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– ¡Ni en broma! -contestó él dando por cerrado el asunto.

No quería que su mujer viviera de aquella manera por su culpa. Ella era de buena familia, había crecido en un buen ambiente y estudiado en buenos colegios. No deseaba que terminara malviviendo así, como un animal. Allí hacía mucho frío y en las chabolas apenas podía uno entrar en calor.

– ¡Y tú eres hijo de notario! -le reprochó ella intentando imponerse.

Tornell no recordaba lo guapa que se ponía cuando se enfadaba. Siempre tuvo un algo de lo que carecían las demás; no sólo su belleza sino quizá un aire de distinción que la hacía parecer por encima de las otras, un no sé qué casi aristocrático que le llevaba a pensar que en otra época tal vez hubiera sido duquesa o la esposa de un príncipe. Incluso en los días de la revolución la gente le cedía el paso, le cedían el asiento en el tranvía. Parecía estar por encima del mundo pese a que era una joven sencilla que prefería ver las cosas buenas de los demás en lugar de centrarse en los aspectos más mezquinos de la política. Quizá sólo lo pensaba él y ella era una de tantas, pero la amaba. Tornell supo convencerla para que siguiera con su trabajo y aguantara. Aunque sólo pudieran verse una vez cada tres semanas o incluso, una al mes, aquello era soportable. Él lo podía aguantar. Ahora que la había visto lo sabía. O eso le dijo. La animó diciéndole que ni siquiera tendrían que esperar ocho años. De vez en cuando había indultos. Quizá en cinco o a lo sumo seis años saldría de allí. Entonces se irían al extranjero. En España no podría volver a ser policía y no sabía hacer otra cosa. Una nueva vida en otro lugar. Lejos de aquel país cainita y maldito. Lejos de toda aquella gente, de vencedores y vencidos. Ella, ilusionada y crédula, se convenció sin sospechar que él le estaba mintiendo. No habría otra vida lejos de allí, en otro lugar, pero sólo Tornell lo sabía. Se maldijo por haberle mentido de aquella manera.

Estuvieron ojeando la prensa, las carteleras de cine. Tenían muy buena pinta y fantasearon con la posibilidad de ir juntos a ver una buena película. Tornell no recordaba la última vez que había estado en un cine. Venían anuncios muy grandes, con carteles muy bonitos:Sólo los ángeles tienen alas, con Cary Grant y Rita Hayworth. ¡Qué envidia! Poder salir, de allí, juntos, ser libres…

Cuando se despidieron, ella le abrazó y se echó a llorar. Le quedaba un viaje de vuelta larguísimo por delante y no quería separarse de él. A Tornell se le hizo un nudo en la garganta. Apenas si podía hablar. Cuando vio el autobús alejarse y a ella agitando la mano en la parte de atrás, no pudo reprimir el llanto. Una vez más, el que fuera curtido policía, se deshizo en lágrimas. Y ocurrió por dos motivos: porque no quería que se fuera y porque le había mentido. ¿Merecía ella algo así? ¿Acaso era tan importante su venganza?

En aquel momento, de nuevo, pasó junto a él el Loco Alemán. Iba del brazo de una chica joven, atractiva, que al parecer había subido a verle en un coche negro que llevaba el estandarte de un general. Aquel tipo volvió a mirarle fijamente, de forma extraña, como cuando le vio llorar abrazado a Colás. Tornell se sintió incómodo pues sintió que el otro no le perdía de vista, le miraba y le miraba. Siguió haciéndolo de modo insistente mientras que caminaba cuesta abajo sin soltar el brazo de la mujer. Y él llorando como un idiota. ¿Cómo había podido permitir que aquel hombre, un enemigo a fin de cuentas, le viera así? Sintió rabia. Impotencia. Y vergüenza.

Al menos el crío de la FUE, Carlitos, se adaptaba. Había tenido mucha suerte y hacía dos días que había sido trasladado a la oficina de San Román a hacer de oficinista porque era universitario y su familia parecía tener cierta mano. Lo cambiaron a otro barracón y Tornell lo veía mucho menos. Carlitos parecía triste por el cambio, así que Juan Antonio intentó animarlo contándole que el Rata era de Don Benito como él. Pensó que al chaval le vendría bien hablar con un paisano. Aquello puso muy contento al crío pero le desanimó saber que, de momento, no podrían conocerse porque David el Rata llevaba más de veinte días desbrozando un cortafuegos con un pelotón cerca de Guadarrama y no habían coincidido aún. Esperaba que el contacto con el Rata le hiciera sentirse mejor. Cuando uno está encerrado esas pequeñas minucias son las que te hacen soportable la vida; lo sabía por experiencia. La vuelta de David era inminente, así se lo había hecho saber el señor Licerán, por lo que Tornell se tranquilizó al respecto.

Apenas habían pasado dos días de la visita de Toté y la añoraba más que nunca. Además, le había ocurrido algo raro. Higinio, el hombre al mando de los comunistas, el preso de confianza, se le acercó a la hora de comer y le dijo de pronto:

– ¿Podemos contar con tu ayuda?

– ¿Conmigo? Pues claro, ya lo sabes. Para eso estoy aquí. ¿En qué más os puedo ayudar?

– Algunas cosillas podrás hacer en tu nuevo puesto.

– Bastante hago ya, ¿no? Además, ¿de qué puesto hablas?

Entonces, Higinio le soltó la noticia.

– Te van a dar el puesto de cartero, el lunes.

Tornell se quedó paralizado, sorprendido. Con la boca abierta.

– Pero… -acertó a decir-… ¿de qué hablas? ¿Cómo lo sabéis?

– Es obligación del Partido saberlo todo, ¿contamos contigo? Podrás subir y bajar del pueblo e igual te pedimos algún favor.

– Si no es cosa de riesgo, sí. Tengo mis prioridades.

– Sí, sí, está claro.

– ¿Cartero?

– Sí, sí, cartero. Ya te iré avisando entonces, no temas. Serán cosas sencillas…

Y se fue dejándole intrigado.

Tornell hizo sus indagaciones y supo que, en efecto, el tipo que hacía de cartero, uno de Construcciones San Román, salía libre el lunes.

Pero ¿por qué él? Llevaba poco tiempo allí y aquel puesto era un chollo, sólo para enchufados. ¿Por qué se lo daban a un preso tan nuevo?

No quería hacerse ilusiones, pero pasar de picar piedra a ser cartero sería dar un paso de gigante, una mejora increíble en sus condiciones de vida. No quería ni imaginarlo. Un puesto tan bueno y con tanta libertad le permitiría ir de un lado a otro libremente. Fantástico. Pero no, no podía ser cierto.

Tornell no podía sospechar el motivo por el que iba a ser designado cartero. Si es que aquello iba a ocurrir, claro estaba. Higinio, el jefe de los comunistas lo sabía todo y si decía que así iba a ocurrir, sus razones tendría, por improbable que pudiera parecer. En cualquier caso decidió no pensar en ello. No era bueno hacerse ilusiones en balde.

Capítulo 13. Cartero

Roberto Alemán sufría un supuesto desorden que los médicos que le habían tratado definían como fatiga de campaña. Un ser perdido, sin motivos para vivir y que añoraba el frente, ése era él.

El mismo notaba que tras sufrir su «crisis», al acabar la guerra, se sentía a veces bien, a veces mal. En ocasiones se notaba agresivo, con ganas de gresca, de haría y llevarse por delante a quien hiciera falta con el oscuro propósito de morir más bien pronto que tarde. Otras, las menos, se sentía invadido por una gran melancolía y se perdía por los montes, quedaba alelado, como ido, y apenas si se enteraba del paso del tiempo volviendo a su cuarto sin saber dónde había estado ni qué había estado haciendo. En momentos así sentía miedo de sí mismo, de lo que podía hacer en situaciones como aquélla. Se sabía loco. Algo así le había ocurrido el día en que se encontró por primera vez con Tornell. En aquel momento se hallaba en el punto álgido de uno de aquellos ciclos, uno de esos momentos en que volvía a ser el de la guerra, el oficial bronco, agresivo y audaz, suicida podía decirse, que no dejaba rojo vivo a su paso. En aquellos momentos le salía el odio que llevaba dentro, todo era negro y se sentía poseído de nuevo por aquella fuerza oscura que le había permitido -pese a hallarse malherido- salir por la puerta principal de la mismísima checa de Fomento dejando tras de sí un par de fiambres. Él sabía perfectamente, desde que había salido de la academia como alférez provisional, que la gente exageraba la historia y no se molestaba en desmentir que no era cierto. Que no, que no había matado a quince hombres con una cuchilla de afeitar o que era falso aquello de que había castrado a un comisario político con una bayoneta robada a un miliciano… En fin, se decían muchas cosas y todas eran puras exageraciones, desvaríos que surgen de llevar y traer chismes. A él le beneficiaba, porque gracias a aquellos embustes sus hombres se sabían seguros a su lado, creían que les mantendría vivos, que les protegería del enemigo sacándolos de aquella pesadilla. Le temían, sí, pero preferían estar junto a él que enfrente. Ganó muchas medallas en la guerra y las tiraba al fondo de su arcón.