Había intentado poner fin a la masacre. Intentó llegar a alguna clase de acuerdo casi desde el principio, pero ninguno de los dos bandos quería la paz salvo si podía dictar sus propias condiciones y él no poseía ningún poder político real, y no le quedó más remedio que luchar. Su éxito le asombró y había asombrado a los demás —a veces pensaba que Elethiomel debía de ser uno de los que más se habían asombrado—, pero ahora le faltaba muy poco para conseguir la victoria (quizá), y no sabía qué hacer.
Lo que más deseaba era salvar a Darckense. Había visto demasiados ojos muertos, demasiado aire ennegrecido por la sangre y demasiada carne hecha pedacitos, y todas esas imágenes le impedían sentir ningún tipo de apego hacia verdades tan horrendas como las nebulosas ideas del honor y la tradición por las que la gente afirmaba estar luchando. Sólo quedaba una cosa por la que le pareciera que valía la pena seguir luchando, y era el bienestar de una persona amada. Era lo único que le parecía real, lo único que podía salvar su precaria cordura. Admitir que había millones de personas cuyos destinos e intereses dependían de lo que ocurriese aquí significaba echar un peso demasiado grande sobre sus hombros. Sería como admitir por implicación que era parcialmente responsable de las muertes de cientos de miles de personas, y el que nadie hubiera podido luchar más humanamente de lo que lo había hecho no alteraba en nada esa realidad insoportable.
Hizo lo único que podía hacer. Esperó. Contuvo a los comandantes y los líderes de escuadrón, y esperó a que Elethiomel contestara a las señales que le enviaba.
Los otros dos comandantes no dijeron nada. Apagó las luces interiores del vehículo, bajó los protectores metálicos de las ventanillas y contempló la masa oscura del bosque que desfilaba velozmente bajo el cielo color gris acero del amanecer.
Dejaron atrás bunquers, trincheras sumidas en las tinieblas, siluetas inmóviles, camiones detenidos, tanques hundidos en el barro, ventanas protegidas con cinta adhesiva, cañones disimulados por sus fundas de camuflaje, postes, claros grisáceos, edificios en ruinas y lámparas que sólo emitían luz por una rendija diminuta…, toda la parafernalia que adorna los alrededores de un cuartel general. Observó todo aquello y sintió el removerse de un vago deseo en su interior. Siguieron avanzando hacia el centro, hacia el viejo castillo que le había servido de hogar en todo salvo de nombre durante los últimos dos meses, y deseó no tener que detenerse. Ah, si pudiera seguir moviéndose durante el amanecer y durante el día, y la noche y el nuevo amanecer, seguir moviéndose eternamente hasta atravesar los árboles con rumbo a la nada, si pudiera dejar atrás aquellos centinelas inflexibles y llegar hasta un punto perdido en el vacío donde no hubiera nadie salvo él —aunque eso significara soportar el silencio gélido de la nada—, sentirse seguro en el nadir de sus sufrimientos sintiendo la perversa satisfacción de saber que ahora ya no podían empeorar; seguir adelante, adelante, adelante sin tener que detenerse nunca, sin tomar decisiones que no podían esperar y que significaban que cometería errores que jamás podría olvidar y por los que nunca podría ser perdonado…
El vehículo entró en el patio del castillo. Bajó de él, quedó rodeado por un enjambre de ayudantes y enlaces y fue hacia la gran mansión que había albergado el cuartel general de Elethiomel.
Los oficiales cayeron sobre él para exponerle cien problemas distintos, detalles de asuntos logísticos, informes de los servicios de inteligencia, escaramuzas, pequeñas cantidades de terreno ganado o perdido, grupos de civiles que pedían esto o aquello, corresponsales extranjeros que solicitaban eso o lo de más allá… Se libró de todos los pequeños problemas ordenando a los comandantes que se ocuparan de ellos. Subió de dos en dos los peldaños del tramo de escalera que llevaba hasta sus despachos, entregó su guerrera y su gorra a su ayudante de campo y se refugió en la oscuridad de su estudio. Cerró los ojos y apoyó la espalda en un panel de la doble puerta sintiendo el contacto de los picaportes de bronce que seguía sujetando con sus manos. El silencio y la oscuridad de la habitación eran como un bálsamo.
—Has estado fuera echando un vistazo a la bestia, ¿eh?
Se sobresaltó, pero enseguida reconoció la voz de Livueta. Alzó la cabeza y vio el oscuro contorno de su silueta delante de las ventanas.
—Sí —dijo—. Corre las cortinas.
Encendió las luces del estudio.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Livueta.
Fue lentamente hacia él con los brazos cruzados delante de los senos. Su oscura cabellera estaba recogida en un moño, y parecía preocupada.
—No lo sé —admitió. Fue hasta su escritorio, se sentó, apoyó la cara en las manos y se la frotó lentamente—. ¿Qué quieres que haga?
—Habla con él —dijo Livueta.
Tomó asiento sobre una esquina del escritorio sin descruzar los brazos. Llevaba puesta una chaqueta oscura y una falda negra bastante larga. Últimamente siempre vestía colores oscuros.
—Él no querrá hablar conmigo —replicó apoyando la espalda en el sillón repleto de tallas. Sabía que los oficiales más jóvenes se referían a él llamándolo «su trono»—. No consigo que conteste a mis mensajes.
—No debes de estar diciendo las cosas adecuadas —murmuró ella.
—Bueno, entonces… Quizá no sé qué decir —dijo él, y volvió a cerrar los ojos—. ¿Por qué no te encargas de redactar el próximo mensaje?
—No me dejarías decir lo que quiero decir, y aunque me dejaras luego encontrarías alguna forma de volverte atrás.
—Livvy, no podemos deponer las armas, y creo que aparte de ésa no hay ninguna otra solución. Al menos, ninguna otra a la que esté dispuesto a hacer caso…
—Podríais veros y hablar cara a cara. Creo que sería la mejor forma de arreglar las cosas.
—Livvy, el primer mensajero que enviamos volvió… ¡Sin su piel!
La última palabra fue un grito salvaje. Había perdido la paciencia y el control con tanta brusquedad que hasta él mismo se sorprendió. Livueta se encogió y se apartó del escritorio. Se dejó caer sobre un sofá y sus largos dedos acariciaron los hilos de oro que adornaban el brazo.
—Lo siento —dijo él en voz baja—. No quería gritar.
—Es nuestra hermana, Cheradenine. Debe de haber algo más que podamos hacer.
La miró y recorrió el estudio con los ojos como si buscara alguna fuente de inspiración que pudiera darle nuevas ideas.
—Livvy… Hemos hablado de esto una vez y otra y otra más. ¿Es que.., es que no hay ninguna forma de hacértelo comprender? ¿No está claro? —Golpeó la superficie del escritorio con las palmas de las manos—. Hago todo lo que puedo. Quiero sacarla de allí tanto como tú, te lo aseguro, pero mientras esté en sus manos no puedo hacer nada…, salvo atacar, y si ataco lo más probable es que ella muera.
Livueta meneó la cabeza.
—¿Qué ocurrió entre vosotros dos? —preguntó—. ¿Por qué dejasteis de hablar? ¿Cómo puedes olvidar todo lo que ocurrió cuando éramos niños?
La contempló en silencio y meneó la cabeza. Después se puso en pie y se volvió hacia la pared recubierta de libros que había detrás de él. Sus ojos se deslizaron sobre los centenares de títulos sin ver ninguno.
—Oh… —dijo con voz cansada—. No lo he olvidado, Livueta. —Sintió una tristeza tan terrible como inesperada, como si toda la magnitud de cuanto habían perdido sólo pudiera volverse real cuando tenía cerca a otra persona cuya presencia le permitía admitir la existencia de esa pérdida—. No he olvidado nada, te lo aseguro…