Hubo un nuevo silencio.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Juan Antonio arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.
Alemán lo miró fijamente a la cara.
– Lo tiré por la ventana -dijo sin atisbo de emoción.
– Vaya.
– Luego dijeron que se había suicidado. Quizá no debí hacerlo. No creas, Tornell, es la única vez en mi vida que he matado a un hombre desarmado, lo juro. Pero no me arrepiento. Había leído su declaración y sabía que era carne de cañón. Undesgraciao sin padre que había crecido en la barriada de las Injurias. Un crío que se había criado delinquiendo y malviviendo de la caridad de los hospicios. Lo sé. Sé que un tipo así no tiene oportunidad en la vida. Pero yo quería hablar con él, echármelo a la cara y preguntarle qué culpa tenían mi hermana y mis padres de aquello, de que su vida hubiera sido así. Y yo mismo. ¿Qué le habíamos hecho?
Alemán volvió a quedar en silencio. Roberto siguió hablando:
– Pero no. Lo vi y no pude contenerme. Lo enganché del pescuezo y lo levanté en peso. Ya no parecía tan valiente, ¿sabes? Lo arrojé al vacío, sí. De pocas me cuesta un disgusto. Me salvó el que ya hubiera cantado de pleno.
Tornell miró al capitán a la cara, parecía hacer un gran esfuerzo por recordar, como si se hallara lejos de allí.
– ¿Sabe? Siempre he pensado que gente así, como Sandoval, son los que nos hicieron perder la guerra. Los sádicos, los torturadores se crecen en ocasiones como aquélla. El caos y la desorganización nos perjudicaron, pero la gente como el doctor Muñiz nos hizo perder muchas adhesiones, sobre todo entre las clases medias.
– No tengas duda, Tornell, no tengas duda. Yo mismo no tenía filiación política alguna y mira… Pero los verdaderos culpables son los que estuvieron de acuerdo en utilizar a carniceros así para lograr sus fines.
– Quizá. Nunca estuve de acuerdo con lo que ocurría en las checas, Alemán.
Roberto asintió con la mirada perdida. Entonces habló:
– Eso, viniendo de un rojo tiene un gran valor para mí, Tornell. Y no creas, que los míos también hicieron cosas… podría contarte cosas que vi, barrabasadas cometidas por los moros que asustarían al más templado. La guerra, amigo, la guerra. Y se siguen haciendo barbaridades, créeme.
Volvieron a quedar en silencio.
– Disfruta del tabaco y descansa. Eres un buen hombre, Juan Antonio -dijo Alemán levantándose y dando por terminada la conversación.
Cuando Tornell quedó a solas reparó, con sorpresa, en que había sido agradable charlar con aquel tipo. Sintió, una vez más, lo sucedido en la checa y comprendió por qué la guerra creaba monstruos como aquél. Lo que más le preocupaba era que, por un momento, había estado a punto de contarle lo de la investigación que él mismo había llevado a cabo. Lo tomaría por uno de sus captores. Se mentalizó para no meter la pata y no comentar el asunto con nadie, ni siquiera con Colás.
Capítulo 12. Toté
Aquella mañana Tornell esperó ansioso el autobús de la Tabanera que llegaba desde Madrid por Guadarrama tras pasar por El Escorial. Había oído misa para que le sellaran el ticket y se había bajado a esperar la tartana. Los presos que iban a tener visita aguardaban impacientes. Él el que más. Temía que hubiera algún imprevisto y que Toté tampoco pudiera ir esta vez. Cuando vio llegar el autobús sintió que se le saltaba el corazón. Ella bajó la primera: guapa, alta, siempre tan distinguida, incluso en un lugar como aquél. Tornell corrió hacia ella y se fundieron en un abrazo. No podían dejar de llorar. Ninguno de los dos.
Ella, tras unas lágrimas iniciales, se separó, y tras echarle un vistazo dijo:
– ¡Estás en los huesos! ¿Qué te han hecho?
Juan Antonio le chistó para que no hablara en esos términos.
– ¡Qué dices! -contestó sonriendo-. Ahora estoy hecho un Tarzán. Si me hubieras visto al llegar aquí…
Volvieron a abrazarse y se besaron profunda y lentamente.
El cura andaba por allí, como siempre, para evitar que los presos y sus mujeres sobrepasaran el decoro con sus muestras de cariño, por lo que Tornell la tomó del brazo y se perdieron monte arriba. Como hacían los demás. Allí, bajo un enorme pino, sin apenas haber hablado hicieron el amor. Dos veces. Hacía seis años, quizá más, que Juan Antonio no sabía lo que era estar cerca de una mujer, de su mujer. Era maravilloso estar allí, como en un sueño, tocarla, olería. Su piel era tan suave… En aquellos momentos, ésa era la única realidad y Cuelgamuros parecía una mala pesadilla de la que acababa de despertar. No podía evitar el recuerdo de lo que había pasado en los campos de concentración en los que había malvivido. Recordaba el frío de Teruel, cuando cayó prisionero, herido en la pierna y tratado como un perro. No le avergonzaba recordar que les había contado todo lo que sabía sobre las posiciones del ejército de Saravia. Además, acababan de llegar a la zona y tampoco era gran cosa. No quiso darles la oportunidad de que le hurgaran en la herida para hacerle hablar. Había sido hecho prisionero por el plan de un niñato analfabeto, aquella idea peregrina de los perros y la dinamita y estaba enfadado por ello. Aquel sistema no merecía que se resistiera y sufriera tortura por continuar con el delirio, el desorden que les llevaba de cabeza al caos. Sólo pensaba en su mujer, en sobrevivir. Fue un cobarde quizá. Pero no es fácil pasar por una situación así. Herido, prisionero, a veinte grados bajo cero. Logró sobrevivir gracias a unos ajos que llevaba en el bolsillo. Tres cabezas. Los comía crudos porque sabía que eran buenos para la circulación y para las infecciones. Pasaron seis largos días hasta que le evacuaron a un hospital. Todo eso y más se agolpaba en su mente junto a Toté, convirtiéndose a sus ojos, en alguien más callado y extraño.
– ¿Dónde estás, Juan? -le dijo ella acariciándole la cara.
Tumbados en una manta de cuadros, bajo un enorme pino, notaba que ella le miraba con pena, horrorizada por el aspecto que el hambre y las privaciones habían terminado por darle. No le gustaba que su mujer le viera así. Se pusieron al día: no, no estaba con nadie, le había esperado. Siempre había sabido que estaba vivo o por lo menos había querido creerlo. Supo que había sido hecho prisionero por una carta de su comandante. Temió lo peor, sí, pero al acabar la guerra se sintió aliviada porque al menos pudo saber que estaba vivo, que no lo habían fusilado. La Cruz Roja la había ayudado a saber dónde se hallaba. Ella volvió a llorar cuando le contó que su padre y su madre habían logrado escapar por la frontera con Francia al acabar la guerra, como tantos y tantos catalanes. Estaban muertos. Su padre, Hereu, no pudo reponerse de aquel camino a pie y falleció en un campo de prisioneros en Francia. Enriqueta, la madre, le siguió un año después. Hasta ahora no habían podido hablar de ello. Y ella, en sus últimas cartas, se lo había ocultado. Decidieron comer bajo aquel pino, «la suite nupcial», como lo bautizó ella. Hacía frío pero había salido el sol y calentaba el cuerpo. Toté dispuso un mantel de cuadros que sacó de una cesta. Allí había un poco de queso, vino y ¡una tortilla de patatas! Se sintió el hombre más feliz del mundo. Más tarde bajaron al campo, donde Juan Antonio cambió el ticket por algo de tabaco y aprovechó para presentar a Toté a los compañeros. Todos quedaron con la boca abierta. Se la comían con los ojos. Se sintió orgulloso de ella.
Tornell reparó en que Toté se esforzaba por agradar. Estuvo muy simpática con unos y con otros, sí, pero él sabía, se le hacía evidente, que estaba horrorizada al ver cómo habían terminado aquellos hombres, valientes defensores de la República en otro tiempo. Todos habían sido soldados, hombres valerosos; él mismo lo fue y ahora se hallaban reducidos a aquella mísera condición de esclavos de los vencedores. Trabajando hasta matarse por conseguir unas monedas y soñando con el día de la libertad. Ya no fantaseaban con salvar al mundo, con eliminar a los capitalistas o acabar con el hambre, no. Todo había terminado. Ella había intentado disimular el horror que le producía verle así, verlos de aquella forma, pero Tornell sabía lo que pensaba. No dejó de decirle que estaba distinto, que había cambiado. ¿Cómo no iba a ser una persona distinta después de haber vivido un infierno? Toté intentaba disimular pero de vez en cuando se le escapaba un «qué flaco estás». Tornell no pudo ni quiso contarle que aquello, comparado con los demás lugares en que había estado, era casi un paraíso. Resultaría increíble para alguien de fuera. Luego dieron un paseo. Ella se sorprendió al ver que había familias de presos viviendo en aquellas chabolas. Dijo incluso que quería dejar el trabajo y vivir allí con él.