– Rediez.
– En la cárcel no rentan tanto.
– No, desde luego.
– Mira, sólo el año pasado, los presos trabajaron 4.187.360 jornadas.
– ¡Vaya!
– Sí, hijo, lo tenemos todo cuantificado. Desde el treinta y nueve hasta hoy han echado 44.408.567 jornadas. Si recuerdas que, como valor medio, cada preso deja 10,60, con una simple multiplicación sabemos que en estos años nos han hecho ganar la friolera de 470.730.810.
– ¡Cuatrocientos setenta millones de pesetas! -exclamó Alemán vivamente impresionado.
– Exacto. Y conforme se iba poniendo en marcha el sistema comprobamos que había más beneficios.
– ¿Más?
– Sí, claro. Es lo que llamamos en nuestro argot «beneficios indirectos». A saber, las obras que llevan a cabo, en primer lugar. Luego… que los presos disminuyen, de momento, un día de pena por jornada trabajada. Eso acortará su estancia en la cárcel y por tanto disminuirá el gasto que, a la larga, nos producirían. Está cuantificado: nos ahorramos en ese concepto unos once millones de pesetas por año. Y además, en aquellos casos en que no trabajan para empresas sino para ayuntamientos, Falange o el Estado, cobran sólo lo mínimo.
– O sea, todo ganancia.
– Exacto. Y por si todo esto fuera poco, enseguida nos dimos cuenta de que las empresas, aun costándoles lo mismo, preferían mano de obra reclusa a obreros libres y te preguntarás… ¿por qué?
– ¿Por qué? -dijo Alemán haciendo lo que el general Enríquez le indicaba.
– Pues porque los presos se matan a trabajar. Tienen que hacer horas extra para ganar un jornal decente y encima, por cada hora que trabajan, saben que pasarán otra menos en prisión. No te imaginas el número de horas extraordinarias que echan, y claro, los empresarios, encantados.
– No sé, Paco, me dan pena. Son soldados, rojos, pero combatientes, joder. No entiendo que estés metido en este asunto.
– No digas tonterías, Roberto. Tú no has visto las prisiones o los campos. Se dan de hostias por salir de esos agujeros e ir a trabajar. Están a cielo abierto, cobran algo y reducen pena. El palo y la zanahoria. Es la rendición total, Roberto, créeme. Un sistema perfecto. Además, cumplo órdenes, me destinaron aquí y punto, si lo hago bien podré salir de este embrollo, dedicarme a cosas de verdad, una división o una legación, algo más serio. Quién sabe, quizá una capitanía.
– Ya. Pero ¿dónde entro yo en esto exactamente?
– Para eso estamos aquí, Roberto.
Capítulo 7. Una falla en el sistema perfecto
Entonces, el general Enríquez bajó un poco el tono de voz y dijo:
– ¿Has oído hablar del Valle de los Caídos?
– Claro, todo el mundo.
– Bien, pues para eso te quiero. Tengo un pequeño problemilla allí.
– Tú dirás, Paco.
– Sabes que es un proyecto personal de Franco.
– Sí.
– Bien, y que los trabajos no van… al ritmo que debieran.
– No tenía ni idea.
– Pues así es, hijo. Resulta que al Caudillo no se le ocurrió otra cosa que construir un enorme monumento donde Cristo perdió el gorro y claro, sólo construir la carretera de acceso está costando sangre, sudor y lágrimas. Por no hablar de la cripta: el Generalísimo quiere una capilla ¡excavada en la roca viva! Y sólo te diré que aquello es granito, ¡granito puro! No hay cojones, Roberto. No hay cojones. Se hace a barrenazo limpio y ni aun así hay manera. El caso es que aquél es asunto prioritario. ¿Entiendes?
– Sí, claro.
– Pero no se progresa. Hace unos meses se decidió enviar presos a trabajar allí. Pero allí no trabajan presos. ¿Comprendes?
– No. Me has dicho una cosa y luego la contraria. No entiendo.
– Joder, Roberto, que en la España de Franco los penados no trabajan. Oficialmente. Además hablamos de un monumento de reconciliación. No puede saberse que hay presos trabajando allí. Se estropearía el asunto, ya sabes, la propaganda.
– Pero… ¡menuda reconciliación! Si yo los he visto… en carreteras, puentes… La gente ve los batallones de trabajadores salir de las cárceles para ir al tajo…
– ¡Habladurías! La gente verá lo que quiera ver, pero otra cosa es lo que dice el Movimiento. En el Valle de los Caídos no trabajan presos políticos y punto. Ésa es la versión oficial.
– Entendido, señor: trabajan pero a efectos oficiales no están allí.
– Bien dicho. Eso es hijo, eso es. Una vez aclarado esto tengo que ponerte al día sobre una cosa. Vienes de aduanas y sabes a qué niveles ha llegado el asunto del estraperlo.
– Sí, por experiencia.
– Mejor. Digamos que la comida que debe ir a los campos, a todos los campos -puntualizó-, está perfectamente estipulada. En cada prisión, en cada batallón de trabajadores, se calcula una dieta ideal que aporte las necesidades calóricas que necesita cada penado e incluso un poco más, ¿me sigues?
Alemán asintió.
– Una dieta de entre 2.800 y 3.200 calorías, teniendo en cuenta que un preso necesita unas 2.100 al día para acometer el trabajo, soportar el frío y no caer en manos de las enfermedades infecciosas.
– ¿Pero…?
– Sabías que había un pero. Eres listo. No nos engañemos. Esos suministros existen en la ICCP, forman parte del presupuesto y se almacenan, se hacen inventarios y se transportan a los centros de internamiento pero no todo lo que va en los camiones se descarga. Bueno, mejor dicho, casi nada. Vivimos una posguerra, Roberto, y la gente pasa hambre. La posibilidad de sacar eso a la calle y venderlo de estraperlo a precios astronómicos está ahí. Que si un jefe de campo, que si un sargento de cocina… Eso existe y es imposible eliminarlo, además, todo el que lo hace se encarga de que una parte llegue al que tiene arriba, a la superioridad. Así, todo el mundo se beneficia.
– Pero los presos no comen como deberían…
– Se buscan la vida. Con lo que van ganando compran comida extra y sobreviven, ¿qué más quieren?
Volvió el silencio embarazoso. A Alemán todo aquello le parecía, de principio a fin, inmoral. Él era un soldado. Tenía honor.
– Sigo intrigado con cuál es mi misión -dijo.
– Cuelgamuros.
– ¿Cómo?
– Así se llama el paraje en el que Se está construyendo el Valle de los Caídos. Hay, aparte de algunos obreros libres, tres destacamentos de presos trabajando allí, entre quinientos y seiscientos tíos. Alguien se está pasando de listo con los suministros. He comparado el menú real, el rancho, y las cantidades que registran en la oficina no suelen tener nada que ver… El otro día estuve allí, comí el rancho, bueno lo olí, miré las cantidades, pasé por la cocina… y alguien se está forrando, es obvio. Mi gente ha hecho los cálculos y desaparece el cuarenta por ciento de los suministros que se sirven.
– Acabas de decir que es lo normal, por lo que cuentas este sistema está corrompido.
– No lo entiendes. Alguien se está aprovechando y no renta a la superioridad.
– Ya. Es eso.
– Pero eso no es lo malo. Sólo. El rendimiento en los últimos dos meses ha bajado. Ha habido más enfermedades, desmayos y accidentes. El proyecto debe avanzar a mayor velocidad y se está ralentizando por la codicia de unos desalmados. Franco comienza a ponerse nervioso. Quiero que vayas allí y averigües quién es el desgraciado que está sisando. Tienes plenos poderes. Eres el hombre adecuado. Tu experiencia en aduanas te avala y antes de la guerra estudiabas Medicina. Eres un tipo de Ciencias, bueno con los números. Diremos que vas como enviado de la ICCP para vigilar las obras. Los presos de Cuelgamuros deben comer bien, pues esa obra es prioritaria.
– ¿Alguna pista, Paco? ¿Sospecháis de alguien?
– Estamos en blanco. Lo quiero resuelto en una semana. El tiempo apremia.