Cuaresma se carcajeó pensando que era una broma, pero al momento, comprobó con asombro que no. No sólo la idea iba en serio, sino que era acogida por aquellos descerebrados con evidentes muestras de entusiasmo. ¿Cómo se iba a ganar así una guerra? Protestó enérgicamente y, una vez más, el teniente Tornell le apoyó. Sabía hacer valer su autoridad ante sus subordinados. El sargento Benavides, el anarquista, jaleó a la tropa y se votó de inmediato. El plan fue aprobado por mayoría. Un delirio. Cuaresma había intentado negarse, oponerse a aquella locura y Tornell se les había enfrentado abiertamente pero no había manera. Al comandante incluso se le había pasado por la cabeza fusilar a tres o cuatro, pero estaban demasiado levantiscos, no contaba con más allá de una docena de hombres para imponer el orden y los dos altos mandos recién llegados no habían hecho sino reforzar las posiciones de la tropa. Cuaresma había tenido que soportar alusiones a su falta de valor -¡con lo que él había hecho en África!- e incluso que se le acusara de ser un agente de los fascistas. Tornell, muy valiente, había tenido que sacar la pistola y las cosas habían llegado a ponerse calientes ante aquellas acusaciones de cobardía. Entonces, con más coraje que ninguno de ellos, aquel joven oficial dijo que él iba con la avanzadilla pero que el sargento Benavides les acompañaba quisiera o no.
– ¡Por cojones! -había dicho sin dejar lugar a la duda.
Porque lo decía él, sin más. El otro no se había atrevido a negarse. Podían haberle tildado de cobarde.
A Cuaresma le constaba que dicho oficial, Juan Antonio Tornell, uno de los pocos apoyos con que contaba en aquella locura, había sido tanteado por comunistas y socialistas para que ingresara en sus partidos. Se comentaba que había sido policía de brillantísima hoja de servicios y que era un gran especialista en explosivos.
Con la caída de la tarde se puso en marcha el plan de aquellos descerebrados. Una avanzadilla de ciento cincuenta hombres, comandada por Tornell, se adelantó por el flanco derecho, cuyo relieve era más suave, con cinco perros a los que se ató la dinamita junto con un temporizador. La idea era disparar al aire para que corrieran hasta las líneas enemigas haciéndolas volar por los aires. Al anochecer, Cuaresma se dispuso a observar desde un promontorio con sus prismáticos mientras enviaba a un mensajero con detalles sobre el asunto para Juan Hernández que no sabía si llegaría a destino. Y en ésas estaba, mirando cómo avanzaban sus hombres, cuando había vuelto a la realidad desde sus propios pensamientos. La nieve brillaba aún y la temperatura había bajado por debajo de menos diez grados. Entonces escuchó disparos al aire.
– Ahí van -dijo su ayudante haciéndole ver que la operación estaba en marcha.
Cuaresma vio las figuras de los perros correr hacia el búnker en mitad de la noche. Al mismo tiempo, más de trescientos hombres comenzaron a correr semiocultos por una vaguada situada en el flanco izquierdo para hacer una envolvente. Fue en aquel momento cuando una sombra, que más tarde se supo era una perra, salió de no sabía dónde como una exhalación. Algunos contaron luego que de las propias líneas nacionales. Corría como una loca hacia las filas republicanas, aunque nadie supo por qué. Lo peor del asunto fue que debía de estar en celo porque, al instante, los cinco perros se giraron y comenzaron a perseguirla. ¡Corrían hacia el lugar donde se hallaban Tornell y sus hombres!
– ¡Rediós! ¿Qué es eso? -exclamó Cuaresma preguntando a sus subordinados.
– Van hacia los nuestros. ¡La dinamita! -acertó a musitar el operario del teléfono que seguía sin poder contactar con el Estado Mayor.
Los fascistas, alarmados por el ruido de los primeros disparos, comenzaron a hacer fuego y Cuaresma comprobó horrorizado que su gente había quedado atrapada en tierra de nadie. Entonces, en mitad del campo, sobre la gélida nieve, uno de los perros hizo explosión al pasar junto a los hombres que comandaba Tornell. Los demás animales debieron de explotar por simpatía al hallarse cerca, porque Cuaresma creyó ver al menos tres deflagraciones más. Una, dos, tres.
– ¡Ay, la Virgen! -exclamó alguien mientras el comandante cerraba los ojos sin poder creer lo que veía.
La perra, intacta, continuó corriendo a toda velocidad y llegó hasta las líneas republicanas perseguida por el último de los perros-bomba. Todos comenzaron a disparar a los dos canes pese a que el comandante, presa de la desesperación, intentó gritarles que no, que no lo hicieran, que iban a volar todos por los aires. Demasiado tarde.
– ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego, idiotas! -acertó a gritar el teniente Marín.
Algún imbécil hizo blanco y el perro voló justo al pasar junto al camión de la munición. La explosión fue inmensa e iluminó el campo como si fueran las tres de la tarde. El ruido fue ensordecedor. Parecía que se hubiera detenido el tiempo, como si todo transcurriera a cámara lenta.
Aprovechando aquella cegadora luz provocada por la deflagración y el subsiguiente incendio, varias ametralladoras fascistas barrieron a los trescientos del flanco izquierdo a placer pues habían quedado al descubierto cuando reculaban hacia las líneas republicanas.
El enemigo se permitió entonces lanzar incluso algunas bengalas para alumbrarse mejor. Mientras tanto, la confusión en la retaguardia era colosaclass="underline" hombres muertos, amputados aquí y allá, lloros, gritos y órdenes a medias mientras que, en el campo, quedaban los cadáveres de tantos y tantos hombres salpicándolo todo de sangre. En el área de la avanzadilla de la izquierda, los hombres de Tornell aparecían horriblemente despedazados. Cuaresma salió de la trinchera, sin reparar en su propia seguridad, al descubierto. Por un rato quedó en cuclillas, mirando hacia donde se hallaban sus hombres, con las manos en la cabeza. Sus subordinados no se atrevían ni a dirigirle la palabra. La noche iba a ser larga, así que dispuso que los sanitarios atendieran a los heridos del campamento. Al fondo se escuchaban los alaridos de los moribundos en mitad del terreno. La temperatura llegó a alcanzar los veinte grados bajo cero y no se podía auxiliar a los heridos abandonados a su suerte en tierra de nadie, porque los fascistas comenzaron a hacer fuego barriendo la zona para impedir que llegaran las asistencias. Con las primeras luces del alba aquella tragedia cobró su verdadera dimensión. Un desastre. Cuando la cosa se hubo calmado, el ayudante de Cuaresma llevó a éste el recuento de bajas. Estremecedor: trescientas veinticinco. Trescientas veinticinco bajas por seguir el plan de ¡un trapero de Cádiz! El comandante mandó que se lo trajeran para fusilarlo allí mismo, pero, tras buscarlo por todas partes, a eso de las doce de la mañana, le dijeron que el muy ladino ¡se había pasado a los fascistas! Cuaresma echó un vistazo con sus prismáticos y pudo ver cómo cogían vivo a Tornell, el único oficial serio de que disponía. Pudo ver, entre lágrimas de rabia y desesperación, cómo se lo llevaban entre empellones pese a que cojeaba ostensiblemente y que llevaba la pierna derecha empapada en sangre. Pensó que ojalá hubiera muerto. No le deseaba lo que tenía por delante. A buen seguro iba a ser brutalmente torturado por aquellos bestias para averiguar los planes de batalla de los republicanos. Un buen hombre. Una pena.