– Muchas gracias otra vez.
– No hay de qué -dijo.
Entonces, cuando se giraba para irse, Tornell acertó a decir:
– Fermín…
– ¿Sí?
– ¿Cómo es que usted?… ya sabe, siendo su compañero… tan… duro con nosotros… y usted, en cambio… es…
– ¿Quieres preguntarme por qué os trato bien?
El preso asintió. Fermín, entonces, encendió un pito con parsimonia. Había decidido quedarse un rato.
– ¿Quieres?
– Sí -contestó Tornell-. Me vendrá bien.
El guardián exhaló el humo con cierto placer y dijo:
– Yo era como mi compañero, Julián, al que llamáis el Amargao. No te preocupes, lo sé, hace tiempo que me enteré. Es mi trabajo saberlo todo. Esto es como un cuartel o un colegio, todo el mundo tiene su apodo. Yo fui como él, sí. Bueno, no. Era peor. Disfrutaba con mi trabajo. A veces uno se siente bien notando el miedo de los demás, pegando a gente que no puede defenderse… vengándote en ellos de los palos que da la vida… Es difícil de explicar pero se siente uno mejor, fuerte, poderoso… Un buen día, estaba yo por aquel entonces en la cárcel de Vitoria y la guerra aún no había acabado, aunque recuerdo que la victoria era inminente y el volumen de presos que iba llegando era brutal. Algo acojonante, oye. Vascos, muchos vascos, todos los que caían prisioneros… pues ya. sabes, los mandaban para arriba a ser juzgados. Cada noche me daban una lista de unos veinte tíos e íbamos a buscarlos. Nos acompañaban y pasaban la noche en la capilla con el cura, uno de Bilbao, con una boina enorme. Luego, al amanecer, se les fusilaba. Un buen día, no sé por qué exactamente, la lista de condenados a muerte fue muy corta: cinco hombres. Paso a por ellos, los nombro, se despiden de los otros presos (yo esto lo hacía como el que oye llover, sin un atisbo de sentimentalismo) y ¡hala!, allá que nos vamos para la capilla. Cuando llego, toco a la puerta y sale el cura. Le doy la lista, mira tras de mí y ve sólo a cinco presos… y con cara de pena me dice: ¿tan pocos?
Entonces se hizo un silencio. Tornell notó que Fermín quedaba muy serio, como pensativo. Revivía aquella escena como si estuviera volviendo a producirse.
– Se me encendió una bombilla, Tornell, una bombilla. ¿Te das cuenta? ¿A qué extremo habíamos llegado que un cura se lamentaba de que ese día se fusilara a tan poca gente? ¡Dios, era un cura! Debía velar porque no nos matáramos entre nosotros… Joder… Cuando vi la cara del cura y oí aquel maldito comentario que hizo, supe que habíamos perdido el norte, el buen camino. ¿En qué nos habíamos convertido? Y es por eso que os trato bien…
Y dicho esto, sin dar más explicaciones, se giró y se fue cuesta arriba hacia su casa sin siquiera despedirse. Tornell sintió que se le ponían los pelos de punta y optó por ir a dormir un poco.
Capítulo 11. Tabaco
Después de los acontecimientos de aquella noche Tornell pasó casi todo el domingo durmiendo. Fue a misa, eso sí, por el ticket. Comió bien y volvió a descansar. Estaba más tranquilo. Cuando quedó a solas en el barracón, aprovechó para hacer anotaciones en su diario. Colás apareció por allí a eso de las ocho de la noche. Tornell dio las gracias de nuevo al señor Licerán y al Poli bueno, Fermín. Nada más verle, le dijo a Colás que se merecería trabajar no cinco sino mil domingos, por idiota. No le habían pegado. Entonces, tras sermonearle como si siguiera siendo su subordinado, se abrazó a él y rompió a llorar. No sabía muy bien qué le pasaba pero no pudo evitarlo. Se sintió como un niño, invadido por la emoción, y se deshizo en un mar de lágrimas. Le molestó mucho que, casualidades de la vida, en aquel momento pasara por allí Roberto Alemán, el Loco, el del incidente de las piedras. Aquel desequilibrado se quedó mirándole con curiosidad, con ojos escrutadores. Luego siguió su camino. Estaba chiflado. Tornell sabía cómo las gastaban aquel tipo de fanfarrones que no perdonaban la debilidad. Y mientras tanto él, allí, llorando como una colegiala. No quiso pensar más en aquello. Lo importante era que Colás estaba bien. Entonces, sin poder evitarlo, su mente volvió a Alemán. ¿Qué le ocurrió tras escapar de la checa?
Roberto Alemán continuó con sus pesquisas pero, de momento, no avanzaba demasiado. Comenzaba a sospechar que aquellos que distraían las mercancías conocían de la naturaleza de su misión allí. Desde su llegada había acudido un par de veces a la oficina a comprobar discretamente los estadillos: primero sobornó a un administrativo del campo, Paco López Mengual, un buen tipo. Gracias a él pudo comprobar -siempre eligiendo una o dos mercancías al azar- las cantidades entrantes y luego las que quedaban en el almacén y éstas coincidían plenamente.
Además, su ordenanza, Venancio, le ayudó encargándose de vigilar, discretamente, la llegada de los camiones y su descarga. Por extraño que pareciera no había visto nada raro. Alemán había hecho averiguaciones telefoneando a la ICCP. Logró hablar con un viejo compañero de la Academia de Alféreces Provisionales, José Antonio Jamalar, que le había contado que era práctica habitual distraer las mercancías cuando llegaban a los campos. De manera que el estadillo que se llevaba a modo de inventario y el menú diario que se registraba en la oficina no coincidían con lo que de verdad se servía a los presos en los campos. Siendo práctica habitual el desvío de alimentos para el mercado negro resultaba muy extraño que el menú coincidiera con el de la oficina. Además, Venancio había hablado con unos presos que decían que el rancho había mejorado ostensiblemente en los últimos días. Todo aquello apuntaba en una dirección: los implicados en el estraperlo sabían de la naturaleza de su misión, estaban sobre aviso y le sería muy difícil descubrirles. No estaban robando ni un gramo de harina y así seguirían mientras él se hallara en el campo.
A Alemán, por otra parte, le llamó la atención encontrarse una mañana por allí a Millán Astray que, siguiendo su línea de comportamiento habitual, soltó una soflama insufrible a los penados. Roberto sabía que estaba totalmente ido y aquello le animó, la verdad, pues era agradable comprobar que había alguien peor que él. Las mutilaciones asustaban a la gente y Millán Astray sabía jugar con aquel detalle y sacarle partido. Cuando lo vio le saludó muy afectuosamente porque sabía que la gente creía a Alemán tan loco como él. Los presos aguantaron estoicamente su arenga patriótica porque sabían que, al acabar, siempre tenía el detalle de repartir tabaco a espuertas. Charló con aquel loco durante algo más de diez minutos y se alegró al saberse fuera del acceso a los círculos de poder. Todos aquellos tipos estaban para encerrarlos en un manicomio y tirar la llave. El director del campo era otra cosa. A Alemán no le gustaba y era su máximo sospechoso. Pudo averiguar en administración que tenía deudas -quizá era su hombre-. Su mujer era una mandona, una bruja horrible a la que odiaban los presos. Había convencido al marido, un pusilánime, para que los penados llevaran unos botones o chapas de identificación: blancos si cumplían treinta años de pena y dorados si habían tenido condena a muerte. A los capataces -que eran quienes manejaban aquello de verdad- no les agradaba la medida y habían llegado a enfrentarse al marido. En cualquier caso, aquella mujer antipática y mal encarada se creía una réplica de la mujer de Franco y eran frecuentes sus viajes a Madrid para malgastar en ropa y collares. Los capataces, fieles a sus respectivas empresas, no eran partidarios de que se maltratara a los presos. Sabían que un obrero contento rinde más; además, los penados convivían con obreros libres que eran quienes tenían acceso a los explosivos y a las tareas de más responsabilidad. Críspula se llamaba aquella beata a la que Roberto decidió no perder de vista. Otro posible sospechoso para Alemán era el capitán de la Guardia Civil. Nadie comprendía para qué era necesaria la presencia de un oficial allí para tan poco destacamento por lo que se rumoreaba que era un enchufado. Otros decían que estaba allí castigado, para purgar un asunto de faldas con la hija de un general a la que había arrastrado al mal camino. Se decía que era un hombre vicioso, de origen aristocrático, un tipo decadente que nunca subía al destacamento donde un sargento se hacía cargo de todo. Alemán averiguó que el capitán era morfinómano. Se llamaba Trujillo, capitán Trujillo, y al parecer se había aficionado a aquella droga durante la guerra, como tantos otros. Eso le hacía vulnerable y un posible sospechoso pero apenas acudía al destacamento desde su casa en El Escorial por lo que no debía estar al tanto de los tejemanejes del campo. ¿Cómo podría controlar el desvío de alimentos desde el pueblo? Alemán llegó a la conclusión de que debía entrevistarse con él.