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—Debe de haber algo más que puedas hacer —insistió ella.

—Livueta, créeme, por favor. No puedo hacer nada.

—Te creí cuando me aseguraste que estaba a salvo —dijo Livueta.

Bajó la mirada hacia el brazo del sofá. Sus largas uñas habían empezado a arrancar el hilo de oro cosido en la tela. Su boca se había convertido en una línea muy tensa.

—Estabas enferma —dijo él, y suspiró.

—¿Y qué?

—¡Podrías haber muerto! —exclamó él. Fue hacia las cortinas y empezó a tirar de los pliegues como si intentara alisarlos—. Livueta, no podía decirte que Darckle estaba en su poder. El shock…

—Oh, sí, esta pobre y débil mujer no habría podido soportar el shock… —dijo Livueta. Meneó la cabeza mientras seguía tirando del hilo de oro—. Habría preferido que me ahorraras oír todas esas tonterías insultantes en vez de ocultarme la verdad sobre mi propia hermana.

—Hice lo que creí era mejor para ti.

Dio un paso hacia ella, se detuvo y retrocedió hasta la esquina del escritorio sobre la que había estado sentada hacía unos momentos.

—Estoy segura de ello —replicó Livueta con sarcasmo—. Supongo que la costumbre de asumir responsabilidades es algo que va implícito en tu importante posición actual… Y se supone que debo estarte agradecida, ¿verdad?

—Livvy, por favor…, ¿tienes que…?

—¿Tengo que qué? —Le miró. Sus ojos echaban chispas—. ¿Tengo que crearte aún más dificultades de las que ya soportas? ¿Se trata de eso?

—Lo único que quiero es… —dijo él hablando muy despacio e intentando controlarse—. Sólo quiero que intentes…, que intentes comprenderlo. Tenemos que… seguir juntos, tenemos que ayudarnos el uno al otro.

—Lo que quieres decir es que tengo que ayudarte aunque tú no estés dispuesto a hacer nada por Darckle —replicó ella.

—¡Maldita sea, Livvy! —gritó él—. ¡Hago cuanto puedo! No es sólo ella. Tengo que pensar en muchas personas más. Todos mis hombres, los civiles de la ciudad…, ¡todo el maldito país! —Fue hacia ella, se arrodilló delante del sofá y puso su mano sobre el brazo del que su mano de largas uñas había ido arrancando el hilo de oro—. Livueta, por favor… Estoy haciendo todo lo posible. Ayúdame. Necesito que me apoyes. Los otros comandantes quieren atacar. Soy lo único que se interpone entre Darckense y…

—Quizá deberías atacar —dijo ella de repente—. Quizá sea lo único que no se espera.

La miró y meneó la cabeza.

—La tiene prisionera dentro del navío. Si queremos tomar la ciudad tenemos que destruir el navío antes. —La miró a los ojos—. ¿Confías en que no la matará, aun suponiendo que no muera durante el ataque?

—Sí —dijo Livueta—. Sí, confío en él.

Le sostuvo la mirada durante unos momentos con la seguridad de que ella acabaría inclinando la cabeza o, por lo menos, de que la desviaría, pero Livueta siguió mirándole fijamente.

—Bien… —dijo por fin—. No puedo correr ese riesgo. —Suspiró, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el brazo del sofá—. Hay…, hay tantas presiones. —Intentó cogerle la mano, pero ella se la apartó—. Livueta, ¿crees que no tengo sentimientos? ¿Crees que no me importa lo que pueda ocurrirle a Darckle? ¿Crees que no sigo siendo el hermano al que conociste aparte del soldado en que me han convertido? ¿Crees que tener un ejército a mis órdenes, ayudantes de campo y oficiales que obedecen hasta el más pequeño de mis caprichos…, crees que todo eso impide que me sienta solo?

Livueta se puso en pie sin tocarle.

—Sí —dijo mirándole desde arriba mientras él contemplaba el hilo de oro cosido en el brazo del sofá—. Te sientes solo, yo me siento sola y Darckense se siente sola, y él se siente solo… ¡Y todo el mundo se siente solo!

Giró rápidamente sobre sí misma. La brusquedad del movimiento hizo que su larga falda se hinchara durante una fracción de segundo. Fue hacia la puerta y salió por ella. Oyó el golpe seco de la doble puerta al cerrarse y siguió inmóvil donde estaba, arrodillado delante del sofá vacío como si fuera un pretendiente rechazado. Deslizó su dedo meñique por el aro de hilo dorado que Livueta había logrado arrancar del brazo del sofá y tiró de él hasta romperlo.

Se puso en pie, fue hacia la ventana, se abrió paso por entre los cortinajes y contempló la luz grisácea del amanecer. Hombres y máquinas avanzaban entre las nubéculas de niebla, hilachas grises que parecían las redes de camuflaje de la naturaleza.

Envidiaba a los hombres que podía ver y estaba seguro de que la mayoría de ellos le envidiaban. Él daba las órdenes, dormía en una cama mullida y no tenía que chapotear por el fango de las trincheras o dar patadas a las rocas para que el dolor en los dedos del pie le mantuviera despierto mientras montaba guardia… Pero eso no impedía que él les envidiara porque sólo tenían que cumplir las órdenes que les daban. Siguió pensando en ello, y acabó admitiendo ante sí mismo que también envidiaba a Elethiomel.

«Si fuera como él…», pensó. Era una idea que acudía a su mente con una frecuencia cada vez mayor. Poseer esa astucia implacable, esa inteligencia despiadada que no reconocía barreras ni frenos… Ah, cómo lo deseaba.

Apartó los cortinajes. El deseo le había hecho sentirse tan culpable que caminaba encorvado.

Fue al escritorio, encendió las luces del estudio y se sentó. «Su trono…», pensó, y dejó escapar la primera risita que salía de sus labios en varios días porque el trono era una imagen del poder más imponente y él se sentía totalmente incapaz de hacer nada.

Oyó el rugido de un camión que se detenía junto a la ventana, justo allí donde se suponía que estaba prohibido aparcar. Se quedó muy quieto y empezó a pensar. Una bomba de gran potencia al otro lado de la pared…, el terror se adueñó de él. Oyó la voz ronca de un sargento, una conversación en susurros y el camión se alejó un poco, aunque aún podía oír el ruido del motor.

Pasado un rato oyó voces en el pozo de la escalera que llevaba al vestíbulo. Las voces casi eran gritos, y había algo en su tono que le hizo sentir un escalofrío. Intentó decirse que se estaba comportando como un niño miedoso y volvió a encender todas las luces del estudio, pero aún podía oír las voces. Entonces oyó algo que parecía un alarido y que se interrumpió de repente. Se estremeció. Abrió la funda de su pistolera deseando llevar encima algo más letal que la pistolita del uniforme de gala. Fue hacia la puerta. Las voces… Había algo muy extraño en ellas. Algunas casi gritaban, mientras que otras parecían esforzarse por murmurar. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Su ayudante de campo estaba en la puerta que daba acceso a sus despachos y miraba hacia la escalera.

Guardó la pistola en su funda. Fue hacia el ayudante de campo, siguió la dirección de sus ojos y miró hacia abajo. Vio a Livueta devolviéndole la mirada con los ojos casi fuera de las órbitas, a un grupito de soldados y a un comandante. Estaban inmóviles alrededor de una sillita blanca. Frunció el ceño. Livueta parecía muy nerviosa. Bajó rápidamente el tramo de peldaños. Estaba a medio camino cuando vio que Livueta subía corriendo hacia él con la falda revoloteando a su alrededor. Su hermana se lanzó sobre él y puso las dos manos encima de su pecho. El empujón le hizo tambalearse. Estaba perplejo.

—No —dijo ella. Sus ojos brillaban, y nunca la había visto tan pálida—. Vuelve a tu estudio —dijo.

Su voz sonaba extrañamente pastosa, como si no le perteneciera.

—Livueta… —dijo él con cierta irritación.

Se apartó de la pared en la que se había apoyado para no perder el equilibrio e intentó mirar por encima de ella para averiguar qué estaba ocurriendo en el vestíbulo y qué hacían todas aquellas personas apelotonadas alrededor de la sillita blanca.