Compartían su nido de águilas con la carroza de gala del Mitoclasta, un abigarrado ejército de estatuas y un montón de cofres, cajas y armarios que contenían los tesoros de una docena de grandes casas nobiliarias.
Astil Tremerst Keiver hurgó en el cajón de un armario hasta encontrar una capa que le satisfizo, cerró la puerta del armario y se admiró en el espejo. Sí, no cabía duda de que aquella capa le sentaba estupendamente… Hizo unos cuantos giros y movimientos rápidos para admirar las ondulaciones de los pliegues de tela, sacó su rifle de ceremonias de la funda y recorrió la habitación moviéndose cautelosamente alrededor de la gran carroza mientras hacía ¡ki-shauw, ki-shauw! con la boca y apuntaba el cañón del rifle a cada ventanal protegido por un cortinaje negro ante el que pasaba (su sombra bailaba elegantemente sobre las paredes y se deslizaba por los grises perfiles de las estatuas), hasta que llegó a la chimenea, volvió a guardar el rifle en su funda y se dejó caer sobre un sillón tallado en un magnífico bloque de madera de sangre procurando que las facciones de su rostro adoptaran la expresión más imperiosa y temible de que eran capaces.
Y el sillón se hizo pedazos debajo de él. Cayó sobre las losas del suelo y el arma que colgaba de su hombro se disparó enviando un proyectil al ángulo que había entre el suelo y la curvatura de la pared que se alzaba a su espalda.
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó mientras inspeccionaba sus pantalones y su capa.
Los pantalones mostraban las señales del golpe y la capa había quedado agujereada por el proyectil.
La puerta de la carroza se abrió de repente y alguien salió a toda velocidad por ella chocando con un escritorio y haciéndolo astillas. El hombre sólo necesitó un segundo para recuperar el equilibrio y quedar inmóvil presentando el mínimo blanco posible —otra demostración de esa forma de moverse irritantemente marcial que poseía—, y el cañón del asombrosamente grande y feo cañón de plasma que sostenía en la mano se alzó apuntando al rostro del aspirante a vicerregente Astil Tremerst Keiver Octavo.
—¡Aaaaah! ¡Zakalwe! —se oyó chillar Keiver mientras se tapaba la cabeza con la capa. (¡Maldición!)
Keiver apartó la capa de su cabeza unos momentos después con toda la más que considerable dignidad de que podía ser capaz en ciertas ocasiones y vio que el mercenario ya se estaba levantando de entre los restos del escritorio. Sus ojos inspeccionaron rápidamente la habitación y su pulgar movió el interruptor que desactivaba el cañón de plasma.
Keiver se dio cuenta enseguida de la penosa similitud existente entre sus posturas respectivas, y se incorporó moviéndose lo más deprisa posible.
—Ah, Zakalwe… Te pido disculpas. ¿Te he despertado?
El hombre frunció el ceño, bajó la vista hacia los restos del escritorio y cerró de un manotazo la puerta de la carroza por la que había salido.
—No —dijo—. Tenía una pesadilla.
—Ah. Bien.
Keiver jugueteó con una de las incrustaciones que adornaban la culata de su arma mientras deseaba que Zakalwe no le hiciera sentir tan injustificadamente inferior. Fue hasta la chimenea y tomó asiento (esta vez con muchas más precauciones que la anterior) en un ridículo trono de porcelana situado a un lado del hogar.
El mercenario se sentó junto a la chimenea, dejó el cañón de plasma en el suelo delante de él y se estiró.
—Bueno, tendré que conformarme con la mitad del sueño que me correspondía.
—Hmmm —dijo Keiver sintiéndose un poco incómodo. Volvió la cabeza hacia la carroza de gala dentro de la que había estado durmiendo el mercenario y de la que había salido tan bruscamente hacía apenas unos momentos—. Ah… —Keiver se envolvió en los pliegues de la capa y sonrió—. Supongo que no conoces la historia de esa vieja carroza, ¿verdad?
El mercenario —también conocido como Ministro de la Guerra (¡ja!)—, se encogió de hombros.
—Bueno… —dijo—. La versión que ha llegado a mis oídos afirma que durante el Interregno el Archipresbítero le dijo al Mitoclasta que podría quedarse con los tributos, ingresos y almas de todos los monasterios sobre los que pudiera levantar su carroza usando un solo caballo. El Mitoclasta aceptó el desafío, examinó montones de castillos hasta encontrar éste y ordenó construir la torre en la que nos encontramos con dinero prestado por banqueros de otros países. Después cogió a su mejor corcel y lo utilizó para mover un sistema de poleas de lo más eficiente, que izó la carroza hasta la habitación en que estamos, y luego vinieron los Treinta Días Dorados durante los que reclamó para sí todos los monasterios del país… Ganó la apuesta y la guerra resultante acabó con el Sacerdocio Definitivo. El Mitoclasta pagó todas sus deudas y habría tenido un reinado largo y feliz de no ser porque el mozo de establo que cuidaba del corcel no pudo soportar que el animal muriera de agotamiento después de haber izado la carroza hasta aquí, y le estranguló con la brida manchada de sangre y espuma…, que, según la leyenda, se encuentra dentro de la base de ese trono de porcelana sobre el que estás sentado. En fin, eso es lo que he oído contar…
Clavó los ojos en Keiver y volvió a encogerse de hombros.
Keiver se dio cuenta de que tenía la boca abierta y se apresuró a cerrarla.
—Ah… Así que conoces la historia.
—No, ha sido un tiro a ciegas.
Keiver puso cara de no saber cómo reaccionar y acabó soltando una ruidosa carcajada.
—¡Infiernos! ¡Eres increíble, Zakalwe!
El mercenario removió los restos del trono de madera de sangre con la punta de una bota y no dijo nada.
Keiver era consciente de que debía hacer algo, y se puso en pie. Fue hasta la ventana más próxima, descorrió el cortinaje, abrió los postigos interiores, apartó los postigos exteriores y se quedó inmóvil con un brazo apoyado sobre el alféizar de piedra contemplando el paisaje que se extendía ante sus ojos.
El Palacio de Invierno estaba asediado.
Esparcidas entre las hogueras y zanjas que cubrían la llanura nevada había enormes estructuras de asedio construidas con troncos, lanzadores de proyectiles, piezas de artillería pesada y catapultas capaces de lanzar peñascos inmensos, proyectores de campo y reflectores alimentados por gas…, una asombrosa colección de flagrantes anacronismos, paradojas del avance científico y yuxtaposiciones tecnológicas. Y eso era lo que los hombres llamaban progreso…
—No estoy muy seguro de entenderlo —murmuró Keiver—. Los jinetes disparan proyectiles teleguiados desde sus sillas de montar; los reactores son derribados por flechas controladas a distancia; los cuchillos estallan haciendo más estragos que si fueran obuses y a veces rebotan en armaduras antiquísimas reforzadas por esos malditos proyectores de campos energéticos… ¿Cómo crees que acabará todo esto, Zakalwe?
—Si no cierras esos postigos y no vuelves a poner el cortinaje negro en su sitio dentro de tres segundos no tendrás que seguir preocupándote pensando en cómo acabará.
El mercenario había empezado a hurgar entre los leños del hogar con un atizador.
—¡Ja! —Keiver se apartó rápidamente de la ventana encorvándose sobre sí mismo y tiró de la palanca que controlaba los postigos exteriores—. ¡Tienes toda la razón! —Corrió el cortinaje y se frotó las manos para quitarse el polvo mientras se volvía hacia el hombre que seguía removiendo los troncos con el atizador—. Sí, tienes toda la razón…
Fue hacia el trono de porcelana y se dejó caer en él.
Naturalmente, al Señor Ministro de la Guerra Zakalwe le encantaba fingir que tenía cierta idea de cómo iba a terminar todo; afirmaba poseer una especie de explicación para lo que estaba ocurriendo, algo relacionado con las fuerzas exteriores, el equilibrio tecnológico y la errática escalada de la brujería militar. Siempre parecía estar haciendo vagas alusiones a temas y conflictos que se encontraban más allá del mero aquí-y-ahora, e intentaba establecer una francamente risible superioridad basada en el hecho de que no hubiera nacido allí; como si eso cambiara en algo la realidad de que era un simple mercenario —un mercenario con mucha suerte, desde luego—, que había logrado atraer la atención de los Herederos Sagrados y les había impresionado con una mezcla de hazañas absurdamente arriesgadas y planes más bien cobardes mientras que la persona a la que había unido su destino —él, Astil Tremerst Keiver Octavo, nada menos que aspirante a vicerregente— tenía a su espalda un linaje de mil años, la ventaja natural que le daba la edad y —sí, maldita sea, se trataba justamente de eso— la superioridad natural de la cuna. Después de todo, ¿qué clase de Ministro de la Guerra era tan incapaz de delegar sus funciones que se veía obligado a montar guardia en esta torre esperando un ataque que probablemente no llegaría jamás? Vivían tiempos revueltos, desde luego, pero aun así…