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Los responsables de las distintas facciones habían llegado a la conclusión de que cuanto más se integraran en la organización del campo más podrían moverse entre uno y otro destacamento y más información obtendrían. Era una prioridad poder saber de primera mano qué se cocía allí.

Comenzaba a hacer frío de veras pese a que la nieve no había hecho aún su temida aparición. Apenas si tenían ropa en condiciones, unos añosos uniformes de rayas blancas y azules que no abrigaban y poco más, por lo que Tornell se colocaba varias capas de ropa, la que podía o la que había conseguido aquí y allá, trapicheando, como todos. Bromeaba diciendo que parecía una cebolla.

Conforme avanzaba la jornada y si el día era soleado, se iba quitando prendas: la guerrera del uniforme de preso, una vieja camisa a cuadros, muy raída, y una camiseta de felpa que le había regalado el señor Licerán y que vestía sobre otra más fina. A mediodía el sol pegaba fuerte y a veces quedaba en camiseta de manga corta. En cuanto paraban se abrigaba lo máximo que podía, allí el aire cortaba y no quería agarrar una pulmonía. Pasaban de sudar a tener frío en unos segundos y había que andarse con tiento para no caer enfermo. Por las noches, tras la cena y si no se encontraba demasiado agotado, solía charlar un rato con los compañeros del barracón: con uno que llamaban «el tío rojo» -no por comunista sino porque su pelo, rojo fuego, parecía el de un inglés-, con Colás, con David el Rata -conocido así porque adoraba a su mascota, un roedor que guardaba en una caja y al que sacaba por las noches- y con Arturito el Mecha, que fue torero antes de la guerra. El Rata le resultaba familiar y así se lo había preguntado al conocerle, pero éste había negado haber visto antes a Tornell. Juan Antonio no insistió, eran muchos los presos que mentían sobre su pasado y que habían logrado borrar el rastro de una militancia demasiado activa en el Frente Popular. Mejor no remover el asunto, no fuera a perjudicar a un compañero. Supuso que debía de sonarle de Madrid, de cuando estuvo en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Igual el Rata había sido comisario político e intentaba ocultarlo. Mención especial le merecía el amigo íntimo del Rata, el Julián, un caso como tantos de un tipo que fue delincuente común antes de la guerra y que se había refugiado con los anarquistas. Parecía que le faltara un hervor y es que había estado prisionero en San Pedro de Cardeña, donde un psiquiatra, un tal Vallejo-Nájera intentaba demostrar «el biopsiquismo del fanatismo marxista». «Ahí es nada», decía el pobre Julián entre risas. Aunque aquello no debió haber sido, para nada, divertido. De hecho, cambiaba de tema cuando salía a colación aquel asunto. No sabían qué experimentos se habían realizado allí con los presos, sobre todo con los de las Brigadas Internacionales que, sin pasaporte, no existían oficialmente; pero ni se atrevían a preguntar por ello. El Julián no hablaba nunca del asunto pero era obvio que lo habían dejado tarado, medio ido de la cabeza. Se ponía nervioso cuando se hablaba de aquel lugar y decía no recordar siquiera el porqué. Formaban un grupo variopinto y charlaban con nostalgia sobre los buenos tiempos, de antes incluso de la guerra. Resultaba curioso pero no solían hablar mucho de batallas y hazañas bélicas. Era como si la República no hubiera existido. Algo que querían borrar de su mente pues les hacía daño pensar que habían perdido la guerra, que estaban atrapados allí, sin remisión y que nadie vendría a salvarlos. No estaban los ánimos como para hablar de aquello.

El jueves de aquella misma semana tuvieron un pequeño incidente que bien pudo haber acabado maclass="underline" había llegado un oficial nuevo, del Ejército de Tierra, un capitán muy estirado con aires de superioridad, Alemán. Los presos decían que era inspector de la ICCP y todo el mundo se le cuadraba como si le tuvieran miedo, desde los vigilantes hasta los guardias civiles. No se sabía muy bien qué hacía allí aunque los guardianes habían insinuado que la ICCP había decidido colocar un inspector en cada campo de concentración para evitar que se cometieran tropelías con los presos. Los penados se tomaban aquello a risa, evidentemente. Lo peor de los fascistas era que decían aquel tipo de idioteces y acababan por creérselas. Les importaba un bledo el estado físico de los presos, para qué mentir. En cualquier caso, la presencia de aquel tipo dándose ínfulas no parecía agradar a nadie: ni al director, ni a los carceleros, ni mucho menos a los presos. Pronto, Tornell y sus amigos tuvieron ocasión de conocer personalmente a aquel excéntrico. Los presos del destacamento Carretera trabajaban en tres sectores: a lo largo de cinco kilómetros se habían abierto tres tajos conocidos como Los Tejos, Puente del Viaducto y Puente del Boquerón. En cualquiera de los tres el trabajo era muy penoso. Sólo superaba la dureza de aquel destacamento el trabajo que se realizaba intentando excavar la cripta en el granito de Guadarrama. Allí, en Carretera, picaban piedra a todas horas. Tenían que romper rocas de gran tamaño con un mazo para obtener piedras más pequeñas. Las grandes se obtenían de la roca viva de la montaña, tras hacerla explosionar a mediodía con dinamita. Luego había que subir a por ellas y bajarlas ladera abajo. Aquellas rocas tenían aristas muy afiladas, como cristales, por lo que los presos acababan la jornada con las manos ensangrentadas. La mecanización no existía, así que se desmontaban los terraplenes con el esfuerzo, el sudor y la sangre de los penados. Los tajos más cercanos al comedor subían al destacamento a comer, pero el más alejado gozaba del pequeño privilegio de que les llevaran el rancho. Al menos podían tumbarse un poco y descansar antes de retomar la faena. Así fue como conocieron a aquel loco. Estaban descansando a mediodía, tras la comida, junto a una zona en la que habían conseguido aplanar bastante el terreno, cuando el nuevo capitán pasó por allí vagabundeando. Tornell no se dio cuenta y se levantó a por el botijo; al girarse, de pocas choca con el oficial que bajaba por el sendero a paso vivo. Aquel tipo lo miró como si fuera a fulminarle y Tornell -acostumbrado a recibir sopapos por tantos y tantos campos- se apartó y bajó la vista para evitar que aquél le atizara con una vara de mando que llevaba. El capitán lo miró muy serio y le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Tornell -contestó.

Alemán quedó entonces parado, pensativo, por un instante.

– Vaya, un listillo. Mira, Tornell -ordenó señalando un montículo de piedras enormes que quedaban a la derecha del camino-. Ahora, me coges todas esas piedras y las cambias de lado del camino.

– ¿Por qué? -contestó inconscientemente Colás levantando la voz y con un tono demasiado altivo.

El capitán se giró y dio un grito:

– ¡Firmes!

Todos se cuadraron.

– Vaya… otro espabilado -dijo acercándose a Berruezo-. Pues porque me sale a mí de los cojones. Cuando pasa un oficial de la infantería española tiembla el suelo. ¡Cago'n Dios! Ahora, en lugar de aquí, Tornell solo, le vas a ayudar tú…

– Berruezo, Colás Berruezo.

– Berruezo. Me quedo con tu nombre. Pero claro… a más manos, más trabajo, así que cuando hayáis cambiado las piedras de sitio os vais a paso ligero al Risco de la Nava, os estaré esperando mientras me fumo un cigarro. Una vez allí os daré las instrucciones pertinentes para que volváis a colocar las piedras en su posición inicial.

Tornell miró al suelo, aquello aparte de ser un trabajo excesivo, habría de llevarles buena parte de la tarde y era obvio que no podrían hacer horas extraordinarias. Iban a perder un día de sueldo extra y de reducción de pena por aquel incidente. El capitán se giraba para irse cuando se escuchó una voz que decía: