La puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared de barro cocido. Sma se encogió sobre sí misma. Dos hombres vestidos con capas negras aparecieron en el umbral. Sma podía oler las vaharadas de pestilencia que brotaban de sus cuerpos. Uno de ellos dio un paso hacia adelante con la espada en una mano y la cuerda en la otra sin fijarse en la unidad que tenía al lado.
—Disculpe —dijo Skaffen-Amtiskaw.
El hombre lanzó una rápida mirada de soslayo a la máquina y siguió avanzando hacia Sma.
Y un instante después el hombre ya no estaba allí, y la habitación se llenó de polvo, y Sma sintió que le zumbaban los oídos, y las pellas de barro y los trocitos de papel cayeron lentamente del techo y revolotearon perezosamente por el aire. Sma volvió la cabeza hacia la pared y vio el interior de la habitación contigua a través del agujero situado al final de la recta imaginaria que había unido a Skaffen-Amtiskaw, el hombre y la pared. La unidad no se había movido ni un centímetro de su posición original, y Sma pensó que aquello era un desafío imposible a la ley de la acción y la reacción. Una mujer gritó histéricamente en la habitación de al lado. Sma volvió a contemplar el agujero y vio los restos del hombre incrustados en la pared sobre la cabecera de su cama. Había sangre por todas partes. El techo, el suelo, las paredes, la mujer…
El otro hombre entró a toda velocidad en la habitación, alzó un arma de cañón increíblemente largo y disparó a quemarropa contra la unidad. La bala se detuvo a un centímetro del morro de la unidad, se convirtió en un disco metálico que parecía una moneda y cayó al suelo con un clunk casi inaudible. El hombre desenvainó su espada y la hizo girar en un solo movimiento velocísimo. La hoja atravesó las nubes de polvo y humo, chocó con el campo rojizo que surgió de la nada a escasos centímetros de la unidad y se partió limpiamente en dos. Un segundo campo envolvió al hombre y le levantó del suelo.
Sma estaba encogida en un rincón con la boca llena de polvo y las manos sobre las orejas, y los gritos enloquecidos que oía eran los suyos.
El hombre se debatió frenéticamente en el centro de la habitación durante un segundo y se convirtió en una mancha borrosa que giraba sobre la cabeza de Sma. Hubo otro estruendo ensordecedor y Sma vio aparecer un nuevo agujero, ahora en el techo y muy cerca de la ventana que daba a la plaza. Los tablones del suelo vibraron y las nubes de polvo la hicieron toser.
—¡Basta! —gritó.
El trozo de pared que había encima del primer agujero empezó a agrietarse, el techo crujió y se fue abombando entre un diluvio de paja y pellas de barro. Sma tenía la boca y la nariz tan llenas de polvo que apenas podía respirar, pero logró ponerse en pie. La necesidad de aire se había vuelto tan desesperada que estuvo a punto de arrojarse por la ventana.
—Basta —graznó, tosiendo y escupiendo polvo.
La unidad fue hacia ella, le quitó el polvo de la cara con un campo y sostuvo el techo con una esbelta columna de energía. Los dos campos tenían un color rojo oscuro. La unidad parecía muy satisfecha de sí misma.
—Vamos, vamos… —dijo Skaffen-Amtiskaw mientras le daba palmadas en la cabeza con un campo.
Sma se asomó a la ventana para toser y balbucear sonidos ininteligibles. Sus ojos se posaron en la plaza que había debajo y el horror volvió a adueñarse de ella.
El cuerpo del segundo hombre yacía entre los jinetes convertido en un saco rojizo sobre el que flotaba una nube de polvo. Algo vibró junto al hombro de Sma y salió disparado hacia el grupo de hombres que seguían con los ojos clavados en la ventana. Todo ocurrió a tal velocidad que ni tan siquiera pudieron desenvainar sus espadas, y las hijas del posadero —sus captores las habían atado y colocado sobre dos de sus monturas— no tuvieron tiempo de comprender qué era aquella masa casi irreconocible que había aparecido en el suelo delante de ellas, por lo que transcurrieron unos segundos antes de que volvieran a gritar.
Un guerrero lanzó un rugido gutural, alzó su espada y corrió hacia la puerta de la posada.
Sólo consiguió dar dos pasos. Cuando el proyectil cuchillo pasó junto a él con los campos desplegados el rugido aún seguía brotando de sus labios.
Un campo le separó la cabeza de los hombros. El rugido se convirtió en un susurro ahogado curiosamente parecido al del viento y terminó en un gorgoteo que fue muriendo en la tráquea repentinamente dejada al descubierto. El cuerpo se desplomó sobre el polvo.
El proyectil cuchillo podía moverse más deprisa que cualquier ave o insecto, y era capaz de girar en ángulos imposibles para un ser vivo. El círculo casi invisible que trazó encerraba a la mayor parte de los jinetes, y fue acompañado por una especie de extraño tartamudeo.
Siete jinetes —cinco iban a pie, los otros dos aún no habían desmontado— se derrumbaron sobre el polvo convertidos en catorce fragmentos pulcramente delimitados. Sma intentó volver la cabeza hacia la unidad para ordenarle que detuviera el proyectil, pero las toses que seguían desgarrándole el pecho se convirtieron en arcadas. La unidad empezó a darle palmaditas en la espalda.
—Vamos, vamos… —dijo Skaffen-Amtiskaw con cierta preocupación.
Las dos hijas del posadero resbalaron lentamente de las monturas a las que habían estado atadas. El mismo círculo mortífero que había acabado con las vidas de los siete jinetes había cortado sus cuerdas. La unidad expresó su satisfacción con un temblor casi imperceptible.
Un hombre dejó caer su espada y echó a correr. El proyectil cuchillo le atravesó girando sobre sí mismo como un destello rojizo moviéndose a lo largo de un gancho, y terminó la trayectoria cercenando los cuellos de los dos jinetes que seguían en pie. La montura del último superviviente se encabritó delante del proyectil enseñándole los colmillos y amenazándole con las garras de las patas delanteras fuera de sus fundas. La diminuta máquina atravesó el cuello del animal y se incrustó en el rostro de su jinete.
El proyectil se detuvo después de haber recorrido un par de metros más mientras el cuerpo sin cabeza del jinete se deslizaba de la grupa de su tembloroso animal unos segundos antes de que éste cayera al suelo. El proyectil cuchillo giró lentamente sobre sí mismo como si revisara todo el trabajo que había hecho en tan pocos segundos y se dirigió hacia la ventana.
Las hijas del posadero se habían desmayado.
Sma estaba vomitando.
Las monturas enloquecidas saltaban, corrían y aullaban en el patio. Dos de ellas aún arrastraban consigo fragmentos de sus jinetes.
El proyectil cuchillo se lanzó hacia abajo y atravesó la cabeza de una montura frenética cuando estaba a punto de pisotear a las dos chicas, que seguían inmóviles sobre el polvo. Después proyectó un campo que recogió a las dos chicas y las llevó hasta la puerta, ante la que yacía el cadáver de su padre.
El esbelto huso metálico seguía tan impoluto como antes de entrar en acción. El proyectil fue ascendiendo sin prisas hasta la ventana —esquivando limpiamente los hilillos de bilis que salían de la boca de Sma—, y desapareció dentro de Skaffen-Amtiskaw.
—¡Bastardo! —Sma intentó golpear a la unidad con los puños. Después intentó darle patadas, y acabó cogiendo una silla que se hizo añicos al chocar con las placas metálicas—. ¡Bastardo! ¡Asqueroso bastardo cabrón!
—Sma… —dijo la unidad con voz tranquila. Seguía sosteniendo el techo y estaba inmóvil entre el torbellino de polvo que iba posándose poco a poco sobre el suelo de madera—. Me pediste que hiciera algo, ¿no?
—¡Máquina de mierda!
Sma le golpeó con una mesa que se hizo astillas.
—Sma, deberías vigilar un poco más tu lenguaje.
—¡Gilipollas presuntuoso, te dije que pararas!
—Oh. ¿De veras? Lo siento, pero… Me temo que no te oí.
Sma captó la despreocupación que impregnaba la voz de la máquina y se quedó inmóvil. Su mente estaba extrañamente despejada, y pensó que tenía dos opciones. Podía dejarse caer al suelo hecha un mar de lágrimas y tardar muchísimo tiempo en superar lo ocurrido, hasta el extremo de que quizá pasara el resto de su existencia viviendo bajo la sombra del contraste entre la fría calma de la unidad y su ataque de nervios, o…