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Al menos aquellos parajes eran hermosos, sin duda. Le hacían sentirse bien tras las largas caminatas que daba para mantenerse en forma y relajar la mente. Aquello reconfortaba al espíritu aunque creía no tener alma. Además, no era creyente. El punto más alto era el Pasco de Abantos, a 1.758 metros de altura, al que acudía a diario para hacer ejercicio. Había varios arroyos por allí, el más hermoso el de Tejos, y proliferaban los espinos, helechos, jaras y tomillos. Pocos árboles quedaban del bosque inicial que poblaba la finca que dio nombre al paraje del Pinar de Cuelga Moros, pero aún destacaban algunas hermosas encinas, pinos y algún que otro roble. Hacía frío y el aire curtía como si aquello fuera Siberia. Los presos se empleaban a fondo y los obreros libres se llevaban bien con ellos. No había sabotajes pues sólo habrían provocado accidentes que hubieran ido en contra de los pobres penados o, a lo peor, habrían generado duras represalias por parte de los guardianes. Además, ya había bastantes accidentes de por sí. De hecho, de vez en cuando se producían pequeñas tragedias: una vagoneta que atropellaba a un hombre, una piedra que machacaba una extremidad, fracturas, cortes y muchas contusiones. En la enfermería no paraban.

En cuanto le fue posible se entrevistó con el arquitecto, don Pedro Muguruza, un vasco que había sido hombre sano, atlético y que contaba con cincuenta y nueve años de edad. Era un tipo de esos revestidos con un aire mesiánico, muy religioso, de los que parece que tienen una misión en el mundo. A Alemán no le gustó demasiado pese a que era respetado por los presos pues todo el mundo sabía que los trataba muy bien. Solía pagar comidas especiales de vez en cuando, en fechas señaladas y apoyaba a los equipos de fútbol de las tres empresas en las que jugaban a la vez penados y obreros libres. Se decía que, cuando la quema de iglesias del 31, había recorrido Madrid buscando reliquias y objetos de culto que hubieran podido salvarse de la quema pese a jugarse la vida por ello. A Alemán no le agradaba la gente religiosa en exceso. En el fondo, recordaba que sus padres y su hermana habían muerto por tomarse aquello de las misas y el incienso demasiado en serio. El estallido de la guerra sorprendió a Muguruza, en efecto, en Madrid; pero le ayudaron a salir de la España Republicana desde el cuerpo diplomático británico. Entró en la España Nacional y desde siempre contó con la estima directa del Generalísimo, que le nombró director general de Arquitectura. Era un hombre con una visión grandilocuente de su oficio, muy en la línea de las construcciones majestuosas del Fascio o el III Reich. Se plegaba absolutamente a los deseos de Franco, que era buen dibujante y desde el principio le había hecho diseños muy claros de lo que quería construir en Cuelgamuros.

De su conversación con Muguruza Alemán sacó dos conclusiones: una, que no era su hombre, pues ni se ocupaba de aspectos relativos al avituallamiento ni le interesaba el asunto. Lo suyo era la piedra, más «inmemorial», decía. Y dos: Muguruza, aun siendo un buen tipo, tenía delirios de grandeza y su mente se prestaba a idear el Nuevo Madrid, una nueva ciudad que iban a construir al oeste del viejo Madrid, con una enorme Vía Triunfalis y con multitud de viaductos que constituirían mastodónticos accesos a la urbe. De hecho, llegó a reconocerle que aceptaba de forma tácita la corrupción imperante pese a que, en muchas ocasiones, las obras se habían visto ralentizadas por la falta de materiales que a la mínima se desviaban al mercado negro. Aquello era cosa aceptada y no se podía luchar contra que los capataces completaran sus exiguos sueldos con algún que otro complemento sacado del estraperlo. Alemán supo por Muguruza que éste había tenido que ponerse serio porque los vagones de cemento, al llegar al Escorial, eran cargados en camiones cuyos conductores desviaban la carga llevándola a otras obras. Muchos materiales se vendían sin llegar al destino; tierras, gravas y otros. Sobre las vituallas, le dijo que en todos los campos de trabajo se distraían alimentos al mercado negro, que era asunto conocido aunque nadie hablaba de ello pues todos estaban implicados.

Alemán salió del despacho del arquitecto con la sensación de que todo lo referido a la arquitectura en Muguruza, en Franco, en el Régimen, era extravagante, excesivo e imposible de desarrollar. Más tarde supo que a aquellas alturas el hombre ya estaba enfermo: una enfermedad rara, esclerosis en placa o algo así. Se lo dijo el enfermero que tenía que ponerle inyecciones cada tres horas. Había que reconocer que pese a que su enfermedad era dolorosa, aquel tipo lo disimulaba a la perfección. Iba, venía y trabajaba mucho. Bajo el punto de vista de Alemán, se desvivía en algo inútil. Un mausoleo absurdo. Pero hacía lo que podía. Quizá el fallo era del sistema, del Movimiento. No había vías de ferrocarril, carreteras, puentes, hospitales ni dinero para construirlos y aquellos jerarcas se dedicaban a diseñar estructuras mastodónticas e inútiles. Ingenuos.

De todo aquello, lo único que de verdad tenía posibilidades de salir adelante era el Valle de los Caídos y gracias a las ingentes cantidades de dinero restadas al Tesoro Público y al esfuerzo, la sangre y el sudor de los presos. Estaba claro que Franco quería superar a Felipe II construyendo su mausoleo en un lugar más alto, quería que la cruz que debía presidir el monumento se viera desde Madrid en los días claros, e incluso desde media Castilla. Delirios de grandeza. Supo que su hombre u hombres se hallaban buscando en otra dirección.

Reencontrarse con su diario cada domingo era una especie de rito, de sana costumbre, que hacía que Tornell se sintiera un paso más cerca de la libertad.

Solía resumir en sus notas lo ocurrido durante la semana, volcaba sus anhelos para los próximos días, anotaba reflexiones, dibujaba flores y se desahogaba.

Aquella semana había sido accidentada ya que el martes habían llegado varios presos nuevos. Uno de los penados recién llegados se llamaba Abenza, Carlos Abenza y era apenas un crío de diecinueve años. Ni Tornell ni Alemán ni los demás podían siquiera sospechar la influencia que la llegada de aquel crío iba a tener en sus vidas y en los hechos que tuvieron lugar aquel invierno. Le tocó dormir en el barracón de Tornell, en un camastro junto al suyo, así que en cierto modo terminó por apadrinarlo. El crío se sentía perdido, tenía miedo y entre todos los del barracón le ayudaron a sentirse un poco mejor. Era estudiante de Filología y parecía ser que se había metido en un buen lío. Según contó, pertenecía a la Federación Universitaria Escolar. Lo habían pillado en no se sabía qué historia de unos panfletos y una imprenta ilegal y le habían condenado a dos años de cárcel. Era poco pero a él le parecía un mundo. La primera noche lloró desconsolado y Tornell le ofreció tabaco. «No fumo», contestó hipando. Se rumoreaba que en comisaría le habían dado lo suyo y luego, en el juicio, llegaron a pedirle doce años. Estaba claro que era de buena familia y que no había trabajado en su vida. Se hacía evidente que de haber sido un don nadie le habrían condenado a una pena mucho mayor; además, Tornell y los demás le hicieron ver que con el asunto de la reducción por trabajo, apenas si estaría allí un año. Con aquello Abenza pareció tranquilizarse un tanto. Había esperanzas porque, según se rumoreaba, el Patronato estaba barajando la posibilidad de aumentar la reducción de un día por jornada trabajada a seis. Una gran noticia para todos que, según los guardianes, no era ninguna tontería pues al Régimen le sobraban presos en las cárceles y mantener a tanto recluso salía carísimo. Resultaba irónico pues los mataban de hambre, pero el elevado número de penados que quedaba en los campos elevaba, curiosamente, el coste de aquella minuta. Enseguida apodaron Carlitos al nuevo y entre todos se conjuraron para echarle una mano porque en el trabajo, desfallecía. Tenía las manos llenas de callos y le sangraban, como ocurría al principio a todos los nuevos. De hecho, había sido visitado por el médico porque se le estaban llagando. A Tornell, el crío le recordaba su llegada al campo no hacía tanto tiempo; hecho un espectro, a punto de expirar en cada pequeño esfuerzo, a cada paso. No se explicaba ni cómo seguía vivo. O sí. Se sabía con una misión. Colás e Higinio, los compañeros, habían hecho un esfuerzo y movido influencias para llevarle allí y no podía decepcionar a aquella gente. Colás Berruezo era el hombre más bueno que había conocido. No le debía una vida sino varias y tenía que agradecérselo. Colás era algo así como el comunista bueno. Todos se reían de él llamándole de aquella forma pero él ni se enfadaba, era todo paciencia. Tornell le había visto moverse pesadamente por las trincheras acarreando dos y hasta tres fusiles «por si algún compañero perdía su arma». Debía haber sido cura e irse a curar leprosos a las misiones. Era de esos tipos que siempre veían el lado bueno de las personas y creía en la revolución como nadie. Un buenazo que quería cambiar el mundo haciendo el bien. Si hubieran tenido diez mil como él hubieran ganado la guerra, o eso decía Tornell medio en broma medio en serio. Un tipo noble que de pocas lo estropea todo, pues Colás, aquel tercer sábado de octubre, había conseguido que le dieran permiso para bajar al pueblo de El Escorial y ver torear a Bienvenida. No en vano, era preso de confianza y el señor Licerán le fiaba. El pobre Colás, al acabar la corrida, entusiasmado, había tomado unos chatos de vino de más y se había emborrachado como una cuba. No llegó a tiempo del recuento y aquel falangista que vagabundeaba por el campo, Baldomero Sáez, lo sorprendió llegando a Cuelgamuros cuando ya se había tocado silencio. Avisó al guardián de servicio, que por desgracia era el Amargao, y se lo llevaron entre empellones al destacamento de la Guardia Civil.