El paisaje que se extendía ante ella terminaba en el nuevo puerto y los estrechos, donde los barcos se deslizaban en silencio bajo los rayos de sol siguiendo rumbos que les llevarían al océano o al mar interior. Bastaba con ir al otro lado del complejo de fortificaciones para oír el gruñido lejano con el que la ciudad revelaba su presencia, y la suave brisa que soplaba de esa dirección traía consigo su olor. Sma había pasado tres años allí y para ella el laberinto de edificios y calles siempre sería la Ciudad, pero suponía que cada ciudad tenía su olor.
Diziet Sma tomó asiento sobre la hierba, alzó las rodillas hasta que entraron en contacto con su mentón y contempló los estrechos y los puentes colgantes de la orilla más lejana que permitían acceder al subcontinente.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la unidad.
—Sí. Habla con el comité de la Academia y diles que no podré formar parte del jurado…, y envía una carta pidiendo disculpas y algo más de tiempo a Petrain. —Frunció el ceño y se puso una mano sobre los ojos para protegerlos de los rayos del sol—. Me parece que eso es todo.
La unidad se colocó delante de Sma, arrancó una florecita y empezó a juguetear con ella.
—El Xenófobo acaba de entrar en el sistema —dijo.
—Qué gran noticia —replicó Sma con voz malhumorada.
Se lamió la yema de un dedo y lo pasó por la puntera de una bota para quitarle una motita de polvo.
—Y ese joven con el que compartiste tu cama acaba de despertar y le está preguntando a Maikril dónde te has metido.
Sma no dijo nada, aunque sonrió y sus hombros se estremecieron de forma casi imperceptible. Se acostó sobre la hierba pasando un brazo detrás de la nuca.
El cielo era de un color azul aguamarina manchado por las pinceladas blancas de las nubes. Podía oler el perfume de la hierba y el aroma de las florecitas que había aplastado con los pies. Inclinó la cabeza hacia atrás, contempló la muralla negra y gris que se alzaba a su espalda y se preguntó si la dilatada existencia del castillo habría conocido un ataque llevado a cabo en un día tan hermoso como éste, y se distrajo pensando si el cielo parecería tan ilimitado y las aguas de los estrechos tan frescas y límpidas en una situación semejante. No estaba segura, pero tenía la impresión de que cuando los hombres luchaban unos con otros tambaleándose y gritando para acabar cayendo al suelo mientras veían como el rojo de su sangre manchaba la hierba, hasta las flores debían perder una parte de su colorido y su perfume.
La niebla y la oscuridad de la lluvia y las nubes pegadas al suelo parecían ser el mejor telón de fondo para una batalla. Sma pensó que eran el único ropaje capaz de ocultar el vergonzoso espectáculo de la guerra.
Se estiró sintiéndose repentina e inexplicablemente cansada, y el fugaz recuerdo de lo que había ocurrido anoche la hizo estremecer, y fue como si tuviera en su mano un tesoro precioso que se le escurría inexorablemente de entre los dedos pero que éstos lograban coger antes de que cayera al suelo gracias a un milagro de destreza y velocidad. Una parte de su ser logró volver a capturar aquel recuerdo evanescente que estaba a punto de perderse en el confuso tumulto de su cerebro. Ordenó a sus glándulas que produjeran un poco de «Recuerda» y lo atrapó, saboreándolo y volviendo a experimentarlo hasta que sintió que su cuerpo se estremecía bajo la luz del sol, y faltó poco para que se le escapara un gemido ahogado.
Permitió que el recuerdo se escurriera definitivamente entre los dedos de su mente, tosió y se incorporó lanzando una rápida mirada de soslayo a la unidad para averiguar si ésta se había dado cuenta de lo ocurrido.
Skaffen-Amtiskaw se encontraba muy cerca de ella, pero parecía absorto en la recolección de florecillas silvestres.
Un grupo de niños que supuso serían escolares apareció por el sendero que llevaba a la estación del metro parloteando y gritando mientras se dirigían hacia la poterna. La ruidosa columna iba precedida y seguida por adultos cuyos rostros mostraban esa peculiar mezcla de cautela, cansancio y calma típica de los maestros y las madres de familia numerosa. Cuando pasaron junto a la unidad algunos niños la señalaron con el dedo, se rieron e hicieron preguntas a los adultos, pero éstos se apresuraron a hacerles cruzar el angosto umbral y las vocecitas chillonas no tardaron en esfumarse.
Sma se había dado cuenta de que sólo los niños reaccionaban de esa forma. Los adultos se limitaban a suponer que esa máquina aparentemente capaz de flotar en el vacío era un truco que no merecía su atención, pero los niños querían averiguar cuál era la naturaleza exacta del truco. Algunos científicos e ingenieros también se habían sorprendido mucho al verla, pero Sma suponía que uno de los lugares comunes adheridos a esas profesiones tan poco prácticas era el que nadie les creyera cuando insinuaban que allí ocurría algo raro. La unidad flotaba en el aire porque era capaz de generar un campo antigravitatorio, y su presencia en esta sociedad era tan inexplicable y chocante como la de una linterna en la Edad de Piedra, pero Sma se había sorprendido al descubrir lo decepcionantemente fácil que resultaba conseguir que nadie le prestara atención.
—Las naves acaban de llegar al punto de cita —dijo la unidad—. Han optado por una transferencia física del sustituto en vez de limitarse a utilizar el campo de desplazamiento.
Sma rió, arrancó un tallo de hierba y empezó a chuparlo.
—Parece que la vieja Sólo es una prueba no confía mucho en sus sistemas, ¿eh?
—Si quieres saber mi opinión, creo que chochea —dijo la unidad con una mezcla de irritación y altivez.
Estaba haciendo agujeros en los tallos delgados como pelos de las flores que había arrancado del suelo y los iba entrelazando unos con otros para crear una guirnalda.
Sma observó a la máquina mientras manipulaba esas florecitas con sus campos invisibles tan diestramente como la encajera que hace surgir un delicado dibujo de la nada.
La unidad no siempre se comportaba de una forma tan refinada.
La mente de Sma volvió al pasado, a unos veinte años atrás. Estaba en un planeta situado en una parte de la galaxia muy alejada de ésta, sobre el lecho de un mar seco condenado a una eternidad de ser azotado por el aullido de los vientos, y había buscado el refugio de la meseta que en tiempos fue una isla perdida dentro de la extensión de polvo que había sido el fondo de un mar. Se alojó en un pueblecito fronterizo situado al final de la línea de ferrocarril y empezó a hacer los preparativos para conseguir las monturas que le permitirían aventurarse en las profundidades del desierto y buscar al nuevo mesías.
Los jinetes entraron en la plaza al anochecer y fueron a la posada para llevársela con ellos. Habían oído comentarios sobre el extraño color de su piel y pensaban que bastaría para que les pagaran un buen precio por la forastera.
El posadero cometió el error de intentar razonar con ellos y acabó clavado en su propia puerta con una espada a través del estómago. Sus hijas lloraron por él antes de que se las llevaran.
Sma se apartó de la ventana intentando contener las náuseas y oyó el atronar de las botas sobre los peldaños de madera. Skaffen-Amtiskaw estaba cerca de la puerta. La unidad volvió su banda sensora hacia ella. Parecía muy tranquila, como si los gritos que llegaban de la plaza y de algún lugar de la posada no la afectaran en lo más mínimo. Alguien golpeó la puerta de su habitación y los puñetazos hicieron temblar el suelo creando nubéculas de polvo. Sma clavó los ojos en la puerta. Se había quedado sin estratagemas.
Se volvió hacia la unidad.
—Haz algo —murmuró tragando saliva.
—Será un placer —respondió Skaffen-Amtiskaw.