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El joven dio una patada a una silla y se dejó caer en ella.

—¿De qué sangre estás hablando? —preguntó.

Apoyó una mano sobre la superficie de la gran mesa para banquetes y se llevó la otra al cuero cabelludo moviéndola como si tuviera la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo, aunque la llevaba afeitada.

—¿Eh? —exclamó la voz.

Parecía venir de algún lugar situado debajo de la gran mesa a la que acababa de sentarse.

—¿Qué conexiones aristocráticas ha podido tener un viejo vagabundo borracho como tú?

El joven apretó los puños y se frotó los ojos. Después los relajó y se dio masaje en la cara con las palmas.

El silencio duró bastante.

—Bueno… He sido mordido por una princesa.

El joven alzó los ojos hacia el techo atravesado por las vigas y dejó escapar un bufido.

—Se rechaza la prueba por insuficiente.

Se puso en pie y fue al balcón. Cogió los binoculares que había sobre la balaustrada y se los llevó a los ojos. Chasqueó la lengua, se tambaleó de un lado a otro como si fuera a perder el equilibrio, fue hacia las ventanas y se apoyó en una de ellas para evitar que el temblor de sus manos se transmitiera a los binoculares. Corrigió el foco, meneó la cabeza, volvió a dejar los binoculares sobre la balaustrada y se cruzó de brazos apoyando la espalda en la pared para contemplar la ciudad.

El panorama le hizo pensar en un horno para cocer pan. Tejados marrones y buhardillas agrietadas como cortezas y mendrugos de pan, polvo que parecía harina…

Los recuerdos surgieron de la nada y el panorama de calor y aire tembloroso que tenía delante se volvió primero gris y luego casi negro, y recordó otras ciudadelas (la ciudad de tiendas condenada a la destrucción que se extendía por el gran paseo para los desfiles que había debajo de ellos y la vibración que hacía temblar los cristales de las ventanas, la joven —muerta ahora—, hecha un ovillo sobre una silla en una torre del Palacio de Invierno). Hacía calor, pero no pudo contener un escalofrío, y expulsó los recuerdos de su mente con un considerable esfuerzo de voluntad.

—¿Y tú?

El joven volvió la cabeza hacia el salón.

—¿Qué?

—¿Has tenido algún tipo de relación con…, eh…, con quienes son mejores que nosotros?

El joven se puso muy serio.

—En una ocasión… —empezó a decir. Vaciló y tardó unos segundos en seguir hablando—. Conocí a alguien que era…, le faltaba muy poco para ser una princesa, y llevé una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.

—¿Te importaría repetir eso? Llevaste…

—Una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.

Silencio.

—¿No crees que habría debido ser al revés? —preguntó la voz en un tono muy cortés.

El joven se encogió de hombros.

—Fue una relación bastante extraña.

Volvió a contemplar la ciudad y sus ojos la recorrieron buscando humo, personas, animales o cualquier señal de movimiento, pero el paisaje estaba tan inmóvil y silencioso como si lo hubieran pintado. Lo único que se movía era el aire caliente que hacía bailotear las imágenes. El joven pensó que quizá hubiese alguna forma de hacer temblar un telón pintado para producir ese mismo efecto, pero no tardó en olvidarse de ello.

—¿Ves algo? —gruñó la voz desde debajo de la mesa.

El joven no dijo nada, pero se frotó el pecho a través de la camisa y los pliegues de la guerrera abierta que lo cubrían. Llevaba puesta una guerrera de general, pero no era general.

Se apartó de la ventana y cogió una jarra de gran tamaño que estaba sobre una de las mesitas que había junto a la pared. Alzó la jarra por encima de su cabeza y la fue inclinando cautelosamente con los ojos cerrados y el rostro levantado hacia ella. La jarra ya no contenía agua, por lo que no ocurrió nada. El joven suspiró, lanzó una rápida mirada al barco de vela pintado en uno de los lados de la jarra y volvió a colocarla delicadamente sobre la mesa dejándola en el mismo sitio donde estaba antes.

Meneó la cabeza, se dio la vuelta y fue hacia una de las dos gigantescas chimeneas del salón. Se encaramó al dintel y una vez allí contempló con gran atención una de las armas antiguas colocadas en la pared; un rifle de cañón anchísimo con la culata llena de adornos y un mecanismo de disparo carente de toda protección. Intentó separar el arma de la pared, pero estaba demasiado bien sujeta. El joven acabó desistiendo pasados unos momentos, bajó de un salto y aterrizó en el suelo con cierta torpeza.

—¿Has visto algo? —volvió a preguntar la voz en un tono levemente esperanzado.

El joven fue lentamente desde la chimenea hasta una esquina del salón en la que había una cómoda gigantesca cubierta de tallas e incrustaciones. La parte superior de la cómoda estaba ocupada por un gran número de botellas, al igual que una zona considerable del suelo a su alrededor. Rebuscó entre aquella colección de botellas —la mayor parte estaban vacías y tenían el gollete roto—, hasta encontrar una intacta y llena. Una vez la hubo encontrado se sentó en el suelo moviéndose despacio y, con gran cautela, rompió el cuello de la botella haciéndola chocar contra la pata de una silla cercana y vació en su boca el licor que no se había esparcido sobre sus ropas o creado charcos encima del mosaico. Se atragantó y tosió, dejó la botella en el suelo, se levantó y la hizo rodar hasta debajo de la cómoda de una patada.

Fue hacia otra esquina del salón en la que había un montón de ropas y armas. Cogió un arma desenredándola del amasijo de cinchas, hebillas y cartucheras que la ocultaba. La inspeccionó y la dejó caer sobre las demás. Apartó con la mano varios centenares de diminutos cargadores vacíos para coger otra arma que tampoco pareció satisfacerle. Cogió dos armas más, las inspeccionó, se colgó una del hombro y dejó la otra sobre un arcón cubierto por una alfombra. Después siguió hurgando en el montón de armas durante un buen rato y acabó con tres armas colgando del hombro. Casi toda la parte superior del arcón había quedado cubierta por una masa de piezas sueltas, armas y cargadores. El joven los barrió con la mano recogiéndolo todo en una bolsa de lona llena de manchas que dejó en el suelo.

—No —dijo.

La negativa coincidió con un sordo retumbar cuyo origen era imposible de precisar, un sonido que parecía venir más del suelo que del aire. La voz farfulló algo ininteligible desde debajo de la mesa.

El joven fue hacia las ventanas y dejó las armas sobre las losas del suelo.

Se quedó inmóvil durante unos momentos contemplando el paisaje.

—Eh —dijo la voz desde debajo de la mesa—. ¿Te importaría echarme una mano? Estoy debajo de la mesa.

—Y ¿qué estás haciendo debajo de la mesa, Cullis? —replicó el joven.

Se arrodilló para inspeccionar las armas. Golpeó los indicadores con la punta de un dedo, hizo girar los diales, alteró las coordenadas y pegó un ojo a las miras telescópicas para averiguar si funcionaban correctamente.

—Oh, ya sabes… Nada de particular.

El joven sonrió, se puso en pie y fue hacia la mesa. Se inclinó, metió un brazo por debajo del tablero y tiró de un hombre corpulento de rostro enrojecido que llevaba puesta una guerrera de mariscal de campo que le venía una talla demasiado grande. Su cabellera canosa estaba cortada casi al cero, y uno de sus ojos era una prótesis. El joven le ayudó a incorporarse poco a poco y el hombre se pasó lentamente la mano por la guerrera para quitarse unos cuantos trocitos de cristal que se habían pegado a la tela. Después dio las gracias al joven asintiendo muy despacio con la cabeza.

—Bueno… ¿Qué hora es? —preguntó.

—¿Qué? Deja de farfullar, Cullis.

—La hora. ¿Qué hora es?

—Es de día.

—Ja. —El hombre asintió como si supiera muy bien de qué estaba hablando—. Ya me lo imaginaba…