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– Descuida -se escuchó decir a sí mismo Alemán.

Sonó el timbre. Eran Delfina y Pacita, que estaba hecha una mujer. De formas redondeadas, generosas, hermosos ojos negros y amplia sonrisa, lucía una media melena como las de las actrices americanas. La conversación quedó finiquitada al momento, claro. Alemán se sintió como un viejo verde por pensar de aquella forma en ella, era la hija de su mentor y no en vano la conocía desde niña.

La cena fue excelente, entre continuas indirectas de Delfina y descaradas alusiones a que su hija estaba en edad de merecer, cosa que hacía que el invitado se sintiera aún más culpable. Al acabar tomaron una copa de Jerez y visionaron unas diapositivas de un viaje que Pacita había hecho a Italia dos años atrás. Era una cría, veinte años, pero mucho más madura de lo que cabía esperar. A Roberto le pareció ingeniosa, pizpireta, ocurrente y le hizo reír.

Al día siguiente tenía que acudir a Cuelgamuros.

Tornell quedó muy desilusionado cuando recibió una carta en la que Toté le comunicaba que no podría acudir a Cuelgamuros. Al menos de momento. Trabajaba como mecanógrafa en un bufete de abogados y para poder viajar hasta tan lejos tenía que pedir el sábado libre y quizá el lunes entero, lo cual no era asunto sencillo. Aun así sus jefes le habían dado permiso para hacerlo tres semanas más tarde. Juan Antonio, pese a la desilusión, supo que tenía que armarse de paciencia. Ya llegaría el día, tres semanas no era tanto. Además, quiso ver el lado bueno. Veintiún días más de recuperación, de trabajo vigoroso al aire libre y con una alimentación que completaba con lo ganado en sus horas extra no le vendrían mal. Así Toté le vería con mejor aspecto. Decididamente, aquello le obsesionaba:¿Qué pensaría ella al verle así? No parecía precisamente un galán de cine con el pelo al rape, flaco como un galgo y vistiendo aquel uniforme medio raído, completado con una vieja rebeca de lana que había conseguido en el economato. Las alpargatas apenas si le protegían del frío pese a que se ponía dos calcetines y los sabañones le mataban. Allí arriba hacía un frío de muerte, sobre todo a la noche. Se comía mejor que en otros campos, se trabajaba al aire libre y se disfrutaba de la sierra, sí, pero el frío era lo peor con diferencia. Y pensar que, como decían los que conocían aquellos parajes, aún no había entrado el invierno de verdad. Tornell supo que estaban nada menos que a 1.300 metros de altura. Cada vez aumentaba más el número de horas extra que hacía y eso le permitía mejorar su alimentación para poder renunciar a aquellas horribles latas de sardinas que habían sido su sustento y el de tantos otros en la multitud de campos que había tenido que recorrer. Durante mucho tiempo aquél había sido su único plato diario: un par de sardinas sobre una rebanada de pan duro, con gorgojos, provenientes de requisas que se hicieron al Ejército Republicano, latas caducadas, con el aceite putrefacto, que allí arriba esperaba no volver a consumir.

A pesar de ello, había que trabajar mucho para sobrevivir, eso estaba claro. Cada trabajador recibía un sueldo de unas dos pesetas diarias, de las que se le retenían 1,50 en concepto de manutención. Una injusticia, claro, porque si un obrero libre, en la calle, cobraba por día unas catorce o quince, los presos recibían 0,5. Si el preso tenía mujer -siempre que pudiera acreditar estar casado legalmente y por la Iglesia- percibía dos pesetas más y luego, una peseta por cada hijo menor de quince años. Era evidente que para cobrar un sueldo normal habría que tener algo así como quince hijos. La solución estaba, obviamente, en las horas extra: una vez cumplida la extenuante jornada que dedicaban a «reconstruir con sus manos lo que habían destruido con la dinamita» comenzaban a trabajar para ellos mismos. Los solteros eran, de largo, los más perjudicados por aquel sistema, pero si un preso se mataba a trabajar, reducía más pena y podía comer mejor. El palo y la zanahoria. Lo tenían bien pensado, no cabía duda. Pese a ello, en Cuelgamuros se podía salir adelante. Había incluso un botiquín con consultorio médico. No obstante los accidentes eran muy numerosos pues se trabajaba con medios muy precarios y a toda velocidad. No eran raras las fracturas, miembros aplastados e incluso los bloques de piedra que se desprendían de pronto, por lo que había que ser cauto en el trabajo para no acabar mal. El tercer martes de octubre, Tornell se torció un tobillo y apenas podía andar. Disimuló lo que pudo. Llegó a temer que le devolvieran a la cárcel, pero no, le enviaron a que le examinara el médico, don Ángel Lausín, un buen hombre que trabajaba allí depurado, como casi todos.

El médico le mandó una pomada y le recomendó dos jornadas de reposo. Aprovechando la soledad del barracón Tornell sacó su libreta e hizo algunos apuntes. Cuando apenas había reiniciado su tarea se presentó un tipo de baja estatura, más bien recio y de enorme cabeza. Un tipo que se identificó como «el camarada Higinio». Dijo que era el hombre a cargo del Partido Comunista en Cuelgamuros y que había logrado ser preso de confianza. Hacía los recuentos y aquello le permitía trapichear con los guardianes y obtener información.

– Nos ha costado trabajo traerte -le soltó de pronto-. Espero que estés a la altura.

Era un individuo muy resuelto, de los que tanto abundaron en el Partido; tenía bolsas bajo los ojos y unas amplias entradas que hacían su frente inmensa, como si fuera un tipo inteligente.

– De momento, me he centrado en recuperarme -contestó Tornell.

– Bien hecho -repuso el otro-. He aprovechado que estabas a solas para charlar un poco contigo y ponerte al día. Y presentarme antes, claro, no quería llamar la atención.

– Bien hecho. Hazme un resumen de la situación.

Gracias a Higinio, Tornell supo que allí había cierta organización política entre los presos. Los guardianes lo sospechaban pero no tenían pruebas. Se rumoreaba que sus carceleros habían introducido policías camuflados como obreros libres para detectar cualquier atisbo de organización, por lo que era necesario ser muy prudente. Aun así, los presos se organizaban por afinidades ideológicas: los cenetistas por un lado, a su aire, como siempre, y los comunistas y los socialistas por otro. Todos seguían manteniendo sus mutuos recelos y jerarquías aunque muy en secreto. Las delaciones estaban a la orden del día, como en todos los campos que Tornell había conocido. Era muy habitual que algún desgraciado identificara a un antiguo comisario político a cambio de una onza de chocolate. Por eso era necesario ser discreto, muy discreto. Aquellos comportamientos habían ido disminuyendo pero en los primeros tiempos, al acabar la guerra, las cosas habían sido duras, durísimas. Tornell relató a Higinio cómo era la situación en los campos y cárceles que continuaban abiertas. El comunista 110 tenía demasiadas noticias al respecto desde que había llegado al Valle. En Miranda de Ebro le habían apaleado dos veces, delante de un juez y dos verdugos.

– Me acusaban de esto y lo otro y yo negaba, claro, sólo fui un soldado -se oyó decir a sí mismo mientras Higinio le escuchaba muy atento-. Cuando perdí el sentido me cargaron sobre una manta y me llevaron a una celda de castigo. Tardé veinte días en estar bien. Otra paliza. Al final, como no tenían nada contra mí me metieron sólo una pena de muerte. Por ser oficial.

– Vaya. Supongo que luego te la conmutaron, ¿no? Has pasado por más campos según me cuenta Berruezo.

– Sí, pero si Miranda era malo creo que peor fue lo de Albatera. Aquello fue antes, me parece que hace ya una vida, nada más acabar la guerra. Me viene a la memoria el hambre, claro, y la sed, sobre todo, la sed. Recuerdo la sed y las caravanas de falangistas que venían a examinarnos buscando a gente de sus pueblos. Cuando identificaban a uno se lo llevaban sin hacer papeles ni nada. Apenas daban la vuelta a la primera curva se oían los disparos. Los fusilaban allí mismo.

– Cabrones.

– Y las viudas… ¡Las viudas! Si una cosa he aprendido de esta guerra es que la atrocidad llama a la atrocidad. Llegaban viudas acompañadas por oficiales del campo a las que nosotros les habíamos matado al marido. Algunos de los nuestros hicieron también de las suyas, a qué negarlo. Por ejemplo, esos malditos cenetistas abrieron las cárceles y sumaron en sus filas a un montón de presos comunes, algunos asesinos, ladrones, violadores… Un error.