—Sí —repitió.
Sma volvió la cabeza para contemplar el parque que tenían detrás y acabó observando la ciudad que se extendía junto a él.
—¿Naciste aquí?
No parecía haberla oído. Se quedó inmóvil durante unos minutos, se puso en pie moviéndose muy despacio y la miró a los ojos como si no supiese quién era. Sma sintió un escalofrío involuntario e intentó recordar cuál era la edad exacta de Zakalwe.
—Vamos, Da…, Dizita. —Su sonrisa temblaba como si fuera a esfumarse en cualquier momento—. Llévame hasta ella, ¿quieres?
Sma se encogió de hombros y le ayudó a caminar. Bajaron por el tramo de peldaños que conducía hasta el suelo.
—¿Unidad? —dijo Sma acercando los labios al broche que llevaba en una solapa.
—¿Sí?
—Supongo que nuestra dama sigue en el sitio donde estaba cuando tuvimos noticias de ella por última vez, ¿no?
—Desde luego —dijo la voz de la unidad—. ¿Quieres ir en el módulo?
—No —dijo él. Tropezó con un peldaño y estuvo a punto de caer, pero Sma consiguió sujetarle a tiempo—. No, en el módulo no. Vayamos…, vayamos en tren, o en taxi o en…
—¿Estás seguro? —le preguntó Sma.
—Sí, estoy seguro.
—Zakalwe… —Sma suspiró—. Por favor, acepta algún tipo de tratamiento…
—No —dijo él cuando llegaron al suelo.
—Si dobláis dos veces a la derecha encontraréis una estación del metro —dijo la unidad—. Tenéis que ir a la Estación Central. Los trenes a Couraz salen de la plataforma número ocho.
—De acuerdo —dijo Sma de mala gana.
Lanzó una rápida mirada de soslayo a Zakalwe y vio que estaba contemplando la gravilla del sendero como si necesitara hacer un gran esfuerzo de concentración para decidir con qué pie debía empezar a caminar. Cuando pasaron bajo la proa del navío de combate alzó los ojos hacia ella y entrecerró los párpados para ver mejor la inmensa curva en V de la estructura metálica. Sma no apartó los ojos ni un instante de su rostro sudoroso, pero no logró decidir si la expresión que había en sus rasgos era respeto, incredulidad o algo parecido al terror.
El metro les llevó hasta el centro de la ciudad deslizándose por túneles de cemento. La Estación Central estaba llena de gente, y era una estructura enorme, muy limpia y repleta de ecos. Los rayos del sol arrancaban destellos a la bóveda de cristal del techo. Skaffen-Amtiskaw fingía ser una maleta y Sma apenas sentía el peso que colgaba de sus dedos. El hombre herido era un peso mucho más difícil de soportar que tiraba de su otro brazo.
El tren de levitación magnética entró en la estación y desembarcó a sus pasajeros. Subieron a él acompañados por unas cuantas personas más.
—Cheradenine, ¿crees que lo conseguirás? —le preguntó Sma.
Le miró y vio que estaba medio derrumbado en el asiento y que apoyaba los brazos sobre la mesa en una postura extraña y con tal flaccidez que parecían fracturados o incapaces de moverse. No apartaba los ojos del asiento que tenía delante e ignoraba el paisaje urbano que pasaba velozmente junto a ellos mientras el tren aceleraba moviéndose sobre los viaductos que lo llevarían primero a los suburbios y luego al campo.
—Sobreviviré —dijo asintiendo con la cabeza.
—Sí, pero… ¿cuánto tiempo? —dijo la unidad. Sma la había dejado encima de la mesa delante de ella—. Zakalwe, estás muy mal.
—Siempre es mejor eso que parecer una maleta, ¿no crees? —replicó él mirando fijamente a la máquina.
—Oh, qué gracioso —dijo la unidad, y se puso en contacto con el Xenófobo.
—¿Aún no has acabado con tus dibujos?
—No.
—Oye, ¿crees que podrías consagrar una minúscula fracción de los apabullantes recursos de esa Mente supuestamente increíble que posees a descubrir por qué le interesaba tanto ese navío?
—Oh, supongo que sí, pero…
—Espera un momento. ¿Qué está diciendo? Escucha con atención…
—Supongo que acabarás descubriéndolo. Hace mucho tiempo de eso, aunque creo que ya te lo había contado en alguna ocasión… —murmuró.
Estaba mirando por la ventana, pero hablaba con Sma. La ciudad bañada por los rayos del sol se deslizaba al otro lado del cristal. Sus pupilas estaban muy dilatadas y los ojos parecían querer saltar de sus órbitas, y Sma tuvo la extraña impresión de que estaba contemplando aquella ciudad pero veía otra, o quizá fuese la misma ciudad pero tal y como era hacía muchos años, como si aquellos ojos febriles e inquietos pudieran captar una luz polarizada por el tiempo que sólo ellos estaban en condiciones de percibir.
—¿Es…, es tu lugar de origen?
—Ya hace mucho tiempo de eso —murmuró él. Tosió, se dobló sobre sí mismo y se apretó un costado con el brazo. Tragó aire con mucha cautela—. Nací aquí…
La mujer le estaba escuchando con mucha atención. Y la unidad, y la nave. Todos estaban pendientes de sus palabras.
Y él les contó la historia de la gran casa que estaba a medio camino entre las montañas y el mar, río arriba yendo desde la gran ciudad. Les habló de los terrenos que rodeaban la casa y de los hermosos jardines y de los tres —y más tarde cuatro— niños que crecieron en la casa y jugaron en el jardín. Les habló de las casitas de verano y del barco de piedra y del laberinto y de las fuentes y las praderas y las ruinas y los animales que había en los bosques. Les habló de los dos chicos y las dos chicas, y de las dos madres, y del padre que era muy estricto y del padre invisible que estaba prisionero en la ciudad. Les habló de las visitas a la ciudad y de que a los niños siempre les parecían demasiado largas, y de la época en que no les permitieron ir al jardín sin guardias que les escoltaran, y de que un día robaron un arma y pensaban llevársela lejos de la casa para dispararla, pero sólo consiguieron llegar hasta el barco de piedra y descubrieron a un grupo de asesinos que habían venido allí para acabar con la familia y evitaron la catástrofe alertando a la casa. Les habló de la bala que hirió a Darckense y de la astilla de hueso que estuvo a punto de abrirse paso hasta su corazón.
Empezó a quedarse sin saliva y su voz se fue convirtiendo en un graznido. Sma miró hacia el otro extremo del vagón, vio aparecer a un camarero que empujaba un carrito, pidió un par de refrescos y los pagó. Le alargó uno y le vio beber un trago, toser, hacer una mueca de dolor y seguir bebiendo muy despacio y a sorbitos.
—Y la guerra no tardó en llegar —dijo mientras contemplaba el último suburbio sin verlo. El suburbio quedó atrás, el tren volvió a acelerar y el campo se convirtió en una borrosa mancha verde—. Y los dos chicos que se habían convertido en hombres…, acabaron luchando en bandos distintos.
(—Fascinante —dijo el Xenófobo—. Creo que haré unas cuantas investigaciones rápidas.
—Ya iba siendo hora —replicó la unidad sin dejar de escuchar las palabras del hombre.)
Les habló de la guerra y del asedio en que estuvo involucrado el Staberinde y de las fuerzas asediadas que intentaron romper el cerco…, y les habló del hombre, del niño que había jugado en el jardín y que vivió las oscuras profundidades de aquella noche terrible y que puso en marcha la cadena de acontecimientos que terminó haciendo que se le conociera con el nombre del Constructor de Sillas, y del amanecer en que el hermano y la hermana de Darckense descubrieron lo que había hecho Elethiomel, y el hermano intentó quitarse la vida y el egoísmo de la desesperación hizo que renunciara a todos sus cargos abandonando a sus ejércitos y a su hermana.
Y les habló de Livueta, quien nunca había perdonado y le había seguido —aunque por aquel entonces él no lo sabía—, en otra nave repleta de durmientes viajando durante un siglo por la insoportable y tranquila lentitud del espacio real hasta llegar a un lugar en el que los icebergs giraban alrededor de un polo continental estrellándose los unos contra los otros, desmenuzándose y encogiéndose en un proceso que no terminaría nunca… Pero entonces le perdió —¿qué sitio mejor para que su pista acabara enfriándose?—, y se quedó allí durante años sin dejar de buscarle, y no podía saber que él se había marchado para emprender una nueva vida, no podía saber que había sido rescatado por la dama que caminaba a través de la ventisca como si ésta no existiera con una diminuta nave espacial a su espalda siguiéndola tan devotamente como si fuera un perrillo faldero.