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El Rata, mientras tanto, seguía con su discurso: se rumoreaba que Alemán había huido despachando él solo a media docena de milicianos. Contaban que había sido capaz de matar a varios con una pluma y que había ahogado a otro con el cordón de los zapatos. En la guerra daba miedo a sus propios hombres y se pirraba por participar en los fusilamientos. Le llamaban «el puntillero» por la de tiros en la nuca que había disparado. Aquello no hizo sino intranquilizar más a Tornell. Más tarde, parece ser que había terminado por perder la cabeza estropeando su carrera militar. A Tornell le quedó una sensación rara, muy rara. Intentó calmarse. Aquello no era tan malo. No. Él sólo había cumplido con su trabajo de policía, le habían mandado investigar una fuga y eso había hecho. Nada más. No había tenido participación alguna en lo que había ocurrido en la checa aunque si se supiera que había pertenecido a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia quizá podría tener problemas. Había conseguido ocultarlo hasta el momento y así debía seguir. No pasaría nada y además, aunque se supiera, él no había «paseado» a nadie. Sí, sí, claro. Debía calmarse. Pero no, un momento. Aquel tipo estaba loco. ¿Acaso no había oído lo que contaba el Rata? Acababan de verlo actuar. Uno de tantos fanfarrones con la sensibilidad abotargada por la guerra; uno de aquellos individuos fanáticos, bronquistas y violentos que abundaban tras el conflicto en el bando vencedor. Muchos de ellos alcoholizados, juguetes rotos de la guerra pero muy, muy peligrosos. Lo sabía por experiencia. Los había conocido a cientos en su cautiverio: falangistas, ex legionarios y militares que habían quedado absolutamente idos tras tres años de guerra, de pillaje, de violaciones y muerte. Y Alemán era peor. Lo vivido en la checa de Fomento le había empujado a aquello.

Comprendieron, entre todos, que en el futuro deberían evitar a aquel capitán. El Rata llevaba allí bastante tiempo y se las sabía todas. Había que hacerle caso. Era una gran fuente de información y todos se tomaban muy en serio las cosas que contaba. Algo más alto que Tornell y flaco, muy flaco. Tenía una gran obsesión por raparse el pelo al cero e ir muy afeitado, aunque los piojos y las chinches le atacaban igual. Juan Antonio seguía pensando que su cara le sonaba, y pese a que podía ser asunto delicado, llegó a repetirle en varias ocasiones: «Juraría que te conozco de algo». Quizá hasta insistió demasiado. El Rata le contestaba que no, que no lo había visto en su vida y que él nunca olvidaba una cara. Era natural de Don Benito y sólo le quedaban dos años para salir de allí. Se notaba que su cuerpo había vivido tiempos mejores, los pliegues de la piel testimoniaban que había sido amante de la buena mesa. «Un sibarita», decía él entre risas. Un sibarita que, ahora, se conformaba con las almortas y el puchero que les servían a diario. Decía que, muy probablemente al acabar la condena, se quedaría allí trabajando como Ubre. Eran muchos los que optaban por hacerlo porque al conseguir la libertad condicional era obligatorio presentarse en El Escorial al menos una vez por semana a no ser que el penado tuviera alguien que le fiara en algún punto de España. ¿Alguien que les diera un aval? ¿Quién?'Ellos eran lo más tirado de aquella nueva España del dictador, ¿quién les iba a fiar? ¿Quién iba a jugársela por un antiguo rojo? Imposible. Por eso los más se quedaban allí a trabajar cuando cumplían la pena, aunque, eso sí, al ser hombres libres cobraban ya el sueldo íntegro.

Capítulo 10. Gente

Roberto Alemán, al que los presos habían bautizado con el sobre nombre del Loco, aprovechó sus primeros días de estancia en Cuelgamuros para irse haciendo una idea de cómo funcionaba aquello. Estaba de vuelta de todo y, tras «su crisis», le importaban un bledo el Movimiento, Franco, o Falange. En realidad nunca le habían importado, nunca le interesó la política y si había terminado por convertirse en militar de carrera era sólo por matar enemigos, rojos, aquellos seres a los que había terminado por odiar tras lo de la checa de Fomento y a los que había jurado exterminar para vengar a su familia. Nunca le habían interesado las luchas políticas. Había participado en la guerra, como tantos, empujado por las circunstancias, más para vengar los desmanes del enemigo con los suyos que por otra cosa. Le constaba que había muchos así también en el otro bando. Personas que, sin ser socialistas, comunistas o anarquistas, habían acabado pegando tiros porque les habían fusilado al padre o a los hermanos. Hubo dos guerras, o mejor, tres. Lo había pensado muchas veces: primero la de los convencidos, fanáticos de uno y otro bando que mataban fríamente y que consideraban algo lícito la eliminación del enemigo. La segunda la de gente como él, pobres desgraciados que habían tomado parte por uno u otro bando tras perder a familiares o amigos que habían sufrido la represión de cualquiera que fuera el enemigo. Y la tercera la de la mayoría, gente de la calle que por su quinta, sin comerlo ni beberlo, habían tenido que luchar, padecer y morir por lo que otros les ordenaban. Todo aquello había pasado y quería olvidar, pero era como si su vida se hubiera detenido aquel desgraciado día en que se presentó en la checa de Fomento a preguntar por sus padres y su hermana. Le costaba seguir adelante.

Estaba allí, en Cuelgamuros, por Paco Enríquez, que le había encargado una misión que él quería cumplir, sólo por eso. Pese a que pensaba que él y su general eran soldados y no terminaba de ver claro que Enríquez se hubiera metido en aquel asunto de la ICCP. Explotar a hombres de aquella forma no le parecía honesto. Matarlos en el frente, de tú a tú, era otra cosa… pero abusar así de los soldados enemigos le parecía inmoral. Seguía odiando a los rojos, sí, no cabía duda, pero no tanto como en los primeros días de la guerra. Ahora le parecían inofensivos. Habían perdido y no tenían futuro alguno en aquella sociedad. Los elementos con mando estaban muertos o fugados al extranjero. Aquellos que penaban en Cuelgamuros no eran mala gente. Además, habían pagado con creces cualquier exceso cometido durante la contienda. Eran el enemigo, pero una cosa era matar a un hombre en el frente y otra torturar a un soldado derrotado de aquella manera. Despojar a un combatiente de cualquier atisbo de dignidad de aquella forma era algo miserable y ruin. Añoraba la guerra porque seguía enfermo de odio pero, pese a lo que se contaba de él por ahí, nunca había matado a un hombre desarmado. Miraba a aquellos hombres hundidos, vencidos, acarreando piedras y trabajando como esclavos y sentía algo parecido a la pena. Siempre había temido caer prisionero, sabía lo que era eso. Nadie merecía un trato como aquél, si acaso una muerte en combate, digna, heroica, y. una carta a la madre de su sargento contando cómo el soldado había caído por su país, pero aquello no… No era digno. Sabía que los japoneses se quitaban la vida antes de rendirse y que trataban con una dureza extrema a los prisioneros, pues para ellos un soldado que claudicaba ante el enemigo no era ni siquiera un hombre. Él sabía que las cosas en la guerra no eran, ni mucho menos, tan sencillas. Caer prisionero o ser herido y que te dejaran atrás eran contingencias que muchas vences dependían del destino y que no podían ser evitadas. No tenía nada que ver con el valor sino con las circunstancias, la suerte. Al menos él, durante la contienda, había tenido suerte.

Ahora deambulaba arriba y abajo y observaba. Al principio le seguían un par de guardianes pero enseguida dejaron de hacerlo. No ocurría lo mismo con un delegado de Falange en las obras, un tal Baldomero Sáez. Un tipo orondo con un ridículo bigotillo que unas veces se le hacía el encontradizo y otras se adivinaba en el horizonte, observándole. Le encargó a Venancio que se informara y éste averiguó que era hombre bien relacionado con el secretario general de Madrid, el camarada Redondo. ¿Por qué le seguiría como un sabueso? Le resultaba difícil moverse en ese nuevo mundo que era la victoria. Aquella red de intrigas, influencias y camarillas no era de su agrado. Cuando acabara aquel trabajo debía replantearse qué hacer. A veces, al relajarse, pensaba en la comida de Madrid y en Pacita. A fin de cuentas, aunque se sabía loco, ido, era un hombre, y aunque sólo deseaba que pasaran los días de aquel castigo que le parecía la vida, sentía que algo bullía en su interior al pensar en ella, en sus formas, sus labios y sus pechos, que se movían rítmicamente bajo el jersey de punto al reírse o respirar. Había terminado por convertirse en un viejo verde.