No las valoraba como los demás. No le importaba. El sólo quería matar rojos, vengarse.
La primera vez que había visto a Tornell éste estaba tumbado, descansando con otros presos. Buscó simplemente una excusa para castigarle haciéndole cargar unas piedras, pero aquel amigo suyo, Berruezo, había salido en su ayuda. Ambos se defendieron mutuamente y Tornell, un desecho humano, físicamente deteriorado, tuvo agallas como para mantenerle la mirada. A él, un oficial del ejército español, un curtido soldado que podía aliviarle el sufrimiento sin pensarlo ni un momento. Se ofreció a hacer el trabajo de su amigo. Con valentía. Aquello hizo saltar un resorte en la mente del oficial. Entonces apareció el otro estado de Alemán, la languidez, la desgana y se retiró dignamente. Por eso les pagó unos aguardientes como muestra de respeto, porque admiraba a los hombres valientes. Unos días más tarde, cuando el amigo de Tornell se había metido en un lío por llegar tarde a la retreta, Alemán los vio abrazados. Tornell lloraba como un niño. Sintió que se estremecía al ver cómo los hombres se apoyaban a veces en la adversidad. No temían mostrar sus sentimientos unidos como estaban por el infortunio. Sintió envidia. Envidia, sí. Envidia porque él no podía llorar. Quizá era eso, un monstruo insensible, una especie de «no humano». A veces pensaba en sus padres fusilados porque su hijo era falangista y porque eran religiosos, fusilados porque su hijo de la UGT había fallecido poco antes de la guerra y no estaba allí para salvarlos. Pensaba en su hermana, tan joven, hermosa y llena de vida. Era casi una cría, inocente, pura. Pensaba en él mismo, en la checa de Fomento, en la celda del palmo de agua, la de los relojes, la de los ladrillos de canto en el suelo… pensaba en su fuga, en cómo había pasado al otro lado, arrastrándose bajo las alambradas, sin poder casi caminar, el cuerpo lacerado… su prima fusilada por esconderle… Lo hacía a propósito, lo revivía para ver si era capaz de sentir como lo hacen las personas normales. Pero era inútil, no podía llorar. Todo aquello anidaba en su interior como un terrible cáncer, como un monstruo que amenazaba con devorarle. Crecía y crecía como algo oscuro y negro que le dominaba empujándole a buscar la muerte cuanto antes. Pero ya no estaban en guerra. ¿Qué sentido tenían las cosas? Aquel tipo, Tornell, había despertado su curiosidad y por eso había repasado su ficha. Había sido un policía brillantísimo, hombre de orden, un buen oficial que había caído preso en Teruel y que acumulaba sufrimientos en los peores campos y prisiones de España. Un tipo con menos motivos para vivir si cabía que él mismo. Y allí seguía, luchando. Había pasado por cosas que Alemán ni imaginaba y pese a eso, Tornell era humano aún.
Un día, a la hora de la comida, lo había visto leyendo cartas a sus compañeros analfabetos que hacían cola para que él pudiera transmitirles las noticias de casa. Decididamente era un buen tipo. Luego supo, de casualidad, en una visita a la oficina, que el puesto de cartero quedaba libre. Al momento habló de Tornell al director y éste, que quería estar a buenas con él por el asunto de las inspecciones, no tuvo ninguna duda. Cuando nombraron cartero a Tornell se sintió bien. Aquello era algo nuevo para él, hacer el bien, contribuir, hacer algo por los demás en lugar de matar gente. Sumar en vez de restar. Y comprobó que aquello le ayudaba. Aquello y Pacita.
Justo unos días antes, el domingo, la joven había acudido a verle. Alemán se quedó de piedra al verla aparecer por Cuelgamuros. Había acudido en el coche oficial de su padre, así que Roberto supuso que su general estaba al tanto de la visita y la aprobaba. Estaba guapísima y le agradó que fuese tan decidida. Y eso que era una cría. Había ido a verle porque le apetecía, sin ocultar que él le importaba. Increíble, ¿no? Quizá era demasiado joven pero, sin saber por qué había comenzado a llegarle muy hondo. Comieron en el pueblo: paella. Roberto la engulló como si se la quitaran, otro síntoma extraño pues hacía tiempo que no disfrutaba tanto de la comida. Ella le miraba desde el fondo de sus profundos ojos marrones, almendrados como los de una mora y le hacía estremecer. Pasaron el resto de la tarde paseando y charlando. Comprobó, no sin cierto reparo, que ella le hacía reír. Justo antes de la despedida, la había acompañado al coche. Fue entonces cuando había visto a Tornell, que acababa de despedirse de su mujer, muy hermosa, por cierto, distinguida, alta, parecía de buena cuna, seguro.
Otra vez lloraba. Entre Pacita y Tornell, le hicieron sentir algo raro. Como si su cuerpo fuera a explotar liberando toda aquella porquería que había acumulado durante años. Ella se fue y se quedó viendo alejarse el coche, como un tonto, mientras agitaba la mano ensimismado. Pacita era una mujer exuberante y una cría a la vez. Era alegre, le hacía feliz, y además, le excitaba. Deseó con todas sus fuerzas que volviera otro domingo. No. Mejor, él bajaría a Madrid. ¿Le agradaría aquello a su jefe? Sintió como miedo. Miedo ¡Él! Algo se rompió en su interior y notó que una sola lágrima rodaba por su mejilla. Percibió que aquello era el comienzo de algo y supo que en cuanto terminara con aquel trabajo iba a dejar el ejército. La única forma de arreglarse la cabeza era aprender a llevarlo a cabo él mismo y eso podía arreglarse. Sabía cómo hacerlo.
Baldomero Sáez llegó a su vivienda algo cansado. Le faltaba el aire después de subir aquella maldita pendiente y caminaba con cierta dificultad porque había bebido demasiado. Odiaba aquellas cuestas de Cuelgamuros. Moverse en el campo, con ese frío y a tanta altura le resultaba agotador. Abrió la puerta y, tras entrar, se dejó caer boca arriba en su cama. No reparó en que alguien, sentado en el butacón, había encendido la chimenea.
– Siempre alerta, ¿eh? -dijo una voz autoritaria y conocida que hizo que el falangista se levantara de pronto, de un salto.
– ¡Arriba España, camarada Redondo! -exclamó Sáez cuadrándose brazo en alto mientras daba un sonoro taconazo con sus botas altas.
El otro, apenas una figura perfilada en la penumbra, se le acercó lentamente.
– Te preguntas qué hago aquí, ¿verdad?
– Más bien sí -dijo Baldomero sudando de miedo. Sudaba constantemente, en exceso, aunque hiciera frío. Quizá era debido al sobrepeso que siempre le había acompañado y que había hecho de él un niño infeliz y un adolescente rechazado. Hasta que ingresó en Falange, claro.