Keiver volvió la mirada hacia la figura inmóvil que mantenía los ojos clavados en las llamas de la chimenea y se preguntó qué estaría pasando por su cabeza.
«Sma es la culpable de todo. Ella fue quien me metió en este jaleo…»
Miró a su alrededor y contempló la confusión de muebles y objetos que abarrotaban la estancia. ¿Qué tenía que ver él con idiotas como Keiver, con toda esta chatarra histórica o con nada de cuanto le rodeaba? No se sentía parte de aquello, no podía identificarse con esas cosas y no les culpaba demasiado por no hacerle caso. Suponía que al menos tendría la satisfacción final de saber que les había advertido, pero eso no era algo que pudiera calentarte en una noche tan fría y lúgubre como la que estaba viviendo.
Había luchado. Había arriesgado su vida por ellos, había conseguido salir triunfante en algunas acciones de retaguardia francamente desesperadas y había intentado explicarles lo que debían hacer; pero cuando le escucharon ya era demasiado tarde y el limitado poder que le concedieron llegó cuando la guerra ya estaba prácticamente perdida. Pero, naturalmente, no podían hacer otra cosa, ¿verdad? Eran los que mandaban, y si toda su forma de vida acababa desvaneciéndose porque uno de los dogmas por los que se regían decía que las personas como ellos siempre sabían hacer la guerra mejor que el extranjero o el súbdito más experimentado…, bueno, entonces la injusticia quedaba automáticamente eliminada y el final se encargaba de saldar todas las cuentas pendientes. Y si ese final significaba sus muertes…, que murieran.
Mientras tanto y mientras duraran los suministros, ¿podía haber una situación más agradable que la actual? Se acabaron las caminatas y el pasar frío, los terrenos fangosos que apenas llegaban a la categoría de campamentos, las letrinas al aire libre, la tierra devastada a la que era imposible arrancar algo con que alimentarse… No había mucha acción y eso quizá acabara poniéndole nervioso, pero la falta de acción quedaba más que compensada por el hecho de que estar allí le permitía calmar el nerviosismo de las nobles damas que también habían quedado atrapadas en el castillo. Y las zonas más propensas al nerviosismo eran muy agradables de rascar, desde luego…
Y, aparte de eso, en lo más profundo de su corazón sabía que algunas veces el hecho de no ser escuchado podía considerarse una auténtica bendición. El poder traía consigo las responsabilidades. Siempre cabía la posibilidad de que esos consejos a los que no se había hecho caso fuesen acertados, y llevar a la práctica cualquier plan siempre exigía un cierto derramamiento de sangre. El mercenario prefería que fuesen otras las manos manchadas. El buen soldado obedecía las órdenes que se le daban, y si tenía una pizca de sentido común nunca se ofrecía voluntario…, y menos para cualquier aventura que pudiese terminar en un ascenso.
—Ja —dijo Keiver meciéndose de un lado a otro en el trono de porcelana—. Hoy hemos encontrado más semillas.
—Oh. Me alegro.
—Yo también.
La mayor parte de patios y jardines ya estaban siendo utilizados como pastos, y se había llegado al extremo de quitar los techos de los salones que tenían menos importancia arquitectónica para plantar hierba en ellos. Si no acababan hechos pedazos, en teoría eso podía permitirles alimentar a una cuarta parte de la guarnición del castillo durante un tiempo indefinido.
Keiver se estremeció y se tapó las piernas con los pliegues de la capa.
—Este castillo es muy frío… ¿No te parece que es muy frío, Zakalwe?
El mercenario se disponía a contestar cuando vio entreabrirse la puerta que había al otro extremo de la estancia.
Su mano fue rápidamente hacia el cañón de plasma.
—¿Va…, va todo bien? —preguntó una voz femenina.
Volvió a dejar el arma en el suelo y sonrió al rostro de rasgos delicados y piel bastante pálida que acababa de asomar por el umbral. La larga cabellera negra que lo enmarcaba caía en una línea vertical que seguía el contorno de la jamba de madera adornada con tallas y remaches.
—¡Ah, Neinte! —exclamó Keiver.
Irguió el cuerpo lo estrictamente necesario para saludar con una reverencia a la joven (¡la princesa!) que —técnicamente al menos, aunque eso no excluía que en el futuro pudieran darse relaciones más productivas e incluso lucrativas— había sido confiada a su custodia.
—Entra —oyó que decía el mercenario.
(Maldito descarado… Siempre estaba tomando la iniciativa. ¿Quién creía ser?)
La joven entró en la habitación recogiendo los pliegues de su falda delante de ella.
—Creí oír un disparo…
El mercenario se rió.
—Ya hace un poco de eso —dijo, poniéndose en pie para acompañar a la joven hasta un asiento cerca del fuego.
—Bueno —replicó ella—, tenía que vestirme y…
La segunda carcajada del mercenario fue un poquito más ruidosa que la anterior.
—Mi señora… —dijo Keiver mientras se ponía en pie con cierto retraso y le hacía lo que ahora (gracias a Zakalwe, maldito fuese), parecería una inclinación excesivamente envarada—. Espero que no hayamos turbado la paz de vuestro sueño…
Keiver oyó la carcajada ahogada que salió de los labios del mercenario y el ruido de un tronco siendo acercado a las llamas. La princesa Neinte dejó escapar una risita. Keiver sintió que se le encendía el rostro y decidió unirse a las risas.
Neinte —era muy joven, pero ya poseía una belleza delicada y frágil que invitaba a protegerla— alzó las rodillas hasta pegarlas al cuerpo, se las rodeó con los brazos y clavó la mirada en las llamas de la chimenea.
Durante el silencio que siguió a ese cambio de postura (roto únicamente por el «Sí, bien…» del aspirante a vicerregente) los ojos del mercenario fueron de ella a Keiver. Los troncos ardían entre crujidos y las llamas color escarlata bailaban en el hogar, y el mercenario pensó que en aquel momento los dos jóvenes se parecían mucho a un par de estatuas.
«Me gustaría saber del lado de quién estoy aunque sólo fuera esta vez —pensó—. Me encuentro atrapado dentro de una fortaleza absurda repleta de riquezas y objetos de valor y atestada de nobles, algunos de ellos no muy espabilados… —contempló la expresión más bien vacua de Keiver—, enfrentándome a las hordas que hay al otro lado de los muros (fuerza bruta e inteligencia no muy elevada, garras y músculos enfurecidos) porque intento proteger a estos delicados y gimoteantes productos de un milenio de privilegios, y no tengo ni la más mínima idea de si estoy siguiendo el curso táctico o estratégico adecuado a la situación…»
Las Mentes nunca tomaban en consideración ese tipo de distinciones. Para ellas la estrategia y la táctica eran una sola cosa. La escala de valores de su álgebra moral dialéctica alcanzaba tales niveles de sofisticación que las tácticas acababan fundiéndose unas con otras hasta formar la estrategia, y la estrategia se desintegraba convirtiéndose en tácticas. Su álgebra era tan complicada que un simple cerebro de mamífero jamás podría llegar a comprenderla y dominarla.