Dos de los hralzs que había a sus pies saltaron hacia arriba lanzando chillidos estridentes y sus patas delanteras intentaron encontrar un asidero en el liso regazo de su traje de noche. Sus hocicos húmedos se elevaron hacia la flor. La mujer se inclinó y golpeó suavemente los dos morros con la flor. Los animales saltaron al suelo, menearon las cabezas y empezaron a estornudar. Los invitados que había a su alrededor se rieron. La mujer se agachó para acariciar el lomo de un hralz. Rascó sus grandes orejas y sintió la tensión que el gesto provocó en la tela del traje. El mayordomo fue hacia ella abriéndose paso con gran educación por entre la multitud que la rodeaba, y la mujer alzó la cabeza.
—¿Sí, Maikril? —preguntó.
—El fotógrafo de Tiempos del Sistema —dijo el mayordomo en voz baja.
Fue irguiéndose lentamente al mismo tiempo que ella se incorporaba, pero aun así acabó teniendo que alzar los ojos hacia la mujer. La barbilla del mayordomo quedaba a la altura de sus hombros desnudos.
—¿Admiten su derrota? —preguntó ella sonriendo.
—Creo que sí, señora. Solicita una audiencia.
La mujer se rió.
—Muy bien expresado… ¿Cuántas han sido esta vez?
El mayordomo se acercó un poco más. Un hralz le gruñó y el mayordomo le contempló con una mezcla de temor y nerviosismo.
—Treinta y dos cámaras móviles, señora, y más de un centenar fijas.
La mujer acercó la boca a la oreja del mayordomo.
—Sin contar las que descubrimos al examinar a nuestros invitados —dijo en voz muy baja, como si hablara con un compañero de conspiración.
—Cierto, señora.
—Hablaré con él… Has dicho que era un hombre, ¿no?
—Sí, señora.
—Hablaré con él, pero no ahora. Llévale al atrio del oeste. Dile que estaré allí dentro de diez minutos y recuérdamelo cuando hayan pasado unos veinte.
Echó un vistazo a su brazalete de platino. El diminuto proyector que parecía una esmeralda identificó la estructura de sus retinas y emitió dos conos de luz que contenían un plano holográfico de la vieja central energética. El sistema de guía centró cuidadosamente la base de cada cono en uno de sus ojos.
—Muy bien, señora —dijo Maikril.
La mujer le puso una mano en el brazo.
—Iremos al parque, ¿de acuerdo?
El mayordomo movió la cabeza en un gesto casi imperceptible para indicar que la había oído. La mujer se volvió hacia el grupo de invitados que tenía más cerca, puso una expresión contrita y juntó las manos rogándoles que la perdonaran.
—Lo siento muchísimo. ¿Tendrán la bondad de disculparme unos momentos?
Inclinó la cabeza a un lado y sonrió.
—Hola… ¿qué tal? Ah, hola…, ¿cómo estáis?
Caminaron rápidamente por entre el gentío dejando atrás los arco iris grisáceos de las fuentes de drogas y el chapoteo de los surtidores de vino. La mujer iba delante envuelta en un susurro de faldas mientras el mayordomo intentaba que sus largas zancadas no le dejaran atrás. La mujer iba saludando a todos los invitados que se cruzaban en su camino. Ministros del gobierno y sus sombras, altos dignatarios y delegados de gobiernos extranjeros, estrellas de todas las magnitudes creadas por los medios de comunicación, revolucionarios y altos mandos de la Flota, personajes de la industria y el comercio y el séquito mucho más extravagante de quienes se beneficiaban de sus riquezas… Los hralzs intentaban morder los talones del mayordomo y sus garras patinaban sobre el reluciente suelo de mica. Los animales recuperaban torpemente el equilibrio y daban un salto cada vez que se encontraban con una de las muchas y valiosísimas alfombras esparcidas por la sala de turbinas.
La mujer se detuvo ante el tramo de peldaños que llevaba al parque —la estructura de la dínamo situada más hacia el este era tan grande que quienes estaban en el salón principal no podían ver la arboleda—, dio las gracias al mayordomo, ahuyentó a los hralzs, repartió unas rápidas palmaditas por su impecable peinado, alisó su ya inmaculadamente liso traje y se aseguró de que el único adorno de su gargantilla negra —una piedra blanca—, estuviera perfectamente centrado. En cuanto hubo quedado satisfecha empezó a bajar el tramo de peldaños que terminaba en las puertas del parque. Un hralz se había quedado inmóvil en el comienzo del tramo de peldaños observándola nerviosamente. El animal tenía los ojos llorosos, no paraba de dar saltitos sobre sus patas delanteras y gemía quejumbrosamente.
La mujer se volvió hacia él y le lanzó una mirada de irritación.
—¡Vete, Saltarín! ¡Largo de aquí!
El animal bajó la cabeza y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido.
La mujer cerró las puertas a su espalda y sus ojos recorrieron la silenciosa extensión de verdor que el parque ofrecía a su mirada.
La negrura de la noche se acumulaba al otro lado de la curva cristalina de la semicúpula. Unos mástiles de gran altura esparcidos por entre los árboles sostenían luces que proyectaban sombras sobre los agrupamientos de plantas. Hacía calor, y la atmósfera olía a tierra y savia. La mujer tragó una honda bocanada de aire y fue hacia el otro extremo del recinto.
—Hola.
El hombre se volvió rápidamente y la vio inmóvil detrás de él con la espalda apoyada en un mástil de luces, los brazos cruzados delante del cuerpo y una leve sonrisa presente tanto en los ojos como en los labios. Su cabellera era del mismo color negro azulado que sus ojos; tenía la piel morena y estaba más delgada de lo que aparentaba vista en los noticiarios, donde su altura no impedía que resultara casi corpulenta. El hombre era alto y delgado, y estaba mucho más pálido de lo que aconsejaba la moda. La mayoría de personas habrían opinado que tenía los ojos demasiado juntos.
El hombre contempló las delicadas nervaduras de la hoja que seguía sosteniendo en una de sus frágiles manos y la soltó. Sus labios se curvaron en una sonrisa algo vacilante y emergió del arbusto tachonado de flores multicolores que había estado examinando. Se frotó las manos y puso cara de incomodidad.
—Lo siento —dijo moviendo una mano en un gesto cargado de nerviosismo—. Yo…
—No importa —dijo ella mientras extendía un brazo. Se estrecharon la mano—. Usted es Relstoch Sussepin, ¿verdad?
—Eh… Sí —dijo él, obviamente sorprendido.
Seguía sosteniendo la mano de ella entre sus dedos. Apenas se dio cuenta de lo que estaba haciendo, su nerviosismo e incomodidad parecieron hacerse todavía más intensos y se apresuró a soltarla.
—Diziet Sma.
La mujer inclinó la cabeza unos centímetros en un gesto muy lento y medido dejando que su cabellera oscilara hasta rozar sus hombros sin apartar la mirada de él ni un instante.
—Sí, claro… Ya lo sé. Eh… Encantado de conocerla.
—Me alegro —replicó ella asintiendo con la cabeza—. Lo mismo digo. He oído algunas de sus obras.
—Oh. —Las palabras de la mujer le produjeron un placer tan exagerado que sus rasgos adquirieron una expresión casi infantil y sus manos se unieron en una palmada, un gesto maquinal del que no pareció darse cuenta—. Oh. Eso es muy…
—No he dicho que me gustaran —añadió ella.
La sonrisa había quedado confinada a una de las comisuras de sus labios.
—Ah.
El hombre puso cara de abatimiento.
«Qué increíblemente cruel puedo llegar a ser algunas veces…», pensó la mujer.
—Pero la verdad es que me gustan, y mucho —dijo.
Su expresión se alteró de repente y comunicó una mezcla de jovialidad y arrepentimiento, como si le estuviera revelando un secreto que sólo ellos dos eran dignos de conocer.