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– Vaya, muchas gracias -acertó a decir Tornell algo azorado por aquel inesperado regalo.

– No hay de qué. No te demores que te echarán en falta. Ya sabes dónde me tienes.

– Un placer, Eduardo, un placer.

Salió de allí taciturno, viendo en qué habían acabado sus sueños.

Capítulo 8. El Loco

Corría el 30 de octubre cuando Roberto Alemán llegó a Cuelgamuros con un nombramiento que presentar al director de aquel campo, don Adolfo Menéndez Castuera. En aquella misiva, el general Enríquez instaba a don Adolfo a facilitar al máximo la labor de Roberto Alemán, que debía ejercer funciones de inspección en las instalaciones hasta que la ICCP lo considerara necesario.

A Roberto, el director no le causó buena impresión. Era un tipo delgaducho, con un bigotillo ridículo y mirada huidiza. Desde el primer momento notó que se ponía a la defensiva. Se hacía evidente que la presencia de un delegado de la ICCP allí no le agradaba demasiado. ¿Por qué? De inmediato le instalaron cómodamente en una coqueta casita, similar a las que ocupaba el personal civil que trabajaba allí, aunque de mejor calidad. Tenía espacio suficiente y un escritorio, así como un camastro para su ordenanza, Venancio, por lo que al instante se puso manos a la obra. Podía haberse pasado por la oficina y comenzar a pedir los estadillos, pero no quería levantar demasiadas sospechas sobre la naturaleza de su misión en el campo. Además él era hombre de acción, así que prefirió dar una vuelta y comenzar a inspeccionar el terreno. Era necesario hablar con la gente e ir obteniendo información sobre lo que allí se cocía poco a poco. Prefería que pensaran que su presencia allí respondía a una inspección rutinaria, no quería que sospecharan que se había detectado nada raro con respecto a los suministros.

De inmediato comenzó a vagabundear por aquí y allá, observando, aunque notó que algunos de los guardianes de don Adolfo le seguían disimuladamente de lejos. Aquella misma mañana inspeccionó los tres destacamentos. Uno excavaba la cripta en lo que se conocía como el Pasco de la Nava, imponente; otro construía el monasterio tras lo que debía ser el gran mausoleo y un tercero allanaba el terreno y cimentaba la carretera para la que serían necesarios más de tres puentes e incluso, según se decía, un viaducto. El paraje era hermosísimo, sin duda, e invitaba a la reflexión en medio de tan exuberante naturaleza. Preguntando aquí y allá buscó al hombre que mejor conocía aquello: el encargado de la empresa San Román, los que excavaban la cueva. Le dijeron que se llamaba Benito Rabal y que era hombre de ley Enseguida pudo comprobarlo. Minero veterano de la Unión, se había trasladado con su familia a Madrid hacía años. Vivía en Cuelgamuros con su esposa y un hijo de diecinueve años, Damián, en una de las casas que se construyeron para civiles. A Roberto le impresionó cómo aquel tipo aguantaba impertérrito las explosiones de los barrenos. Mientras que unos y otros corrían a ponerse a salvo cuando iban a hacer la «pegada» -como ellos solían decir-, él se quedaba de pie, mirando al frente con orgullo, como si tal cosa. El mismo Alemán, militar curtido en una guerra, se agachaba asustado ante las explosiones y las piedras que volaban sobre sus cabezas, pero don Benito sabía hacia dónde iban a salir despedidos los fragmentos y en qué dirección podía rodar una roca con una precisión pasmosa. Le pareció un tipo de trato fácil, sencillo, sin recovecos, y en cuanto le comunicó que quería que le contara cómo empezó todo aquello no tuvo inconveniente en hacerlo frente a dos vasos de aguardiente: había llegado allí de los primeros, cuando apenas si había quince obreros libres que venían de los pueblos de alrededor como Peguerinos, El Escorial y Guadarrama. Al principio sólo había allí dos casas: la de los guardeses, Cecilio y Julia, que vivían con sus tres hijos y otra de una buena mujer a la que llamaban Juana, la cabrera. Pronto se realizaron algunas construcciones para los encargados. Los obreros de los pueblos, por no bajar al final de cada jornada hasta sus casas, comenzaron a construir pequeñas chabolas con piedras, ramas y madera para pernoctar en ellas entre semana. En aquel momento, aquellas chabolas aún existían y ya que los obreros libres tenían buenos alojamientos, habían sido colonizadas por las mujeres y familiares de muchos de los presos que comenzaron viniendo los domingos a ver a sus hombres y que habían terminado por instalarse definitivamente, ya que vivían del salario que los presos percibían por su trabajo allí. Las autoridades hacían la vista gorda ante la existencia de aquellas infraviviendas e incluso muchos de los críos que las habitaban acudían a la escuela. Don Benito destacaba que la disciplina era bastante laxa -comparada con otros campos, claro- y no era infrecuente que, al acabar la jornada, muchos de los penados pasaran por sus casas -o mejor, chabolas con el techo de zinc- a cenar con la familia y echar un rato. Siempre y cuando se presentaran al último recuento antes de que se tocara retreta no tenían problemas. Rabal le explicó que, al principio de llegar los penados, los funcionarios los trataban con mucha dureza, como en un campo de prisioneros normal, pero los trabajadores libres que había por allí comenzaron a afearles ese tipo de conducta por lo que poco a poco fueron relajando la disciplina. Más que nada por no meterse en líos. Según contaba don Benito, hombre respetado cuya palabra era ley allí, los presos no buscaban problemas por la cuenta que les traía y se dedicaban a lo suyo, trabajar sin desmayo para reducir pena y ganar un dinero con el que mantener a sus familias. No era de extrañar entonces que alguien se estuviera haciendo de oro desviando las provisiones porque aquella gente, por decirlo de alguna manera, se autoabastecía. Según pudo comprobar, poco a poco se había ido desarrollando allí dentro una especie de economía de subsistencia que permitía vivir a unos y a otros. Por ejemplo, un tipo que trabajaba allí, un vivo, colombiano, de nombre Luis -todos suponían que se escondía de algo- había asumido por su cuenta la responsabilidad de bajar todos los días al pueblo a por el pan que correspondía a la pequeña población. Para ello arrendó un burro a los guardeses, Pelusilla, a cambio de una ración extra de pan al día. Como el tipo parecía avispado logró inscribir al pollino como un trabajador más, de nombre Lorenzo Pelusilla Rodríguez, que percibía su ración correspondiente, por lo que el arriendo se pagaba solo. Aquello lo contaba don Benito como una gracia, y aun siendo una irregularidad, aseguraba el suministro de pan a aquella pobre gente. El negocio de Alemán era otro, descubrir un chanchullo más gordo y en ello decidió centrarse. Allí había un economato regentado por un tipo muy gordo al que llamaban «Solomando». Un lugar en el que los presos, mal que bien, hacían sus pequeñas compras para ir tirando. En suma, un pequeño mundo en equilibrio que, siendo una prisión donde se trabajaba en condiciones de esclavitud, era mejor que la mayoría de las cárceles y los campos de concentración que aún existían en España. Después de dar por terminada la charla con el capataz, decidió que al día siguiente debía entrevistarse con el arquitecto, don Pedro Muguruza. Según le habían dicho, subiría a inspeccionar el estado de las obras.

Había pasado otra semana más y Tornell reparó en que le quedaban dos menos de condena: una la vivida y otra la reducida por el Patronato. Faltaba poco para la visita de Toté y aquello le animaba a seguir adelante y sufrir estoicamente la dureza del trabajo, el sol abrasador de la montaña y el frío horrible de aquellos parajes. Poco a poco se iba acostumbrando a aquello. Era como un pequeño pueblo, lejos del mundo, un minúsculo rincón con sus equilibrios, sus reglas, sus penas -¡muchas!- y algunas pequeñas recompensas. Higinio, el jefe de los comunistas le había causado una grata impresión: parecía eficaz y conocía el campo, un valor seguro para dirigir el Partido en Cuelgamuros. Un tipo listo que había conseguido ser preso responsable colaborando con sus captores para lograr beneficiar a su organización. Una jugada inteligente, a su parecer.