– ¡Señor!
Era Tornell. Todos bajaron la vista o miraron a otro lado, aquello no podía terminar bien de ninguna manera.
– ¿Sí? -dijo volviéndose con aire despectivo.
– Pido permiso para hablar. Si no es molestia, claro.
El capitán se le acercó dando dos pasos. Era un tipo alto, como Tornell, pero mejor nutrido y por tanto, más corpulento.
– Procede, Tornell.
El preso, notando que se le hacía un nudo la garganta, acertó a decir con el tono más apacible que pudo:
– Perdone, señor, pero usted es hombre de armas. Nosotros perdimos una guerra, sí, pero fuimos soldados un día. Yo, teniente, y Colás Berruezo, sargento. Creo, conociéndolo como lo conozco, que le ha hecho esa pregunta, impertinente, sin ninguna duda, para que usted le castigara también a él y así ayudarme con ese trabajo, porque él sabe que estoy más débil y quería ayudarme, seguro. Lo conozco como si lo hubiera parido, señor. Pienso que es muy destacable que un hombre se sacrifique por otro, que intente ayudar a un compañero y por eso le ruego le exima del castigo y me deje a mí cumplirlo a solas. Me lo merezco y si usted le castiga no estará sino haciendo lo que él quería en un principio.
El capitán quedó entonces mirando a Tornell de arriba abajo mientras jugueteaba con su bastón de mando. Comenzó a golpearse con él la mano derecha que mantenía abierta, como con impaciencia. Parecía fuera de sí. Iba a estallar. Sus ojos destilaban un odio atroz. Los presos se miraron, asustados, esperando una previsible reacción violenta de aquel fanfarrón. Entonces, como si tal cosa, esbozó una amplia y plácida sonrisa. Por un momento dio la sensación de que se transformaba en otra persona muy distinta de la que fuera apenas hacía unos segundos.
– Eres muy listo Tornell, muy listo. Y le has echado un par de cojones, hay que reconocerlo… y tu amigo este, Berruezo, también los tiene bien puestos. Juntos en la adversidad. ¡Así son los soldados valientes, coño! Olvidad lo de las piedras y seguid a lo vuestro. Esta noche pasad por la cantina, allí tendréis pagados dos vasos de aguardiente.
Entonces soltó una carcajada, totalmente ido, y se fue caminando por un risco mirando las plantas, aquí y allá, como si fuera un científico. Todos suspiraron de alivio sin saber muy bien qué decir. Aquel tipo estaba como una cabra. Fue entonces cuando David el Rata aclaró a Tornell que había jugado con fuego. Un guardia civil le había contado que había estado en el frente con aquel capitán, se llamaba Alemán y se decía que era una auténtica bestia. Tornell reparó en que el nombre le era conocido de algo. Alemán, sí, pero ¿de qué? El Rata siguió desgranando detalles sobre aquel desequilibrado: al parecer le habían matado a la familia al empezar la guerra y él, un tipo con agallas, se había fugado de la mismísima checa de Fomento, pese a no poder casi andar por efecto de la tortura. ¡La checa de Fomento! Era eso, pensó Tornell para sí. De eso conocía el nombre. Roberto Alemán, el tipo que había escapado de allí por las bravas. Estaba vivo, ¡había sobrevivido!
Capítulo 9. La checa de Fomento
En ese momento, su mente le llevó de nuevo al comienzo de la guerra, en el Madrid del 36. Cuando una mañana de primeros de noviembre un miliciano de aspecto aniñado le había despertado a eso de las diez de la mañana porque, al parecer, su presencia era requerida de inmediato en la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid. Lo recordaba todo perfectamente. En apenas unos meses de guerra, Tornell, que había alcanzado el grado de capitán y realizado un curso de explosivos impartido por los mejores especialistas llegados de la Unión Soviética, había sido llamado a Madrid ya que su fama de buen policía le precedía. Según le habían comentado, altos mandos del ejército y del gobierno de filiación comunista insistían en la necesidad apremiante de «poner orden en la retaguardia» pues el asunto de la rebelión de los militares de África se estaba complicando por momentos. En verdad, más que complicarse parecía que aquello se perdía, que iban a la debacle sin remisión. A pesar de que el punto de partida del conflicto había favorecido a la República con gran parte del territorio, las áreas industriales, la Marina y la aviación de su lado, la mayoría de los militares profesionales se había decantado por los insurgentes, por lo que aquello, de ser una simple rebelión contra la legalidad establecida, había terminado por convertirse en una auténtica guerra. Las cosas comenzaban a marchar realmente mal y se hacía necesario ofrecer un frente único al enemigo, comenzando por asegurar que se cumpliera la ley lejos de los campos de batalla. Tornell, junto con algunos ex policías afectos y militares con experiencia en el asunto, tenía que conseguir que las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia pasaran a ser un cuerpo militarizado, ordenado y controlado por quien debía mandar: el legítimo gobierno de la República. Hasta aquel momento cada partido, cada sindicato, poseía su propia milicia. En muchos casos, simples matones que atravesaban Madrid a toda velocidad en sus «balillas» deteniendo a quien querían y dando «paseos» de madrugada a aquellos que consideraban peligrosos. Un desastre, un caos. La seguridad en la retaguardia comenzaba a ser una obsesión y se sabía que el enemigo había organizado en Madrid una «quinta columna» con el objeto de sabotear, asesinar, crear la máxima confusión y pasar toda la información posible a los nacionales que estaban a las mismas puertas de la capital de la República. Desde el primer momento, Tornell se sintió incómodo en su nuevo puesto tras comprobar que estaba mejor en el frente. Era más expuesto, sí, pero al menos allí se sabía dónde estaba el enemigo. Sus nuevos mandos querían que «hiciera de policía», que ayudara a «poner orden» pero no era, ni mucho menos, tan sencillo. Ahora en aquel puesto, no corría riesgo alguno pero había determinados sucesos, ciertos rumores, que le hacían dudar; pensar en si debía volver a su puesto de capitán junto a sus zapadores. Por desgracia, no era asunto sencillo quitarse de en medio y renunciar a aquel nombramiento; además, pensaba que algo podría ayudar a evitar desmanes y a que la causa de la libertad se defendiera con justicia. Tornell opinaba que aquello podía hacerse bien, cambiar aquella sociedad era posible sin incurrir en crímenes innecesarios que, a fin de cuentas, acabarían perjudicando a la República más que otra cosa. Quizá era un idealista.
El recuerdo del día en que le encargaron el caso de Alemán pervivía en su mente de forma nítida, indeleble. Recordaba cómo se había puesto el uniforme a regañadientes -apenas hacía dos horas que acababa de llegar de Valencia- y cómo, tras tomar un café bien cargado, se había encaminado hacia el despacho de su jefe, el teniente coronel Torrico. Su mente volvió a revivir aquello como si estuviera ocurriendo de nuevo. Parecía que había pasado una vida, tanto tiempo, tanto… Pero no. Todo estaba en su memoria. Recordaba que pese a que en aquel momento necesitaba dormir, el ordenanza que había acudido a buscarle insistió en que el asunto -algo referente a una fuga de la checa de Fomento- era importante. Apenas acababa de llegar a Madrid tras arreglar varios desaguisados relacionados con excesos revolucionarios en Levante y ya le encargaban otro trabajo. De locos. En los últimos dos días apenas había pegado ojo y estaba cansado de las exigencias de aquel puesto en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Aunque al menos allí se hallaba lejos de los tiros, de las explosiones y de aquella macabra lotería de muertes que es la primera línea de combate. Cuando llegó donde Torrico éste le encargó que se acercara al Comité Provincial de Investigación Pública, [1] sito en el n.° 9 de la calle de Fomento, para depurar responsabilidades por la fuga de un preso fascista. No le hizo mucha gracia la idea, ya que todo el mundo sabía -aunque no oficialmente- lo que se cocía en lugares como aquél. No le agradaban aquellas barbaridades, aunque se hicieran por la causa de la revolución.