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Baldomero era un fanático falangista, un camisa vieja que fustigaba a los presos cuando pasaban junto a él. Un sádico. En el barracón, Tornell preocupado por el destino de su amigo, no podía pegar ojo. Pensaba en Colás, en lo mucho que le había ayudado y supuso que estarían dándole una buena paliza. ¿Qué se podía hacer? ¿Lo mandarían a un campo? Entonces se le ocurrió una locura. Sin pensarlo dos veces salió del barracón. Una imprudencia, porque eran las doce y media y estaba violando el toque de queda. Ni siquiera pensó en que se exponía a que le pegaran un tiro si le confundían con un fugado. El corazón le latía desbocado y parecía que las sienes le fueran a estallar pero siguió caminando sin pensar en ello. En un momento llegó a casa del señor Licerán.

– Pero… ¿estás loco? ¿Qué haces aquí? -le dijo cuando abrió la puerta.

– ¡Se han llevado a Colás!

En cuanto Tornell explicó lo que pasaba, el capataz se puso un abrigo sobre el pijama.

– ¡Vamos! -repuso.

– Pero… ¿el toque de queda?

– ¡Vas conmigo, cojones!

No tardaron en llegar al destacamento. Al momento les salió al paso un cabo de la Guardia Civil. El señor Licerán, muy tranquilo, se adelantó ofreciéndole tabaco.

– Ha entrado pronto el frío, ¿eh? -dijo rompiendo el hielo. Era hombre de mundo y tenía experiencia.

– Y que lo diga. -El «civil» miró a Tornell con cierta desconfianza. No en vano era un preso moviéndose por el campo a deshora.

– Es un buen hombre -dijo Licerán refiriéndose al penado-. Va conmigo, tranquilo.

– Perdone, señor Licerán, pero no deja de ser un preso y está fuera del barracón, debo dar parte.

– Espera, hombre, espera. Hemos venido a interesarnos por mi mejor cantero que se ha «chispao» y ha llegado tarde al recuento.

El otro que, disimuladamente, se había quedado con el tabaco del capataz, se cerró en banda y contestó mirando a Juan Antonio.

– Sí, la ha armado buena. Pero no se puede dar información sobre un detenido, lo siento. Además, debo dar parte. ¿Cómo te llamas?

Tornell tuvo que morderse la lengua para no soltarle un improperio. Aquel tipo se estaba poniendo pesado y amenazaba con empeorar la situación. Licerán terció.

– Hombre, hombre, no nos pongamos así, ¿cómo se llama usted, cabo? Algo podrá arreglarse…

– Me llamo Martín, cabo Martín, y no sé qué hacen ustedes aquí y qué está insinuando.

Aquello comenzaba a ponerse feo. Por lo que parecía, el guardia civil estaba de mal humor y podía pagarlo con ellos.

Así eran las cosas. Entonces, una voz desde detrás de Tornell dijo:

– ¿Qué cojones pasa aquí, Martín?

Licerán y Juan Antonio se giraron y vieron a Fermín, el guardián al que todos apodaban el Poli bueno. Bajaba por la cuesta hacia ellos.

– Aquí, estos… señores… -dijo tras mirar al encargado de Banús-… que hay algo raro…

– Un momento, un momento -apuntó el guardián-. No me seas tiquismiquis que aquí, Licerán, es hombre de confianza de los señores Banús. ¿No lo sabías? A ver si te vas a meter en un lío, Martín, que te conozco. Es mejor no molestar a la gente importante. Aquí lo prioritario es que las obras sigan a buen ritmo. Yo respondo por él y por el preso. Usted, señor Licerán, acompañe a su hombre al barracón y encárguese de que se meta en la cama. Yo me entiendo con aquí, mi buen amigo Martín.

– Pero… -insistió Juan Antonio-… Es que hemos venido por…

– Déjame a mí el asunto, Tornell. No temas por tu amigo.

Aquello dejó de piedra al preso. ¿Cómo sabía lo de Berruezo? Él no estaba de guardia. Licerán y Tornell hicieron lo que decía Fermín que, pese a ser un simple guardián, parecía tener cierto ascendente sobre el cabo de la Guardia Civil.

Cuando el capataz le dejó en el barracón Juan Antonio se metió en la cama. No podía pegar ojo entre los sonidos de los hombres que duermen hacinados. Le venían a la cabeza imágenes que creía apartadas de su mente y veía en ellas a Colás. Tenía miedo por él. ¿Cómo había podido actuar así? Él solo, por una tontería, se había metido en un buen lío. Lamentó ser ateo pues de buena gana hubiera rezado por si aquello ayudaba. Las horas se hicieron eternas. Al fin, a las siete, apareció Fermín por el barracón. Le dio con el brazo para despertarle, porque se había quedado traspuesto, y con un gesto de la cabeza le animó a acompañarle al exterior. Hacía un frío de mil demonios. Tornell sólo tenía una chaqueta y, aunque se forraba el pecho con papel de periódico, sentía como si le taladraran mil agujas.

– Tranquilo, que esta misma mañana sale -dijo el guardián.

Tornell suspiró de alivio.

– ¿Le han pegado? -preguntó.

– No, está durmiendo la mona. Ha habido suerte. El cabo Martín es de mi pueblo y yo trapicheo un poco con los civiles, ya sabes, algo de tabaco, aceite…

Tornell se sorprendió mucho por aquello pues tenía al guardián por un hombre muy recto. Comprendió que el trapicheo era algo aceptado en aquel mundo. El mercado negro había hecho ricos a muchos en poco tiempo y en un país asediado por el hambre y el racionamiento era imposible poner freno a algo así.

– Yo me encargo del castigo -dijo el guardián-. Haré que le metan cinco domingos de trabajo, sin descanso.

– Muchas gracias, Fermín.

– Es mejor que una paliza o quién sabe, que lo hubieran mandado de nuevo a prisión. -Tornell le dio la mano, ni siquiera supo si llegó incluso a besársela. Así de agradecido estaba.

– Y ahora vete a dormir. Es domingo y podrás haraganear…