sol y se puso los guantes. La unidad le abrió la puerta del vehículo. Sma llenó sus pulmones con el fresco aire matinal y bajó corriendo los peldaños. Los tacones de sus botas repiquetearon sobre las losas de mármol. Subió de un salto al vehículo, torció el gesto mientras se instalaba en el asiento del conductor y accionó el interruptor que controlaba la capota. La unidad se encargó de colocar su equipaje dentro del maletero. Sma dio unos golpecitos sobre los indicadores de batería del salpicadero y tiró del acelerador para sentir el gruñido del motor luchando contra el freno. La unidad cerró el maletero y flotó hacia el asiento de atrás. Sma saludó con la mano a Maikril, pero el mayordomo estaba persiguiendo a un hralz que intentaba huir por el tramo de escalones que daba acceso a la sala de turbinas y no se enteró. Sma rió, dio gas y quitó el freno.
El vehículo salió disparado hacia adelante entre un surtidor de gravilla, se metió por el camino que se extendía debajo de los árboles esquivando un tronco por escasos centímetros, y cruzó a toda velocidad los pilares de granito que sostenían las puertas de la central con un último bandazo de su parte trasera. Sma aumentó la velocidad y el vehículo se alejó por Riverside Drive.
—Podríamos haber ido volando —observó la unidad intentando hacerse oír por encima del silbido del aire.
Miró a Sma y sospechó que no le estaba prestando ninguna atención.
Bajó la escalera de piedra que había junto al muro del castillo pensando que la semántica de las fortificaciones era claramente pancultural. Alzó los ojos hacia el baluarte en forma de tambor. La calina hacía temblar los distantes contornos de la masa de piedra erguida sobre la colina protegida por varios recintos de murallas más. Sma cruzó la extensión de hierba seguida de cerca por Skaffen-Amtiskaw y salió del baluarte por una poterna.