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– Lo sé. Pero intenté suicidarme, mi general, y eso, en esta Nueva España nuestra, se paga.

– No lo habrás tenido fácil, no. Los curas estiman que el suicidio es un pecado muy grave contra la ley de Dios.

– No te haces una idea de la de peroratas que me tuve que tragar en el hospital. Y luego, hubo más; no se atrevían a dejar volver al servicio a un suicida.

– Nunca te gustaron los curas.

– No, lo que ocurrió a mi familia fue, en parte, por la religión.

– Bueno, al menos hubo suerte y tu ordenanza llegó a tiempo, ¿eh? De no ser por él no estarías aquí, con nosotros. ¿Sigue contigo?

– Sí -repuso Alemán sonriendo-. Me espera en la residencia de oficiales.

– ¿Cómo se llamaba?

– Venancio.

– Eso es, Venancio, pero ¡qué bestia de tío! ¿Era de…?

– De Puente Tocinos.

– Eso, eso, de Puente Tocinos. Murcia. ¡Ahí es nada! ¡Qué elemento! ¡Con dos cojones!

Volvió a hacerse un incómodo silencio entre los dos. A Roberto le pareció evidente que, hasta el momento, su antiguo jefe había estado evaluando su estado mental, si era apto en verdad para aquello que pretendía que hiciera para él.

Él, por su parte, no tenía ninguna duda al respecto. Paco Enríquez se había portado siempre como un padre y estaba dispuesto a cumplir con aquello que quisiera encargarle, fuera lo que fuese. Al llegar a su unidad en la guerra, Alemán era, de facto, un huérfano. Un huérfano con una estrella de alférez, loco por matar al máximo número de rojos posible. Un tipo al que sus subordinados apodaban «la metralleta» porque decían que era una máquina de matar.

– Bueno, bueno… -continuó el general-…Tampoco es tan grave, hijo. No eres el primero al que se ha diagnosticado «fatiga de guerra».

– Mi general, sé que la gente me llama «el Loco».

– Déjate de idioteces. Tras la guerra, yo mismo tuve mis dificultades para volver a una vida, digamos, normal.

– Sí, pero tú no intentaste matarte.

– ¿Puedo entender que estás bien?

– Absolutamente -mintió Alemán, que quedó mirando hacia la ventana, como ido.

– Roberto -dijo Enríquez sacándole de su ensimismamiento-. Tengo un trabajo para ti. Como sabrás ocupo un puesto destacado en la ICCP.

– La Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros.

– Exacto. No hace falta que te diga que conforme avanzaba la guerra el asunto de los presos se iba convirtiendo en un grave problema. Caían a cientos, a miles. El Ejército Rojo era un caos, una desorganización total, y los soldados no sabían a veces adónde dirigirse, qué hacer. Muchos se rendían pensando que en nuestro lado comerían mejor.

– Ilusos.

– Sí. El caso es que los rojos no tenían ese problema. Iban perdiendo, no hacían tantos prisioneros y cuando tenían que evacuar una zona solucionaban el asunto por la vía rápida, como en Paracuellos.

– Nosotros en Badajoz hicimos otro tanto.

– Touché! -dijo sonriendo Enríquez-. Veo que sigues en forma, eres una mosca cojonera. Pero eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Volviendo al asunto que nos ocupa, para que te hagas una idea, tras la ofensiva del Ebro nos hicimos con ciento setenta mil prisioneros.

Alemán emitió un silbido de sorpresa.

– Lo sé -continuó diciendo el general-, Un problema logístico acojonante, Roberto. Y más en plena guerra cuando uno necesita todas las tropas, todos los recursos, para hostigar al enemigo. Aquello se solventó como se pudo creando la ICCP, pero no nos engañemos, no había medios, se les hacinó y caían como chinches, apenas comían.

«Como ahora», pensó Alemán para sí. Obviamente no se atrevió a decirlo en voz alta. Enríquez proseguía con su alocución:

– Entonces, me llamaron para que me hiciera cargo del asunto, para que pusiera orden, vamos. Imagina el problema, un país en la ruina, que no puede dar de comer a la población y con cientos de miles de prisioneros abarrotando las cárceles a los que había que mantener, vestir, alimentar, proporcionar medicinas. Hemos llegado a tener presos a setecientos mil tíos, ¿te das cuenta?, ¡se-te-cien-tos-mil! presos hacinados criando piojos, chinches, enfermedades. Un tremendo gasto, Roberto, un tremendo gasto. Recuerdo una reunión en concreto que se convocó para resolver el asunto de una vez, importantísima. Alguien sugirió mirar a Alemania. Allí se quitan a los judíos de en medio por la vía rápida. Yo me negué, claro. Hubo muchos que se indignaron ante la sola idea de hacer algo así aquí. Una cosa es matar al enemigo luchando, en el frente, y otra gasear a la gente como si fueran cucarachas. Además, Roberto, no está claro que los alemanes ganen ya la guerra y todo acabará por saberse. Entonces alguien dijo: «¡Que trabajen, coño!» ¿Te das cuenta, Roberto? ¡Que trabajen! Otro apuntó: «Sí, sí, que reconstruyan lo que destruyeron a bombazos». El aplauso fue general. El mismo Caudillo sonrió satisfecho. Crearon una comisión y nos enviaron a Alemania, a aprender. No sabes cómo lo tienen montado los «doiches». Aquellos tíos no son humanos. Lo aprovechan todo; saben cuánto durará un preso según las calorías que le suministran y según el trabajo que ha de desarrollar. Les importa un bledo que vivan o mueran; para ellos todo son estadísticas. Y la crueldad… En fin, volvimos con una idea de cómo hacerlo a nuestra manera. Entonces, para dar coartada moral al negocio se encargó el asunto a un jesuita.

– El padre Pérez del Pulgar.

– Vaya, veo que estás informado. Sí, fue él el encargado. Él dio cuerpo teórico al asunto, creó una suerte de doctrina y se constituyó el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo. Sus ideas eran brillantes, quedaban bien, se podía explicar a la gente sin que sonara mal; es más, sonaba realmente bien: la idea era que los presos redimieran' su pena trabajando por España y por cada día de trabajo irían disminuyendo su estancia en prisión. Además, se les pagaría por ello. ¿Entiendes?

– Un sistema redondo, un gran negocio.

– No entiendo.

– Sí, para el Estado, digo. Mira Roberto, en cuanto pusimos en marcha el sistema fueron multitud las empresas que nos solicitaron mano de obra reclusa. Como en Alemania. Veamos, la idea base era que mantener a toda esa gente en la cárcel era carísimo, mientras que, bien pensado, si los poníamos a trabajar serían una fenomenal fuerza de producción que podría ayudar a reconstruir un país asolado por la guerra. Al principio pensamos que, ya que teníamos que darles de comer, podríamos emplearlos en construir puentes, carreteras, edificios, que buena falta hacían. ¿Me sigues?

– Claro.

– Pero el caso es que cuando las empresas entraron en liza nos dimos cuenta de que además el digamos…«alquiler» de los presos reportaba pingües beneficios. Vamos, que nos convertimos en una suerte de agencia de empleo.

– Obligatoria.

– Obligatoria, claro. Te haré los cálculos para un preso y un oficio medio: digamos que el sueldo de un albañil es de 14 pesetas, ¿vale? Bien, pues eso es lo que se le cobra a la empresa. De esas 14 hay que descontar 4,75 que suponen la suma del mantenimiento del penado así como la asignación familiar que se le da, o sea, su sueldo.

– Vamos, que al Estado le quedan limpias de polvo y paja 9,25 por preso.

– Exacto.

– Pero eso es explotación, Paco… -dijo Alemán reparando en que no le agradaban aquellos detalles de mercachifles. Él era un soldado y un prisionero de guerra no deja nunca de ser un combatiente.

– Son presos, Roberto, presos. Déjame terminar. El negocio no termina ahí, porque a la Hacienda, de esas 4,75 se le devuelven las 1,40 pesetas que cuesta el mantenimiento del recluso. O sea, que el Estado se beneficia del 76 por ciento de los jornales que generan los presos trabajando.