Además, los fascistas tampoco se andaban con chiquitas: había podido leer en la prensa internacional lo ocurrido en la plaza de toros de Badajoz: una masacre. Aquellos desgraciados habían ejecutado a más de dos mil hombres y luego habían quemado los cuerpos, pues tenían prisa para continuar su avance a Madrid y no podían comprometer tantas tropas en la retaguardia para vigilar a los prisioneros.
En Madrid se rumoreaba que el general Yagüe, tras aquella barbarie perpetrada con ametralladoras emplazadas en el tendido, había declarado que aquello no era sino un ensayo de lo que iba a hacer en la Monumental de Madrid. Tornell sabía que la República tenía la razón y por eso lamentaba más que nadie los excesos que, como respuesta a incidentes como aquél, se estaban comenzando a dar en la República. Al menos el Partido Comunista lo tenía claro: había que hacer primero la guerra y luego, la revolución. Desgraciadamente, los anarquistas y algún que otro descontrolado no compartían aquella opinión. Desde el principio habían luchado contra la propia República a la que consideraban burguesa e insistían en hacer primero la revolución en la retaguardia, provocando tal desorden que aquello comenzaba a preocupar a las mentes más preclaras del Gobierno. Por eso, y pese al cansancio que arrastraba tras recorrer media España deshaciendo entuertos, cazando traidores y poniendo orden entre milicianos avispados en exceso y con las manos demasiado largas, Tornell llegó a la muy temida checa de Fomento con la sola idea de aclarar el asunto y depurar responsabilidades con la máxima celeridad posible. No le agradaban los pistoleros que ni siquiera se acercaban al frente y que disfrutaban haciendo aquel trabajo sucio. Quería salir cuanto antes de allí.
A pesar de que apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el suceso, en cuanto repasó la declaración del preso y habló con los testigos, llegó a una pronta conclusión: los culpables de negligencia, si ésta existía, habían muerto y el fugado no aparecería. Tras entrevistarse con los escasos milicianos y transeúntes que habían visto algo, Tornell comenzó a pensar que, muy probablemente, el huido debía de yacer muerto a aquellas horas en tierra de nadie. El suceso no dejaba lugar a dudas: un preso, Roberto Alemán Olmos, había sido detenido para proceder a su interrogatorio y posterior depuración. Según se desprendía de los informes previos, tenía un hermano falangista, José Alemán, que estaba oculto en algún lugar de Madrid. José era un pistolero, un matón de la Falange que en los meses previos a la guerra había reventado la cabeza de un culatazo a un pobre chaval de catorce años que vendía El Socialista en una esquina. Desde entonces había permanecido oculto, se sospechaba que en la capital, por lo que sus padres y su hermana fueron detenidos, interrogados y fusilados dos semanas antes sin que hubieran suministrado información alguna sobre el paradero del huido. Roberto Alemán, el único miembro de la familia que quedaba en libertad, había sido detenido tras acercarse a la checa a preguntar por sus familiares y podía ser el último en proporcionar información sobre el posible paradero de su hermano. Tras ser interrogado por los camaradas Férez y Canales, ambos llegaron a la conclusión -así constaba en los informes- de que el detenido no sabía nada sobre el lugar donde se escondía su hermano. Para estar más seguros se lo entregaron al temido doctor Muñiz que continuó con el interrogatorio hasta donde fue posible. El detenido había insistido en que su otro hermano, Fulgencio, había militado en la UGT y fallecido en accidente de coche dos semanas antes de la rebelión fascista. Según confesó bajo tortura, él nunca se había metido en política y sólo una vez asistió a un baile de Acción Católica porque una chica que le gustaba era asidua a los eventos que organizaban en dicha asociación. Preguntaba constantemente por sus padres y su hermana pues perseveraba en que, como él, nunca habían entrado en asuntos políticos. Decía estar harto de aquello, de las peleas entre sus dos hermanos mayores, uno de izquierdas y otro de derechas, y aseguraba odiar la política. Al comprobar que no podían sacar nada más en claro, los camaradas a cargo del Comité dieron orden de que se le juzgara en el turno de noche y se procediera a ponerle en libertad, con el punto junto a la L. [2] Esto no significaba otra cosa que la ejecución inmediata del reo. Una vez tomada esta decisión, el comandante Férez decidió que llevaran al detenido a su despacho para hacer un último intento antes de dejarlo en manos de sus ejecutores. Alemán fue sacado de la celda del palmo de agua y trasladado a la oficina del comandante. Se hacía evidente que el oficial había pecado de negligente, pues al ver que el detenido se hallaba en muy mal estado, ordenó que los dejaran a solas. Tornell hizo que le indicaran dónde se había hallado el cuerpo del comandante y, por la disposición del mismo, dedujo que el detenido, pese a hallarse en un estado deplorable, había aprovechado que Férez se giraba mirando por la ventana mientras hablaba, para levantarse subrepticiamente, tomar la pluma del escritorio y clavarla a traición en el cuello del camarada fallecido. La mala suerte quiso que le atravesara la yugular, por lo que el chorro de sangre llegó hasta la pared de la derecha, donde había una mancha situada casi a dos metros de distancia.
Aprovechando el factor sorpresa parecía que el preso se había hecho con el arma de Férez para, tras salir al pasillo, darse de bruces con un miliciano de la CNT al que descerrajó tres tiros en el vientre. Después de bajar las escaleras a duras penas, huyó de allí sin que ningún paisano se atreviera a detenerle, pues iba armado y, al parecer, su aspecto asustaba al más templado. Su buena fortuna quiso que no se cruzara con ningún soldado. Según pudo averiguar Tornell de labios de los propios compañeros de los asesinados, aquella misma tarde, una vecina de la calle Abascal delató a una prima del preso que al parecer tenía en casa a un fugitivo. Pensaron que tal vez era el pistolero de Falange o quizá su hermano, el fugitivo de la checa. Los camaradas llegaron al domicilio cuando ya era de noche y se procedió a la detención de la joven, ya que desgraciadamente el fugitivo había escapado. Tras ser llevada al Comité y procederse a su interrogatorio confesó que había dado cobijo a su primo, Roberto Alemán y que éste, pese a que apenas podía caminar, pretendía cruzar las líneas por la Ciudad Universitaria que estaba a un paso de allí. Se procedió a juzgarla y se ejecutó la sentencia aquella misma noche. Tornell leyó las declaraciones pero no quiso entrar en detalles con los milicianos sobre aquel interrogatorio ni sobre el realizado a la hermana del fugado. Sabía cómo se las gastaban y que algunos de los interrogadores que trabajaban en aquella casa no eran sino ex delincuentes comunes. Algunos, conocidos suyos que habían quedado libres aprovechando la apertura de las cárceles para vengarse de todo y de todos, sádicos que ahora prestaban un servicio a la revolución que algunos estimaban valioso, un servicio que a él le repugnaba haciéndole perder, en cierta medida, la fe en la causa por la que luchaba. En aquel momento, Tornell hizo lo único que podía, acudir al área en cuestión para poner sobre aviso a los oficiales a cargo de aquella zona del frente y evitar que este peligroso enemigo del pueblo lograra su objetivo. No creía que pudiera cruzar a las líneas enemigas. La vigilancia era extrema y el fugado apenas si podía valerse, pues los milicianos a cargo de la checa coincidían en señalar que cuando Roberto Alemán había salido de la celda no podía ni ponerse los zapatos debido a la inflamación de sus pies. A aquellas horas debía de yacer muerto en alguna alcantarilla o escondrijo. Era lo más probable. Aun así, ordenó mantener la vigilancia pero todo fue inútil. No volvió a saberse nada de Roberto Alemán.
La noche en que terminó las pesquisas, mientras apuraba una botella de coñac en su habitación, comprendió que aquel suceso le daba motivos más que suficientes para pensar: en aquella familia, la de Alemán, había un hermano de la UGT y otro de Falange. Como en tantas y tantas otras. El primero había muerto de manera fortuita y el segundo había cometido un crimen execrable, era un fanático. Tornell sabía de lo que hablaba. Había presenciado miles de interrogatorios y las declaraciones de la madre, el padre, la hermana, y ahora, de Roberto Alemán, apuntaban a que ninguno de los cuatro sabía nada del paradero de aquel pistolero. Era evidente que ninguno de ellos se había metido en política. La gente no suele mentir bajo tortura. Sólo los padres y la hermana habían confesado ser católicos de misa diaria y ocultar un cáliz con unas Sagradas Formas en su domicilio. Aquello les costó la vida. El fugado, Roberto, era un tipo aparentemente inofensivo. No parecía tener ideología alguna ni albergaba ningún tipo de resentimiento hacia nadie. Y a pesar de eso, cuando se había visto al borde de la muerte, había sabido comportarse como un asesino implacable. ¿Sería un falangista como su hermano? Pensó que no, que aquella guerra sacaba lo peor de cada cual. El exceso de confianza había deparado la muerte al camarada Férez.