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– Estoy de acuerdo contigo.

– Tampoco el Partido se quedó corto, amigo.

– No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, Tornell.

– Sí, supongo, pero tanta barbarie se volvió contra nosotros. La violencia engendra violencia. Es un ciclo que ya no se puede romper. Las viudas nos daban más miedo que los falangistas. Llegaban con el odio en la cara, recordaban a sus hombres, muertos, fusilados, y decían: «Ése, ése y ése…». Era horrible. Todo esto lo veo cada vez más lejos, Higinio. Aquí no sufro por mi vida a cada momento y eso el cuerpo lo agradece. Me matan a trabajar, sí, pero sigo vivo y vivo seguiré. Cada día que pasa es un día más que me acerco a la salud, a la libertad, saldré de aquí y viviré, lo juro.

– Sí, pero no te olvides de los amigos. Todo tiene un precio.

– No me olvido, camarada, no me olvido.

Los domingos, Tornell solía contemplar ensimismado cómo las parejas, felices, se perdían entre los árboles a buscar un poco de intimidad. Los guardias civiles que patrullaban a lo lejos hacían la vista gorda. Sentía envidia por sus compañeros, por aquellos que recibían visita y anhelaba ver a su mujer algún día. Recordaba su olor, su risa. Recordaba cómo se marcaban los hoyuelos de sus mejillas cuando, al llegar del trabajo, le pellizcaba el trasero. «¡Eres un pícaro!», le decía haciéndose la ofendida. Cuánto la había echado de menos, ahora lo sabía.

Pero ya faltaba poco y consumía las horas muertas en imaginar cómo sería recibir visita como los otros presos que, por unas horas, parecían felices, como si no estuvieran penando en aquel lugar. Tampoco quería ilusionarse demasiado por si aquel segundo intento se frustraba y Toté no podía acudir.

Los festivos comía bastante bien, a veces se juntaban entre cinco y compraban una hogaza de pan que traían de Peguerinos y una asadura de las que subía la gente a vender desde Guadarrama. Aquello sabía a gloria. Y le hacía mucho bien al cuerpo, la verdad. Aquellos momentos de camaradería, comiendo algo sabroso y ganado con el sudor de su frente, eran momentos de efímera felicidad, un ligero bienestar, un descanso en mitad de todo aquello que le había tocado vivir. Allí el trabajo era muy duro, salían a las ocho hacia el tajo y sólo les vigilaba uno de los guardianes. Tenían a varios presos que eran responsables de los demás y que hacían los recuentos al ir y al volver y antes del toque de silencio.

Nada que ver con los cabos de varas que había conocido en otros campos. Ironías del destino, la mayor parte de ellos eran ex comisarios políticos ascendidos a presos de confianza. Sádicos que disfrutaban fustigando a sus propios compañeros con vergajos de toro. Hijos de puta. Traidores.

Tornell recordaba lo que siempre le decía su comandante, Gerardo Cuaresma: «Tornell, cuídate de la gente que se da golpes de pecho, ésos son los peores».

Y bien cierto que era. No les molestaban mucho con la religión y el adoctrinamiento, solamente querían que trabajaran bien y rápido. En eso aquel campo era muy distinto a los demás. Sólo había misa los domingos y era, en cierta medida, voluntaria. Había que asistir para obtener un sello en el ticket que daba derecho a salir a dar una vuelta y a la comida del domingo que siempre era mejor, casi decente. Merecía la pena tragarse una misa por aquellos pequeños privilegios. Se permitía a algunos presos salir incluso a las fiestas de los pueblos cercanos con un salvoconducto y volver antes del toque de queda. En realidad no había muchas fugas pero no era por falta de ganas. ¿Adónde iban a ir? Los presos coincidían en que, mal del todo, no se comía. Sobre todo los que habían conocido otros campos como Tornell. Se había dado incluso el caso de tipos que, como él, al venir de la prisión y no estar acostumbrados a comer, se habían tomado dos cazos de rancho del doce y su estómago, al no estar preparado, les había hecho caer enfermos. No es que la comida fuera nada del otro mundo. Era mala, pero había almortas, garbanzos -pocos- y se notaba que algún hueso le echaban al caldo para darle sabor. Todo el mundo era consciente de que trabajando allí unos ocho años se amortizaba la pena, y por eso habían acabado por claudicar. Una lástima, pero era demasiado lo que muchos habían pasado para llegar hasta allí, mientras que otros vivían en el extranjero con el dinero de la República. Aquella semana Tornell había tenido, por desgracia, noticias de su comandante en la guerra, Cuaresma. El señor Licerán le había enviado al almacén de la empresa San Román a por mecha para unos barrenos. No había contacto entre los tres destacamentos de presos que allí trabajaban y no solían ver a menudo a los de San Román o construcciones Molán; así que, dar un viaje al almacén era algo agradable, un paseo que permitía dejar el pico por un rato y tener noticias de otra gente. El almacenero le pareció un hombre educado.

– ¿Eres nuevo? -le dijo.

– Sí -contestó él-. Tú pareces veterano aquí.

– Llevo un tiempo, sí, y el que me queda… -Aprovechando que estaban a solas siguió diciendo-: ¿Dónde luchaste?

– Caí prisionero en Teruel, estaba con la 41.ª División.

– ¡Coño! ¿En qué regimiento?

– En el 23 -contestó Tornell.

– ¡Yo estuve en el Estado Mayor en Teruel! Fui muy amigo de tu comandante, Gerardo Cuaresma. Llegué a teniente coronel.

– Usted perdone… yo no sabía.

– Apéame el tratamiento o nos buscas la ruina, hijo, ¿cómo te llamas?

– Tornell, Juan Antonio Tornell.

– Pues mira Tornell, métete en la cabeza cuanto antes que aquí somos todos iguales: somos presos, simples presos. Ya no hay mandos, ni generales, ni sargentos, ni otras memeces. Tutéame y ándate con ojo con no hacerlo. El Ejército de la República no existe ya.

Juan Antonio bajó la cabeza, apesadumbrado.

– Soy Eduardo Sáez de Aranaz, y aquí me tienes a tu disposición. Para ti y para todos los compañeros, simplemente Eduardo.

Entonces Tornell apuntó:

– Cuando se ha… te has… te has referido a mi comandante has dicho que «eras su amigo»…

– Se pegó un tiro cuando cayó Teruel.

– Vaya.

Se hizo un silencio.

– Era un gran tipo -dijo apenado.

Recordaba el triste incidente de los perros y la dinamita el día en que fue hecho prisionero. Él había intentado ayudar a su superior a poner orden y había leído la desilusión en los ojos del comandante.

Ambos sabían desde el principio que aquel hermoso sueño iba a la debacle.

– No te falta razón. Pero mira cómo hemos acabado todos. Fíjate lo que son las cosas, yo soy de la misma promoción que Franco, él salió con el número 247 de una hornada de trescientos tíos y yo, con el 65.

– No está mal.

– No. Franco nunca fue un tipo brillante. Es listo, pero no brillante. Fui profesor en la Academia de Infantería de Toledo y el propio Franco vino a buscarme para llevarme con él a la Academia de Zaragoza. Di clase de táctica, armamento y tiro. Enseñé árabe. Cuando la guerra, hice lo que debía, me porté como un militar y cumplí con mi obligación. Yo, con la República. Me condenaron a muerte pero luego me conmutaron por treinta años. Ahora, cuando viene por aquí, ni me saluda.

– ¿Quién?

– Pues ¿quién había de ser? Franco.

– ¿Franco viene por aquí? -Se hizo el sorprendido pues era vox pópuli que el dictador solía dejarse caer por allí.

– Muy a menudo. Se hace el loco, como si no me conociera. Él me indultó. Yo pedí venir aquí porque así podría salir en ocho años a lo sumo. Tengo un hijo que estudia Periodismo. El que sí me saluda afectuosamente y viene mucho por aquí es Millán Astray. Pero, claro, ése está como una cabra. Me da tabaco y dinero. Toma -dijo entregándole una cajetilla de tabaco.