EL ESTADO DE LA GUERRA
Prólogo
El sendero que llevaba hasta el jardín situado en la terraza más alta había tenido que seguir una extravagante ruta en zigzag para permitir que las sillas de ruedas pudieran superar la inclinación del terreno. Necesitó seis minutos y medio de esfuerzo para llegar hasta allí, y cuando lo consiguió estaba sudando, pero había superado su récord anterior y eso le complacía. Se desabrochó la gruesa chaqueta acolchada y enfiló la silla de ruedas hacia una de las plataformas de madera en que habían plantado los arriates de flores y plantas. Hacía bastante frío, y su aliento creaba nubéculas de vapor que flotaban unos segundos en el aire y acababan desvaneciéndose.
Cogió la cesta que llevaba encima del regazo y la colocó sobre el murete, sacó las tijeras de jardinería que había guardado en el bolsillo de la chaqueta y examinó con mucha atención el arriate que tenía delante intentando decidir qué variedades habían prosperado más desde que fueron plantadas. Aún no había escogido la primera cuando un movimiento en la pendiente atrajo su atención.
Se volvió hacia la verja detrás de la que se extendía la masa de color verde oscuro del bosque. Los picos lejanos eran manchas blancas que se perfilaban contra el azul del cielo. Al principio pensó que era un animal, pero la silueta no tardó en abandonar el refugio de los árboles y avanzó sobre la hierba blanqueada por la escarcha dirigiéndose hacia la puerta que había en el centro de la verja.
La mujer abrió la verja y la cerró detrás de ella. Llevaba puestos unos pantalones y una chaqueta que no parecía muy gruesa. No tenía mochila, y eso le sorprendió un poco. Pensó que quizá hubiera estado paseando por los terrenos del instituto hasta que se había cansado de caminar. Quizá fuera una doctora que había venido a visitar la institución. Decidió que si volvía la cabeza en su dirección y se encaminaba hacia el tramo de peldaños que bajaba hasta los edificios del instituto la saludaría con la mano, pero en cuanto se hubo apartado de la puerta vio que venía en línea recta hacia él. Era bastante alta. Tenía el cabello oscuro y el extraño sombrero de piel que llevaba puesto resaltaba los rasgos morenos de su rostro.
—Señor Escoerea… —dijo la mujer.
Extendió una mano hacia él. El hombre dejó las tijeras de jardinería sobre su regazo y le estrechó la mano.
—Buenos días. Creo que no nos conocemos…
La mujer no dijo nada. Se sentó sobre el murete, hizo entrechocar sus manos en una palmada casi inaudible —no llevaba guantes—, y sus ojos se posaron en el valle, las montañas y el bosque, el río y, por último, en los edificios de la institución que se divisaban al final de la pendiente.
—¿Qué tal se encuentra, señor Escoerea? ¿Bien?
Bajó la vista hacia lo que quedaba de sus piernas. Se las habían amputado por encima de la rodilla.
—Lo que queda de mí se encuentra bastante bien, señora.
Aquella frase había terminado por convertirse en su contestación habitual a esa pregunta. Sabía que algunas personas la interpretaban como un simple estallido de amargura, pero en realidad sólo era su forma de mostrar que se negaba a fingir que su cuerpo estaba intacto.
La mujer contempló los muñones ocultos por las perneras del pantalón con una franqueza que él sólo estaba acostumbrado a ver en los ojos de los niños.
—Fue un tanque, ¿verdad?
—Sí —dijo él, y volvió a coger las tijeras de jardinería—. Intenté hacerlo volcar cuando se dirigía a Ciudad Balzeit y… no lo conseguí. —Se inclinó hacia adelante, cortó un brote y lo puso dentro de su cesta. Anotó a qué planta pertenecía en una etiquetita y la sujetó al brote con un cordel—. Disculpe…
Hizo avanzar la silla de ruedas para cortar otro brote y la mujer se apartó de su camino.
Unos instantes después volvía a tenerla delante.
—Según la historia que he oído contar, intentaba salvar a uno de sus camaradas que había caído delante del…
—Sí —la interrumpió él—. Sí, es justamente lo que ocurrió. Naturalmente, entonces no sabía que el precio de la caridad es el fortalecimiento de los músculos de tus brazos…
—¿Aún no ha recibido su medalla?
La mujer se acuclilló junto a él y puso una mano sobre la rueda que tenía al lado. Los ojos del hombre se posaron primero en su mano y luego en su rostro, pero la mujer se limitó a sonreír.
Apartó las solapas de su chaqueta acolchada para revelar la guerrera que llevaba debajo y el surtido de cintas que la adornaban.
—Sí, tengo mi medalla.
Hizo avanzar la silla de ruedas un poquito más sin esperar a que quitara la mano.
La mujer se puso en pie y volvió a acuclillarse junto a él.
—Una hazaña impresionante, sobre todo teniendo en cuenta su extremada juventud… Me sorprende que no lograra ascender más deprisa. ¿Es cierto que no mostraba la actitud correcta en el trato con sus superiores? ¿Es ésa la razón de que…?
Arrojó las tijeras de jardinería dentro de la cesta e hizo girar la silla de ruedas hasta quedar de cara a ella.
—Sí, señora —dijo con voz burlona—. Era incapaz de dar las respuestas correctas, mis familiares nunca tuvieron muy buenas conexiones ni tan siquiera cuando vivían, y ahora gracias a la Fuerza Aérea Imperial de Glaseen ni tan siquiera están vivos, y en cuanto a esto… —Su mano se cerró convulsivamente sobre la pechera de su uniforme tirando de las cintas como si quisiera enseñárselas—. Se las cambio. Todo el lote a cambio de un par de zapatos que pueda ponerme. Y ahora… —Se inclinó hacia ella y cogió las tijeras de jardinería—. Tengo mucho que hacer. En el instituto hay un tipo que pisó una mina. Le han amputado las dos piernas a la altura de las caderas y además ha perdido un brazo. Vaya a verle, y quizá descubra que se divierte aún más que conmigo. Discúlpeme.
Hizo girar la silla, avanzó unos metros y cortó un par de brotes sin fijarse en las plantas a que pertenecían. Podía oír a la mujer moviéndose por el sendero detrás de él y colocó las manos encima de las ruedas pensando en alejarse de ella lo más deprisa posible.
La mujer le detuvo. Había puesto una mano sobre el respaldo de la silla de ruedas y era bastante más fuerte de lo que aparentaba. Los brazos del hombre se tensaron en un intento de hacer girar las ruedas. Las llantas de goma rechinaron sobre las losas del sendero. Las ruedas acabaron girando, pero ya no podían llevarle a ninguna parte. Se relajó y alzó los ojos hacia el cielo. La mujer se puso delante de él y volvió a acuclillarse.
El hombre suspiró.
—Oiga, señora…, ¿qué es lo que quiere exactamente?
—A usted, señor Escoerea. —La mujer sonrió. Tenía una sonrisa muy hermosa. Movió la cabeza señalando los muñones—. Ah, por cierto… Ese trato de cambiar las medallas por un par de zapatos que me ha propuesto…, creo que podremos llegar a un acuerdo. —Se encogió de hombros—. Aunque pensándolo bien, no hará falta que me dé las medallas. —Se inclinó sobre la cesta, cogió las tijeras de jardinería y las clavó en la tierra junto al arriate. Se inclinó hacia adelante y puso las manos sobre los brazos de la silla de ruedas—. Y ahora, señor Escoerea… —dijo Sma conteniendo un escalofrío—, ¿qué le parecería la perspectiva de tener un trabajo adecuado a sus capacidades?