El sabueso que Falange había colocado tras sus pasos continuaba siguiéndole. Aquel Baldomero Sáez era un tipo brutal que disfrutaba propasándose con los presos. Alemán reparó en que a él, sorprendentemente, aquellos pobres prisioneros comenzaban a darle pena. Igual se estaba haciendo blando. ¿Por qué le seguía Sáez? Necesitaba información sobre el falangista, pero ¿dónde podría obtenerla?
A mitad de semana ocurrió algo que vino a preocupar sobremanera a Juan Antonio Tornell. Algunos hombres jugaban a los bolos al acabar la jornada. Lo hacían junto a los barracones, pese al frío, y los demás pululaban por los alrededores echando un cigarro o charlando antes de que llegara la hora de la cena. Fermín, el Poli bueno, les vigilaba siguiendo las incidencias del juego mientras dejaba pasar los minutos hasta que llegara la hora de retirarse a su pequeña vivienda. Entonces apareció por allí Alemán. A Tornell le daba grima. Todos le tenían miedo y él temía que algún día supiera que una vez, aquel despojo humano que tenía delante, un prisionero, había sido el encargado de esclarecer los detalles de su fuga. Curiosamente, el militar se dirigió hacia él y le arrojó, sin más, un cartón de tabaco.
– Toma -dijo por toda presentación.
Tornell y Colás, que charlaban tranquilamente, se levantaron de golpe para cuadrarse.
– Sentaos, sentaos -dijo Alemán-. Descansad.
Hubo un silencio embarazoso. Todos los presos miraron hacia el lugar donde se encontraban. Incluso los que jugaban a bolos interrumpieron la partida.
– Perdone, señor, no entiendo -repuso Tornell tímidamente.
– Son para ti. Te lo mereces -dijo el capitán.
– Pero esto… señor, esto es mucho. Es un tesoro -farfulló el preso totalmente avergonzado.
– Bah, una nadería, tengo un montón. Estuve en aduanas.
Tornell no sabía qué hacer. Todos le miraban como acusándole pero no podía rechazar aquello. Hubiera sido considerado como una afrenta por aquel loco y no quería agraviarle. Su reacción podía ser imprevisible al tratarse de un demente. Colás, discretamente, se hizo a un lado. Tornell, con el cartón de tabaco en la mano, hizo un aparte con el oficial.
– Señor, usted disculpe -le dije-. Le agradezco mucho este detalle, pero no sé por qué merezco esto.
– El otro día te vi. Llorabas.
Juan Antonio sintió una punzada de rabia. No le agradaba que uno de sus carceleros le hubiera visto llorar. Había jurado no darles el gusto de verle vencido, humillado. Además, aquel tipo era un chalado. ¿A qué venía aquello?
– No, no te preocupes -continuó diciendo el Loco-. Sé lo que pasó con tu compañero, me han contado que violaste el toque de queda para intentar socorrerle. Ese Colás y tú tenéis valor. Os apoyáis en la desdicha, en los momentos más difíciles, como hacen los buenos soldados y los hombres valientes. Compártelo con él si quieres. Te honra haber llorado por ver sano y salvo a un amigo, eres un buen tipo Tornell. Es un presente de soldado a soldado. -Volvió a hacerse el silencio entre ellos.
Alemán miró alrededor y reparó en que todos les observaban.
– ¡Cada uno a lo suyo! -gritó entonces el oficial mirándoles con mala cara. Los presos volvieron, sumisos, a sus actividades. Alemán tomó a Tornell del hombro y lo apartó para que se sentara junto a él en una enorme piedra.
– No te preocupes, hombre, no pasa nada. Toma asiento, no muerdo -dijo como invitándole a charlar.
Juan Antonio hizo lo que el oficial le decía y tomó la palabra:
– Señor, no se lo tome a mal. Le agradezco mucho el gesto, pero es que mis compañeros pueden pensar que… que soy…
– ¿Que eres un chivato?
– Sí, más o menos.
Alemán estalló en una violenta carcajada.
– ¡Qué coño! -dijo-. Tú eres un tipo valiente, con más cojones que todos esos piltrafas. No temas. Lo saben. Y te respetan por ello. Además, he leído tu expediente.
– Si no le importa, me gustaría repartirlo. El tabaco, digo.
– Sí, sí, buena idea, así limarás asperezas. Lo entiendo, lo entiendo…
Quedaron en silencio de nuevo.
– ¿Sabes? Tú y yo somos oficiales. Luchamos en bandos distintos y uno ganó, sí, pero debemos ayudarnos, ¿no? -dijo de pronto el Loco.
Tornell asintió. Aquel tipo le ponía nervioso. Estaba para encerrarlo en un psiquiátrico.
– No debes tenerme miedo -continuó-. Sé que se cuentan cosas sobre mí. No hagas caso, la mayor parte de ellas son falsas.
– Pero dicen que usted escapó de la checa de Fomento.
– Sí, ¿ves? Y eso sí que es verdad. Aún no me explico cómo pude hacerlo. Salí de allí hecho una bestia, un animal peligroso. No negaré que he sido un buen soldado, ya sabes, matar es nuestro trabajo. Pero se dicen muchas mentiras, en mi vida he dado el tiro de gracia a un tío. Lo mío fue siempre el frente. Salvo…
– ¿Sí?
– Salvo al acabar la guerra. Había jurado vengar la muerte de mis padres y de mi hermana. Murieron en aquella checa. -Tornell puso cara de pena y disimuló como si no lo supiera-.Yo me había propuesto cazar a todos los chequistas que pudiera. La mayoría logró escapar al extranjero. Pero di cuenta de los que quedaron aquí. Varios. El último, Felipe Sandoval.
– El doctor Muñiz.
– Se hizo famoso, ¿eh? Menudo hijoputa. Todo el mundo en España llegó a conocer a ese carnicero.
– No, no, yo lo conocí personalmente.
– ¡Cómo!
Tornell notó que el otro le miraba con desconfianza.
– Sí, de mis tiempos de policía. Sandoval era un delincuente. Era de Madrid, sí, pero cometió muchos delitos mientras vivía en Barcelona.
– Por un momento pensé que igual habías sido anarquista pero, claro, tú fuiste policía. ¿Cómo ibas a andar enredado con la CNT?
– Y de los buenos -dijo Tornell con cara de pena-. Me gustaba mi trabajo y no se me daba mal, la verdad. Recuerdo a Sandoval. Un ladronzuelo. Había salido por piernas de París, donde desplumó a una doméstica. Lo detuvimos varias veces. Allí, en Barcelona, fue donde los carceleros le deformaron la cara de una paliza. El tipo había intentado fugarse en un motín muy violento y lo cazaron. Le dieron lo que no está en los escritos. Luego se hizo anarquista. Lo demás, ya lo sabrá usted.
– Sí. Lo sé.
– Me lo encontré en Madrid, cuando la guerra. Iba armado y acompañado por tipos violentos como él. Me miró mal, me recordaba. Sentí miedo, la verdad, era evidente que estaba aprovechando para igualar cuentas con aquellos que le habían afrentado en el pasado. ¿Cayó prisionero?
– ¿Cómo?
– Sí, Sandoval. ¿Fue hecho prisionero?
– Intentó escapar por Alicante pero, como ya sabrás, los barcos no llegaron a tiempo.
– Lo sé.
– Alguien lo identificó y lo mandaron para Madrid en la Expedición de los 101.
– ¿Los 101?
– Sí, los más buscados: periodistas, diputados, alcaldes, pistoleros, criminales… no creas, el tipo cantó de lo lindo. Está todo en la «Causa General». Me avisaron. Cuando llegué estaba ido, entre la tortura y las amenazas de sus compañeros había terminado por romperse. Todos sabían que había confesado y delatado a sus camaradas. Le animaban a matarse desde sus celdas y no le dejaban dormir, los carceleros lo escuchaban todo.