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– Claro, somos pocos, pero iremos creciendo. La religión es la respuesta, Tornell. Y todo te lo debo a ti.

– ¿Tú eres el responsable de mi nombramiento? -acertó a decir el nuevo cartero.

– ¡No, hombre no! -dijo Cebrián entre risas-. Ni sabía que estabas aquí. ¡Juan Antonio Tornell! El director te espera, pasa a verle.

Al girarse para entrar en el despacho, Tornell comprobó que aquel tipo, Alemán, estaba sentado detrás de él, leyendo el Arriba pero observándole con disimulo por encima del periódico. ¡Lo que le faltaba! Parecía que le siguiera a todas partes. ¿Estaría volviéndose loco?

Tras la conversación con el director salió del despacho exultante. Comprobó con alivio que Alemán se había marchado y se encaminó hacia el tajo para dar por finiquitada aquella etapa de su vida en el campo. Fue entonces cuando se cruzó con Carlitos que volvía muy apresurado a la oficina tras hacer no sé qué recado. Sin aflojar el paso, Juan Antonio le preguntó si había conocido ya a su paisano el Rata, y éste le contestó algo que le sonó enigmático: «Ya te contaré». Parecía contento, más animado, tenía hasta buena cara y total, le quedaban cuatro días allí. Se alegró por el chaval. Cuando se incorporó al trabajo, muy feliz, en la que debía ser su última jornada en Carretera, comprobó algo que le llamó la atención: aquellos malnacidos ocultaban al pueblo que allí trabajan presos de conciencia. Fue de casualidad. Había dos piedras enormes que reventar y justo cuando iban a hacer la «pegada» apareció el señor Licerán acompañado por un tipo espigado y muy serio. Al parecer era un inspector de explosivos. En un momento, justo antes de una explosión, el inspector, haciendo un aparte, le preguntó:

– Ese ayudante del barrenero es bueno. ¿De qué empresa es?

Se refería a Bernardo, uno de Torre Pacheco. La dinamita sólo la podían manejar obreros libres, pero en aquel caso, el ayudante sabía más que el oficial, Jesús, un tipo de Consuegra. Tornell, mirando al inspector como si fuera tonto, le contestó con toda naturalidad:

– De ninguna, es un preso.

– ¡Cómo! ¡Un preso!

– Claro, todos nosotros lo somos.

– No puede ser… ¿presos?

– ¿No lo sabía? Excepto el oficial, los demás somos penados del ejército republicano.

– Pues no -contestó el inspector-. No tenía noticia, la verdad.

Y poco a poco se alejó por no hablar del tema. Tornell reparó con rabia en que la España de Franco no sabía que el que debía ser gran monumento a la reconciliación se estaba erigiendo sobre el sudor y las lágrimas de los de un solo bando. Miserables. La gente de la calle sabía que había mano de obra reclusa reconstruyendo el país pues veía los Batallones de Castigo trabajando en puentes, vías y carreteras. Pero se hacía evidente que las autoridades habían optado por ocultar que, precisamente allí, trabajaban los vencidos.

Capítulo 14. El incidente

Los días seguían cayendo y Alemán no hacía avances. Para colmo, al fin de semana siguiente no hubo novedades con respecto a Pacita. Hubiera sido demasiado hermoso que la joven hubiera acudido a verle otra vez, aunque habría mostrado quizá demasiado interés por su parte tratándose de una joven decente, y él no sabía muy bien cómo actuar al respecto. No se hallaba demasiado versado en asuntos amatorios. Había perdido la costumbre. Quizá ella esperaba un movimiento por su parte, una muestra de interés. Era lo lógico. ¿Debía bajar a Madrid al domingo siguiente? ¿Le invitarían a comer si aparecía sin previo aviso en la casa de Enríquez? ¿Qué pensaría su general del asunto? Alemán se sentía ridículo al comprobar que él, aquel tipo bragado que comía rojos en la guerra, se convertía en un mar de dudas por una cría de veinte años. Pero no, definitivamente no podía quitársela de la cabeza. Tan hermosa, tan inconsciente y con aquellas ganas de vivir que tanto se contagiaban… Aquella mujer hacía que sintiera algo vivo en su interior, como si no estuviera muerto en vida. Así lo había creído desde los primeros días de la guerra. Roberto se había cruzado varias veces con Tornell y éste le miraba esquinado, por lo de las piedras o lo del tabaco, quién sabía. Sentía curiosidad por aquel hombre sin saber por qué.

Con respecto al estraperlo ni rastro. Todo cuadraba. Era obvio que sabían para qué le habían enviado allí. Don Adolfo, el director, era su principal sospechoso. Seguro que actuaba en connivencia con el capitán de la Guardia Civil, el morfinómano, y quizá alguno de los capataces de las empresas. Todos tenían necesidades y todos salían ganando. Se consoló pensando que, al menos, mientras él estuviera allí no podrían seguir con sus tejemanejes. Reparó en que lo mejor sería sugerir a Enríquez que colocara allí a un inspector de su absoluta confianza, alguien de la ICCP que pudiera asegurar el buen funcionamiento del campo como estaba haciendo él desde su llegada. Él no, claro, pues comenzaba a saber lo que iba a hacer con su vida y para ello, quería salir de allí.

El falangista, Baldomero Sáez, le observaba y le seguía de cerca pero con cierta discreción. Conocía el oficio. No le llegaba ningún informe sobre él de su jefe, de Enríquez, y estaba a oscuras con respecto a aquel tipo. ¿Qué hacía allí? ¿Cuál era su función exacta? Cada vez le gustaba menos aquello. No iba a poder sacar nada en claro, eso parecía evidente. Sólo quedaba redactar un informe y volver a comenzar con su vida. ¿Estaría Pacita dispuesta a ayudarle?

En medio de aquellas indecisiones que le acosaban hizo algo raro. Aquel lugar ejercía una extraña influencia sobre él, quizá algo cambiaba lentamente en su interior. Puede que fuera el aburrimiento el que provocó que actuara así. Tal vez sólo fue cosa de su mente de loco o imbécil; pero hizo algo que, semanas antes, le hubiera parecido improbable: tuvo un duro enfrentamiento con el falangista. Y además, delante de todo el mundo. ¿Qué le estaba pasando? Era de locos. Alemán bajaba del monte y pasó junto a las obras de la cripta. Estaban de pegada, así que todos los obreros habían salido de la cueva. Una gran explosión expulsó humo y polvo a espuertas desde el interior de la montaña.

– ¡Vamos! -dijo un capataz.

Entonces los hombres se pusieron unas máscaras que llevaban con trapos humedecidos en el interior y entraron en mitad de aquella neblina armados con martillos y cinceles. Alemán pensó que poco iban a ver allí dentro, pero por lo que se deducía había prisa por avanzar en la obra. Entonces salió un tipo tosiendo del interior de la horrible cueva y arrojó la máscara al suelo. Apoyó las manos en la cara superior de los muslos y, agachándose, siguió con un horrible ataque de tos como si se ahogara. Un crío, el hijo de un preso que trajinaba siempre por allí y que incluso dormía con el padre en el barracón, se le acercó con un poco de agua. El pobre hombre escupió sangre. Estaba sentenciado, pues todos sabían lo que aquello significaba. Un guardia civil, arrebujado bajo su inmenso capote y con el fusil de cerrojo al hombro, ladeó la cabeza susurrando a Alemán:

– Silicosis. Hay muchos así.

En ese momento, salido de no se sabía dónde, apareció Baldomero Sáez, y acercándose a toda prisa al pobre preso, le atizó con la fusta en las costillas. El hombre se derrumbó como un fardo.

– ¡Arriba, gandul! -gritó el falangista-. ¡A trabajar!

A Alemán no le gustaba aquel tipo rechoncho y rubio como el trigo. Parecía más un nazi que un recio castellano. Demasiado amigo de la buena mesa para ser un buen soldado. El crío, muy valiente, miró a la cara al falangista y gritó:

– ¡Déjele! ¡Se ahoga! -A la vez que se interponía entre el agresor y el preso que luchaba a duras penas por respirar.

En aquel momento, Alemán reparó en que un hombre muy delgado y moreno de piel tiraba su pico y corría hacia allí muy alarmado. Sin duda era el padre del crío. Aquello se ponía feo. Baldomero Sáez, sin dudarlo, cruzó la cara al niño con un solo golpe de su vara haciéndole caer al piso de tierra. Roberto pensó que un tipo que pegaba así a un niño tan valiente no era sino un miserable. Sintió que la indignación crecía en su interior. No supo muy bien por qué -obviamente ni lo pensó- pero actuó siguiendo un impulso primario. El que todos los hombres deben tener al ver una injusticia así. En un momento, sin quererlo, se vio a sí mismo bajando por el terraplén. El padre intentaba levantar al niño, cuya cara sangraba profusamente, y el falangista se fue a por él. Parecía borracho y buscaba gresca. Decididamente no había tenido suficiente y su rostro, colorado por el esfuerzo, hervía de indignación.