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—Quiero decir que ese hombre no es Cheradenine Zakalwe.

Livueta suspiró, se quedó inmóvil y siguió observando la extraña operación que la unidad estaba llevando a cabo.

«Era…, era…, era…»

Sma descubrió que estaba frunciendo el ceño y que no podía apartar los ojos del rostro de la mujer.

—¿Qué? Entonces…

«Atrás. Vuelve atrás ahora mismo. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Atrás. El objetivo es vencer. ¡Atrás! Todo debe someterse a esa única verdad…»

—Cheradenine Zakalwe, mi hermano… —murmuró Livueta Zakalwe—. Murió hace casi doscientos años. Murió poco después de haber recibido una silla hecha con los huesos de nuestra hermana.

La unidad empezó a aspirar la sangre que había invadido el cerebro del hombre. Deslizó un campo hueco tan delgado como un cabello a través del tejido afectado y fue recogiendo el líquido rojo en un pequeño bulbo transparente. Un segundo tubo de energía giró sobre sí mismo y suturó el tejido desgarrado. Absorbió un poco más de sangre para disminuir la presión sanguínea del hombre y utilizó su efector para alterar el funcionamiento de las glándulas apropiadas. La presión tardaría bastante tiempo en volver a aumentar. Proyectó un campo-tubo hasta la pileta que había debajo de la ventana, arrojó la sangre por el sumidero e hizo girar el grifo dejando correr el agua durante unos segundos. La sangre desapareció por el agujero con un leve gorgoteo.

—El hombre al que usted llama Cheradenine Zakalwe…

«Enfrentarme a las cosas, eso es lo único que he hecho en toda mi vida; Staberinde, Zakalwe; los nombres duelen, pero ¿de qué otra forma voy a poder…?»

—… le robó el nombre a mi hermano igual que le robó la vida; igual que le robó la vida a mi hermana…

«Pero ella…»

—Él era el comandante del Staberinde. Él es el Constructor de Sillas. Su nombre es Elethiomel.

Livueta Zakalwe salió de la habitación cerrando la puerta detrás de ella.

El rostro de Sma se había puesto terriblemente pálido. Se volvió hacia la cama y contempló al hombre que yacía en ella mientras Skaffen-Amtiskaw seguía trabajando, absorto en el desafío de reparar unos mecanismos que se habían averiado.

EPÍLOGO

El polvo les fue siguiendo como de costumbre, aunque el joven dijo varias veces que tenía la impresión de que quizá acabara lloviendo. Su compañero no opinaba lo mismo y le dijo que no debía hacer caso de las nubes que se cernían sobre las montañas. Era bastante mayor que él. Siguieron avanzando por aquella comarca desierta dejando atrás campos ennegrecidos, las ruinas de las casitas y las granjas, las aldeas incendiadas y los pueblos de los que aún brotaba el humo, y acabaron llegando a la ciudad abandonada. Su vehículo recorrió ruidosamente las anchas avenidas desiertas y hubo un momento en el que se metieron por un callejón repleto de puestos vacíos y frágiles postes que sostenían toldos harapientos, y su avance lo destrozó todo dejando detrás un torbellino de astillas y pedazos de tela que aleteaban locamente.

Escogieron el Palacio Real como el mejor emplazamiento posible de la bomba porque las grandes explanadas del Parque podían acoger sin problemas a las tropas, y estaban casi seguros de que el alto mando querría instalarse en los espaciosos pabellones. El más viejo de los dos pensaba que querrían ocupar el Palacio, pero el más joven estaba convencido de que los invasores eran gente del desierto y que preferirían los grandes espacios del Parque a los pequeños recintos de la Ciudadela.

Colocaron la bomba en el Gran Pabellón, la activaron y empezaron a discutir sobre si habían hecho lo adecuado. Discutieron sobre cuál sería el mejor sitio para esperar y ver lo que ocurría y qué debían hacer si el ejército decidía pasar de largo ante la ciudad, y si después del Acontecimiento los otros ejércitos se retirarían presa del terror o se dividirían en unidades más pequeñas para seguir con la invasión, o si se darían cuenta de que el arma utilizada era un ejemplar único y decidirían seguir avanzando, en cuyo caso lo harían animados por un espíritu de venganza todavía más implacable que antes. Discutieron sobre si los invasores empezarían bombardeando la ciudad, si enviarían exploradores y —en caso de que optaran por el bombardeo— cuáles serían los objetivos elegidos y acabaron haciendo una apuesta al respecto.

Lo único en lo que se hallaban de acuerdo era en que lo que estaban haciendo podía definirse como la mejor forma de desperdiciar la única bomba nuclear con que contaba su bando —y, en realidad, la única existente en aquel planeta—, porque aun suponiendo que su hipótesis demostrara ser correcta y los invasores se comportaran como habían previsto lo más que podían conseguir era acabar con un ejército, y eso quería decir que aun quedarían otros tres, cualquiera de los cuales probablemente fuese capaz de completar la invasión por sí solo; y en tal caso tanto la cabeza nuclear como las vidas habrían sido desperdiciadas.

Enviaron un radiograma a sus superiores y les explicaron lo que habían hecho mediante una palabra clave. Pasado un rato recibieron las bendiciones del alto mando en forma de otra palabra. Sus superiores no creían que el arma estuviera en condiciones de funcionar, pero habían acabado dando su visto bueno al plan.

El más viejo de los dos se llamaba Cullis y ganó la discusión sobre dónde debían esperar. Se instalaron en la gran ciudadela y encontraron montones de armas y mucha bebida, y se emborracharon y hablaron y contaron chistes e intercambiaron historias imposibles de hazañas y conquistas, y en un momento dado uno de ellos preguntó al otro qué era la felicidad y recibió una contestación bastante extraña y que le pareció poco seria, pero después ninguno de los dos logró recordar quién había sido el que preguntó y quién el que respondió.

Durmieron y despertaron y volvieron a emborracharse y contaron más chistes y mentiras, y una llovizna casi impalpable empezó a caer sobre la ciudad y a veces el más joven de los dos deslizaba una mano sobre su cráneo rasurado aunque los largos y espesos mechones de su cabellera ya no estaban allí.

Siguieron esperando y cuando los primeros obuses empezaron a caer del cielo descubrieron que habían escogido un mal sitio para esperar, y salieron corriendo de allí bajando a toda prisa la escalera hasta llegar al patio y al semioruga y se alejaron hacia el desierto y las tierras baldías que se extendían más allá de él, y acamparon en ellas al anochecer y volvieron a emborracharse y se fueron a dormir muy tarde porque querían ver el resplandor de la detonación.

Canción de Zakalwe

Viendo desfilar las tropas desde la habitación.
Creo que deberías ser capaz de saber si vienen o se van. Basta con fijarse en los huecos de sus filas.
«Eres un idiota», le dije, y me di la vuelta para salir de allí, o quizá sólo para preparar una bebida que esa garganta tan diestra engulliría como hacía con mis mejores mentiras.
Me enfrenté a las sombras de las cosas y tú estabas apoyado junto a la ventana con los ojos perdidos en la nada.
¿Cuándo nos iremos? Podríamos acabar quedando atrapados, si permanecemos aquí demasiado tiempo (dándome la vuelta) ¿Por qué no nos vamos?
No dije nada. Acaricié un cristal resquebrajado, conocimiento que no puede ser compartido en el silencio. La bomba sólo está viva mientras cae.