Recordó lo que Sma le había dicho hacía mucho, mucho tiempo en aquel nuevo comienzo (un comienzo que había sido el resultado de inmensas cantidades de dolor y culpabilidad). Sma le había explicado que las Mentes trataban con lo intrínsecamente improbable e imprevisible, y que se movían por un terreno en el que era preciso ir forjando nuevas reglas a medida que avanzabas. Las reglas cambiaban continuamente y la naturaleza de las cosas jamás podía ser conocida o predicha de antemano, y ni tan siquiera se la podía juzgar con un mínimo grado de certidumbre real. Todo aquello sonaba muy sofisticado y abstracto, y el mercenario siempre había tenido la impresión de que trabajar con esas teorías debía ser un desafío de lo más interesante, pero al final los materiales básicos sobre los que se sostenían las teorías eran las personas y los problemas a resolver.
Aquí y ahora todo se reducía a esa joven. Apenas era una niña, pero estaba atrapada en el gran castillo de piedra con el resto de la crema o de las heces de aquella sociedad (según como lo miraras), y su vida o su muerte dependerían de lo buenos que fueran sus consejos y de si aquellos payasos eran capaces de hacer caso de ellos y ponerlos en práctica.
Contempló el rostro de la joven iluminado por las llamas y sintió algo más que un deseo distante (pues era atractiva), o un afán paternal de protegerla (pues era muy joven y él, pese a su apariencia física, era muy viejo). No sabía qué nombre dar a sus emociones. Era como si lo hubiera comprendido todo de repente, como si hubiera cobrado consciencia de la tragedia representada por todo aquel episodio. La Regla estaba a punto de ser quebrantada, el poder y los privilegios se desintegraban y todo el complejo sistema encarnado en esta niña se hallaba a punto de hacerse añicos.
El barro y la suciedad, el rey con pulgas… El robo se castigaba con la mutilación y los pensamientos que no encajaban dentro de la ortodoxia se castigaban con la muerte. La tasa de mortalidad infantil era tan astronómicamente elevada como infinitesimalmente reducida la esperanza de vida, y todo aquel horrendo paquete de injusticias estaba envuelto en un manto de riquezas y ventajas concebidas para mantener el oscuro dominio que quienes gozaban del conocimiento ejercían sobre los ignorantes (y lo peor de todo estaba en la pauta, en la repetición y la gran cantidad de variaciones retorcidas sobre el mismo tema depravado que se daban en tantos sitios distintos).
Su mente volvió a esa joven a la que todos llamaban princesa. ¿Moriría? El mercenario sabía que el curso de la guerra no les estaba siendo muy favorable, y la misma gramática simbólica que le ofrecía la perspectiva del poder si las cosas iban bien dictaba igualmente el que se pudiera prescindir de ella si iban mal. El rango exigía su tributo; y el desenlace del conflicto sería el encargado de escoger entre la reverencia obsequiosa o la puñalada por la espalda.
Observó su rostro a la parpadeante claridad de las llamas y se la imaginó convertida en una anciana. La vio encerrada en una mazmorra de paredes viscosas aguardando a que ocurriera algo y aferrándose a las esperanzas vestida con una tela de saco y con el cuerpo cubierto de piojos, la cabeza afeitada, los ojos dos agujeros oscuros en la piel maltrecha y, finalmente, vio como la sacaban de su encierro un día en que la nieve caía del cielo para clavarla a una pared con flechas o balas, o para que se enfrentara al filo helado del hacha blandida por el verdugo.
Naturalmente, también cabía la posibilidad de que todas esas imágenes fueran demasiado románticas. Quizá habría una desesperada huida para pedir asilo en otro país, un exilio amargo y solitario durante el que iría envejeciendo y perdiendo las fuerzas, estéril y senil, recordando continuamente esos viejos tiempos cada vez más dorados y hermosos, componiendo peticiones de auxilio que no servirían para nada, esperando el regreso y convirtiéndose lenta pero inexorablemente en una criatura muy parecida a la princesa mimada e inútil prevista por el condicionamiento al que había sido sometida desde que nació, pero sin ninguna de las compensaciones fruto de su posición que la habían acostumbrado a esperar.
Comprendió que la joven carecía de significado, y el comprenderlo le entristeció. No era más que otra parte irrelevante de otra historia que se dirigía hacia lo que probablemente sería una existencia más fácil y tiempos mejores para la mayoría de la población, y los cuidadosamente calculados empujoncitos con que la Cultura pretendía llevarla en lo que consideraba la dirección correcta influirían muy poco en el desenlace final. El mercenario sospechaba que el aquí y el ahora no tenían reservado nada demasiado bueno para la joven.
De haber nacido veinte años antes habría podido esperar un buen matrimonio, una propiedad que le daría grandes rentas, el acceso a la corte, hijos robustos e hijas con talento; y dentro de veinte años quizá hubiera podido aspirar a casarse con un comerciante astuto o incluso —en el improbable caso de que esta sociedad basada en la discriminación sexual se encaminara hacia esa dirección tan pronto—, a tener su propia vida y a desarrollarse como persona en las ciencias, los negocios, el hacer obras de caridad o lo que fuese.
Pero probablemente lo único que la esperaba era la muerte.
La torre de aquel gran castillo se alzaba como un risco de color negro sobre las llanuras nevadas, la fortaleza asediada era hermosa e imponente y contenía todos los tesoros de un imperio, y allí estaba él, sentado junto a los troncos que ardían dentro de una chimenea con una princesa hermosa y triste a muy poca distancia… Pensó que hubo un tiempo en el que solía soñar con esas historias. «Cómo las anhelaba, con qué desespero quería verlas convertidas en realidad… Me parecían la misma esencia de la vida, la materia prima de que estaba hecha. Entonces, ¿por qué siento como si tuviera la boca llena de cenizas? Tendría que haberme quedado en esa playa, Sma. Puede que me esté haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas…»
Se obligó a apartar la mirada de la joven. Sma le había dicho que tenía una cierta tendencia a involucrarse demasiado en los asuntos de los demás, y no le faltaba su parte de razón. Había hecho lo que le pidieron que hiciese; le habían pagado y cuando todo esto terminara aún tendría un asunto del que ocuparse. Quería ser absuelto de un crimen pasado, e intentaría conseguir la absolución con todas sus fuerzas. «Livueta, di que me perdonas…»
—¡Oh!
La princesa Neinte acababa de fijarse en los restos del trono de madera de sangre.
—Sí, yo… —Keiver se removió en su asiento y puso cara de incomodidad—. Eso… Ah… Me temo que…, ummmm…, me temo que he sido yo. ¿Era tuyo? ¿Pertenecía a tu familia?
—¡Oh, no! Pero lo había visto muchas veces. Perteneció a mi tío el archiduque. Antes estaba en su cabaña de caza, y había una cabeza disecada enorme encima. Siempre le tuve bastante miedo, porque soñaba que se caería de la pared, que uno de los colmillos se me clavaría en la cabeza y me mataría. —Su mirada fue de un hombre a otro y acabó dejando escapar una risita nerviosa—. Qué fantasía tan tonta, ¿verdad?
—¡Ja! —exclamó Keiver.
(Mientras, él les observaba en silencio y se estremecía. E intentaba sonreír.)
—Bueno… —dijo Keiver lanzando una carcajada que sonó algo forzada—. Tienes que prometerme que no le contarás nunca a tu tío que rompí su trono, ¡o no volverá a invitarme a sus cacerías! —Keiver lanzó una segunda carcajada aún más ruidosa que la anterior—. De hecho… ¡Si se lo dices puede que sea mi pobre cabeza la que acabe adornando una de sus paredes!
La joven lanzó un chillido de pavor y se llevó una mano a los labios.