Sma fue hacia el hombre del cráneo rasurado y le pasó el brazo alrededor de la cintura para ayudarle a caminar. Subieron la suave pendiente cubierta de césped que llevaba hasta un pequeño promontorio. Skaffen-Amtiskaw les observó alejarse desde el refugio que le proporcionaban las copas de los árboles y fue bajando lentamente hacia ellos cuando les faltaba poco para llegar al final de la pendiente.
Cuando vio lo que había al otro lado el hombre se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. La unidad tuvo la impresión de que si Sma no hubiese estado allí para sostenerle se habría desplomado de narices sobre la hierba.
—Mieeeeerda —jadeó.
Intentó erguirse. La neblina seguía evaporándose, y el rayo de sol surgido de la nada que cayó sobre sus ojos le obligó a parpadear.
Dio otro par de pasos vacilantes, apartó el brazo de Sma y giró lentamente sobre sí mismo recorriendo el parque con la mirada. Vio árboles convertidos en estatuas por la poda, praderas de césped casi manicurado, muros ornamentales y pérgolas delicadas, estanques delimitados mediante hileras de piedras y caminos umbríos que cruzaban bosquecillos sumidos en el silencio más absoluto. Y a lo lejos, alzándose entre los troncos de los árboles de mayor edad, la maltrecha silueta negra del Staberinde…
—Lo han convertido en un jodido parque… —murmuró.
Se quedó inmóvil oscilando ligeramente sobre la planta de sus pies con la cintura a punto de doblarse y clavó los ojos en la silueta del viejo navío de combate. Sma fue hacia él. Parecía estar a punto de doblarse sobre sí mismo y Sma volvió a rodearle la cintura con el brazo. El dolor tensó sus rasgos y empezaron a bajar por la cuesta yendo hacia un sendero que llevaba al navío.
—Cheradenine, ¿por qué quieres ver esto? —preguntó Sma en voz baja.
Sus pies hacían crujir la gravilla del sendero. La unidad flotaba por encima de ellos y a unos metros más atrás.
—¿Hmmm? —murmuró él apartando los ojos del navío durante una fracción de segundo.
—Cheradenine, ¿por qué has querido venir aquí? —preguntó Sma—. Ella no está aquí. Está en otro sitio.
—Ya lo sé —jadeó él—. Ya lo sé…
—Entonces, ¿por qué quieres ver esos restos?
Tardó un poco en responder. Era como si no la hubiese oído, pero Sma vio como tragaba una honda bocanada de aire —acompañando la inspiración con una mueca de dolor—, y meneó su cabeza cubierta de sudor.
—Oh —dijo—, sólo por…, por los viejos tiempos…
Atravesaron otro bosquecillo. En cuanto salieron de él y estuvieron un poco más cerca del navío vio que volvía a menear su cráneo rasurado.
—No me había imaginado que…, que pudieran hacerle esto —dijo.
—¿Hacerle el qué? —preguntó Sma.
—Esto.
Movió la cabeza señalando la masa ennegrecida del navío.
—¿Y qué han hecho, Cheradenine? —preguntó Sma con voz paciente.
—Convertirlo en… —empezó a decir, se calló y tosió. El dolor le hizo tensar todos los músculos del cuerpo—. Convertir esa maldita cosa en…, en un adorno. Preservarla para la posteridad.
—¿Te refieres a ese navío?
Él la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Sí —dijo—. Sí, me refiero a ese navío.
Skaffen-Amtiskaw no veía que tuviera nada de especial. No era más que un viejo navío de combate metido en un dique lleno de cemento. Se puso en contacto con el Xenófobo, que estaba matando el tiempo con un examen detallado del planeta para hacer un mapa.
—Hola, nave. Esos restos del parque… Zakalwe parece muy interesado en ellos. Me preguntaba por qué. ¿Te importaría hacer algunas investigaciones al respecto?
—Dentro de un rato. Aún tengo que repasar todo un continente, los lechos marinos y la subsuperficie.
—No creo que vayan a moverse de su sitio. Esto podría ser interesante.
—Paciencia, Skaffen-Amtiskaw.
«Pedante», pensó la unidad, y cortó la comunicación.
Los dos humanos recorrieron senderos serpenteantes y dejaron atrás cubos para la basura, bancos, mesas para almuerzos campestres y puntos de información. Skaffen-Amtiskaw pasó junto a uno de los viejos puntos de información y lo activó. Una cinta magnetofónica empezó a girar lentamente dentro de la estructura.
—El navío que tienen ante sus ojos… —dijo una voz cascada.
«Esto tardará siglos», pensó Skaffen-Amtiskaw y utilizó su efector para acelerar el funcionamiento de la máquina. La voz se convirtió en un zumbido estridente y la cinta se rompió. Skaffen-Amtiskaw le administró el equivalente efector a un manotazo disgustado y dejó la máquina de información echando humo y goteando plástico fundido sobre la gravilla que tenía debajo. Los dos humanos habían llegado a la zona de sombra que proyectaba el navío.
Lo habían dejado exactamente tal y como estaba. Bombardeado, lleno de agujeros, ennegrecido y severamente castigado…, pero no destruido. El hollín producido por las llamas de hacía dos siglos aún cubría las placas del blindaje allí donde las manos no podían llegar y donde no caía la lluvia. Las torretas del armamento habían sido abiertas como si fuesen latas de conservas; los cañones y los detectores de distancias asomaban por los niveles de cubiertas que se iban sucediendo unas a otras; un tapiz de antenas y cableados sueltos cubría los restos de los reflectores y los platos de radar inclinados locamente en todas direcciones. La única chimenea que había sobrevivido a los bombardeos estaba torcida y el metal era un mosaico de agujeros y arañazos.
Una escalera de caracol protegida por un toldo llevaba hasta la cubierta principal del navío. Subieron por ella siguiendo a una pareja que iba acompañada por dos niños. Skaffen-Amtiskaw flotaba casi invisible a diez metros de distancia e iba ascendiendo lentamente para mantenerse a su altura. La más pequeña de las dos criaturas —una niña— se volvió de repente y gritó al ver la mirada fija del hombre del cráneo rasurado que se tambaleaba detrás de ella. Su madre se apresuró a cogerla y siguió subiendo con ella en brazos.
Estaba tan débil que tuvo que detenerse a descansar un rato apenas llegaron a la cubierta. Sma le guió hasta un banco y le ayudó a sentarse. Se quedó inmóvil doblado sobre sí mismo durante unos minutos y acabó irguiendo la cabeza para contemplar el desolado panorama de metal ennegrecido y oxidado que le rodeaba. Meneó su cabeza rasurada, murmuró algo ininteligible y empezó a reír suavemente mientras tosía y se sujetaba el pecho con las manos.
—Un museo… —dijo—. Un museo…
Sma puso una mano sobre su húmeda frente. Tenía un aspecto terrible, y la falta de pelo le sentaba fatal. Las ropas oscuras que vestía cuando le encontraron en lo alto del muro de la ciudadela estaban desgarradas y cubiertas de sangre seca. El Xenófobo se había encargado de limpiarlas y repararlas, pero casi todos los habitantes del planeta vestían atuendos de muchos colores y la sencillez y los colores oscuros de sus ropas parecían extrañamente fuera de lugar entre todo aquel abigarramiento. Incluso los pantalones y la chaqueta de Sma resultaban algo sombríos cuando se los comparaba con los alegres trajes multicolores de la mayoría de personas con las que se habían encontrado hasta entonces.
—¿Habías estado aquí antes, Cheradenine? —le preguntó.
—Sí —jadeó mientras asentía con la cabeza.
Alzó los ojos hacia los últimos zarcillos de niebla que fluían como estandartes gaseosos e iban desapareciendo lentamente junto al mástil principal que se inclinaba hacia ellos.