El hombre parecía bastante joven. Tenía el rostro muy bronceado y su negra cabellera estaba recogida en una coleta, pero no era eso lo que le había hecho pensar en los muertos y los fantasmas. No, lo que había traído aquellos pensamientos era algo que acechaba en esos ojos oscuros hundidos en las cuencas y en la impresión de extrañeza indefinible que producía su rostro.
—Buenas noches, Etnarca.
El joven tenía una voz suave y mesurada, y hablaba muy despacio. Apenas la oyó pensó que parecía la voz de alguien mucho mayor, alguien lo bastante viejo para hacer que el Etnarca se sintiera repentinamente joven en comparación. Era una voz que daba escalofríos. Sus ojos recorrieron la habitación. ¿Quién era aquel hombre? ¿Cómo había entrado allí? Había guardias por todas partes, y se suponía que nadie podía entrar en el palacio sin su permiso. ¿Qué estaba ocurriendo? El miedo volvió a adueñarse de él.
La chica a la que había conocido la tarde anterior dormía en el otro extremo de la gran cama. Su cuerpo era un bulto informe tapado por las sábanas. La pared que había a la izquierda del Etnarca estaba ocupada por dos pantallas desactivadas que reflejaban la débil claridad de la lamparilla.
Estaba asustado, pero ya había logrado despabilarse y su mente había empezado a funcionar con la rapidez habitual. Había una pistola oculta en la cabecera de la cama. El hombre sentado a los pies de la cama no parecía estar armado (pero si no estaba armado… ¿qué hacía en su habitación?) y, de todas formas, el arma era un último recurso a utilizar sólo en caso de que se enfrentase a una situación realmente desesperada. Antes siempre estaba el código de voz. Los circuitos automáticos de los micrófonos y cámaras ocultos en la habitación sólo esperaban una frase prefijada para activarse. A veces deseaba intimidad, pero había momentos en los que quería disponer de una grabación a la que sólo él tendría acceso y, aparte de eso, el Etnarca siempre había sido consciente de que ni el mejor servicio de vigilancia del mundo podía eliminar del todo la posibilidad de que una persona no autorizada lograse entrar en su habitación.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Bien, bien… Qué sorpresa.
Su voz sonó tan tranquila y firme como de costumbre.
Se sintió tan complacido de sí mismo que no pudo evitar una leve sonrisa. Su corazón —el corazón que once años antes había pertenecido a una joven anarquista de constitución tan sana como atlética— latía un poco más deprisa de lo habitual, pero no lo bastante como para que debiera preocuparse.
—No cabe duda de que es toda una sorpresa —dijo mientras asentía con la cabeza.
Ya estaba. La alarma habría empezado a sonar en la sala de control del sótano y los guardias entrarían corriendo dentro de pocos segundos, aunque quizá prefirieran no correr riesgos y decidieran activar los cilindros de gas ocultos en el techo. La neblina que saldría de ellos haría que tanto el Etnarca como su visitante perdieran el conocimiento en una fracción de segundo. Tragó saliva y recordó que le habían advertido de que uno de los posibles efectos secundarios del gas era el peligro de que provocara una perforación de tímpanos, pero siempre podía conseguir un par nuevo de algún disidente joven y sano. Quizá ni tan siquiera fuese necesario recurrir a la cirugía. Se rumoreaba que el tratamiento antivejez había conseguido tales avances que podía acabar permitiendo la regeneración de órganos y miembros. Aun así, tener bien cubiertas las espaldas nunca estaba de más. La sensación de seguridad que le proporcionaban todas esas precauciones siempre le había resultado muy agradable.
—Bien, bien —se oyó decir, sólo por si los circuitos no habían captado bien el código—, no cabe duda de que es toda una sorpresa…
Los guardias llegarían en cualquier momento.
El joven vestido con aquellas ropas tan chillonas sonrió. Su espalda se movió en una ondulación bastante extraña y su cuerpo se inclinó hacia adelante hasta que los codos quedaron apoyados sobre las tallas que adornaban el pie de la cama. Sus labios se movieron para producir lo que quizá fuese una sonrisa. Metió la mano en un bolsillo de sus holgados pantalones negros y sacó de él una pistolita negra. Alzó el arma y apuntó con ella al Etnarca.
—Tu código no va a servirte de nada, Etnarca Kerian —dijo—. No habrá ninguna sorpresa que tú esperes y yo no. El centro de seguridad del sótano se encuentra tan muerto como todo lo demás.
El Etnarca Kerian clavó la mirada en aquella arma diminuta. Había visto pistolas de agua que tenían una apariencia más impresionante. «¿Qué está ocurriendo? ¿Ha venido a matarme?» El atuendo de aquel hombre no se parecía en nada al que cabía esperar de un asesino, y el Etnarca estaba seguro de que cualquier asesino mínimamente profesional se habría limitado a matarle mientras dormía. Cuanto más tiempo siguiera sentado en el sillón hablando más peligro corría, tanto si había cortado las conexiones con el centro de seguridad como si no lo había hecho. Quizá estuviera loco, pero lo más probable era que no fuese un asesino. Que un auténtico asesino profesional se comportara de esa forma era sencillamente ridículo, y sólo un asesino profesional extremadamente hábil y competente habría podido burlar el sistema de seguridad del palacio. Su corazón había empezado a latir mucho más deprisa, y el Etnarca Kerian intentó calmar la inesperada rebelión del órgano con aquellos razonamientos. ¿Dónde estaban los malditos guardias? Volvió a pensar en el arma oculta dentro de la cabecera que tenía a la espalda.
El joven cruzó los brazos delante del cuerpo y el cañón del arma dejó de apuntar al Etnarca.
—¿Te importa que te cuente una historia?
«Debe de estar loco…»
—No, no… ¿Por qué no me cuentas una historia? —replicó el Etnarca usando su tono más convincente de abuelo afable y jovial—. Por cierto… ¿cómo te llamas? Parece que me llevas ventaja en ese aspecto, ¿no crees?
—Sí, te llevo ventaja…, ¿verdad? —dijo la voz de anciano que brotaba de aquellos labios juveniles—. Bueno, en realidad se trata de dos historias, pero una de ellas ya la conoces. Las contaré al mismo tiempo, y espero que seas capaz de distinguir la una de la otra.
—Yo…
—Ssh —dijo el hombre, y se llevó la pistolita a los labios.
El Etnarca volvió la cabeza hacia la chica que dormía a su lado y se dio cuenta de que tanto él como el intruso habían estado hablando en voz muy baja. Si conseguía despertarla… Siempre había la posibilidad de que el intruso disparara primero contra ella, o quizá le distrajera lo suficiente para permitirle coger el arma guardada en el panel de la cabecera del lecho. El nuevo tratamiento le permitía moverse con una rapidez de la que había sido incapaz durante los últimos veinte años, pero aun así… Y ¿dónde se habían metido aquellos malditos guardias?
—¡Ya es suficiente, jovencito! —rugió—. ¡Quiero saber qué estás haciendo aquí! ¿Y bien?
Su voz —una voz capaz de hacerse oír en grandes salones y plazas sin necesidad de ningún medio de amplificación— creó ecos que resonaron por todo el dormitorio. Maldición, los guardias del centro de seguridad del sótano tendrían que haber podido oírle sin necesidad de micrófonos… La chica que dormía al otro lado de la cama no movió ni un músculo.