– He entrado discretamente en el campo gracias a un amigo -dijo el secretario general- porque he juzgado necesario venir a verte. Descansa. Toma asiento, camarada.
Baldomero Sáez no sabía qué estaba pasando pero aquella visita inesperada no parecía depararle nada bueno. Redondo se le acercó y le arrojó un papel.
– ¿Sabes qué es esto?
Sáez echó un vistazo y dijo:
– Claro, una carta. Yo mismo te la envié anteayer.
– ¿Y?
– No te entiendo, camarada.
– ¿No tienes nada que decir al respecto? ¿Crees que todo está bien?
Baldomero Sáez quedó en silencio. Nunca fue demasiado despierto y no tenía ni idea de qué iba aquello. Lo suyo era cumplir órdenes. Un falangista rechazado en su llamada a filas que no podía luchar como soldado por su asma, un gordo, un segundón que se había hecho un hueco dirigiendo pelotones de fusilamiento y dando tiros de gracia, eso era él. Un tonto útil.
– Léela. En voz alta -ordenó su jefe.
Sáez, con voz trémula, comenzó a leer la carta:
– Cuelgamuros 6 de diciembre de 1943…
– Sigue, camarada, sigue.
Baldomero Sáez obedeció:
– … Al camarada Fernando de Redondo, secretario general del Movimiento:
»Por la presente me complace comunicarte que hay noticias con respecto al capitán que envió aquí la ICCP. No temas, ni la Inteligencia Militar, ni la propia ICCP están interesadas en nuestro asunto. Al menos para algo que nos concierna. Alemán no está aquí por nosotros. Simplemente está loco y lo han enviado a Cuelgamuros para justificarle el sueldo. No me cabe duda. Es íntimo de Francisco Enríquez y eso explica que le hayan ahorrado el deshonor de una licencia por enfermedad. Ya sabes lo que se rumorea sobre su actuación en la guerra: sufrió mucho y aquello provocó que perdiera la cabeza. Se supone que está aquí para investigar si se desvían alimentos al mercado negro. El director, un buen amigo y mejor español, cree que más que nada es para tenerlo entretenido.
No tenemos por qué temer. Se hace evidente que no está aquí para investigar nada relativo a nuestro negocio. Por lo demás, todo marcha como habíamos pensado, lo he confirmado, nuestro hombre viene mucho por aquí. Arriba España, camarada.
– ¿Y?
– No sé. ¿Qué he hecho mal? -dijo Sáez quien, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró con que Redondo le agarraba por el cuello con una mano mientras que con la otra, le arrebataba la carta y tras arrugarla, se la metía en la boca de un empujón. No pudo reaccionar. Se ahogaba.
– ¡Idiota! ¡Eres un idiota! -gritaba el secretario general totalmente fuera de sí-. ¿Qué cojones creías estar haciendo?
Sáez apenas si podía respirar. Mucho menos decir algo. Si su jefe no le soltaba iba a ahogarse allí mismo. Se mareaba. Comenzó a percibir que todo estaba borroso. Al fin, Redondo, más fuerte, alto, bien parecido y peinado hacia atrás, se separó de su presa con hastío.
– ¡«Nuestro negocio»! ¡«Nuestro asunto»! Pero ¿te diste un golpe en la cabeza de pequeño? ¿Acaso te caíste de la cuna? ¡Lerdo! ¡Inútil! No vuelvas a hacer alusiones a nuestro asunto por escrito. ¿Quieres que nos descubran? Aquí, en la secretaría, en los ministerios, hasta las paredes tienen ojos. Están por todas partes, en el Movimiento apenas quedan camaradas de los primeros días. Hay que tener cuidado y tú… ¡tú!…
– ¡Entendido, entendido! -dijo Sáez alzando las manos para calmar a su jefe a la vez que recuperaba el resuello a duras penas.
– Cualquier comunicación que me hagas, la envías a través de mi secretario, él la leerá y me transmitirá la información de forma oral. Escríbele a su casa. Y nada de fallos. Cualquier error nos puede costar la vida.
– Descuida, camarada.
– No olvides por qué estás aquí.
– Lo sé, lo sé, haremos justicia a José Antonio, a Hedilla y a los compañeros encarcelados.
– Como debe ser. No quiero más fallos o lo pagarás caro -sentenció Redondo saliendo del cuarto sin cerrar la puerta.
Baldomero Sáez quedó de pie, percibiendo el aire frío que entraba en la estancia. Notaba que el corazón le latía desbocado. Debía tener cuidado. No quería defraudar.
El rumor era totalmente cierto. ¡Tornell fue nombrado cartero!
No sabía muy bien por qué habían pensado en él, quizá era porque solía leer sus cartas a los compañeros analfabetos -que eran legión- y aquellas cosas, allí, terminaban por saberse. Siempre había pensado que hacer el bien provocaba que se te devolviera todo lo que dabas y aquél era un buen ejemplo. Obtener un puesto como ése suponía una mejora tremenda. Había que caminar hasta el pueblo y volver: una paliza, porque además luego tendría que recorrer la distancia entre los tres destacamentos, repartir el correo y leer cartas a la mitad de los presos. Pero no tenía comparación alguna con picar piedra. No pudo evitar sentirse ilusionado ante aquella perspectiva: todo el día vagando por ahí solo, sin órdenes, al aire libre. Pudo hablar con el cartero saliente, Genaro, que le confirmó que aquel destino era un chollo y que se ganaba mucho dinero con las propinas de guardianes, capataces y «civiles». Lo del dinero no le importaba. Pero lo demás sí. A pesar de la buena noticia, no todo iba a ser un cuento de hadas. Ocurrió algo que le hizo sentirse preocupado. Fue en administración. Tenía que presentarse allí para hacerse cargo de su nuevo cometido y así lo hizo. Al llegar se topó con un administrativo civil, un mecanógrafo.
Nada más entrar le dijo con toda familiaridad:
– Hola, Tornell.
– Hola -contestó él. Le parecía normal que supiera su nombre pues debía de estar al tanto del cambio de cartero y de su nombramiento.
Entonces, sonriendo, el otro insistió:
– Vaya. ¿No me recuerda?
Al ver que le trataba de usted, Tornell comenzó a alarmarse. Dio un paso atrás.
– No. ¿Debería?
– Usted me metió en la cárcel.
Se quedó de piedra. «Adiós al puesto», pensó para sí.
– No, no tema, hombre -apuntó el mecanógrafo, conciliador-. No soy el mismo, no le guardo rencor. Además, soy un simple oficinista.
Tornell intentó hacer memoria a toda prisa.
– Cebrián, tú eres Cebrián… -dijo señalándole con el dedo como el que hace memoria sobre algo.
– Sí, señor, el mismo que viste y calza -contestó el oficinista sonriendo.
– La estafa al banco de Martorell.
– En efecto. Usted me cazó como a un ratón.
– Lo siento… -Tornell intentaba farfullar una excusa pues se veía malparado.
– Don Juan Antonio, no importa. Yo me aficioné a la buena vida y me lo gastaba todo en el casino y mujerzuelas, si no hubiera sido usted, habría sido otro. Prefiero poder contar que me cazó uno bueno.
– Cuatro años y un día.
– En efecto. Tiene usted buena memoria. Así fue, en la Modelo. Mi mujer me dejó. Cuando estalló la guerra abrieron las cárceles y me la encontré liada con uno de la CNT. Yo había descubierto a Dios en la prisión y no me agradaba el cariz que tomaban las cosas, ya sabe, la manera en que la República perseguía a la verdadera religión. Me pasé a los nacionales y luché. Sargento.
– ¿Qué fue de ella? ¿De su mujer?
– ¿Te parece si nos tuteamos?
– Sí, Cebrián, claro -repuso Tornell sin saber si hacía lo correcto.
– Lo último que sé es que pasó a Francia, con su miliciano. No se lo reprocho, le di mala vida. Pero ahora soy otro hombre, pertenezco a la Obra de Dios.
– ¿Cómo?
– Sí, una agrupación católica guiada por un hombre clarividente, con una visión nueva, renovadora, Escrivá de Balaguer, el Opus Dei. ¿No has oído hablar de nosotros?
Tornell negó con la cabeza.