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– ¿Quién te ha dicho que abandones el trabajo, so mierda? -exclamó a voz en grito.

Alemán, sin dejar de correr, vio a don Benito Rabal aparecer por allí. Iba hacia el falangista, que descargó un nuevo golpe, esta vez sobre el padre del chaval. Entonces, alguien sujetó el brazo de Sáez antes de que golpeara a su nueva víctima. Fue Alemán.

– Basta -dijo susurrando por no llamar mucho la atención.

– ¡No te metas! -gritó Sáez.

El capataz ya se había situado entre los dos hombres y los tres presos que yacían en el suelo.

– ¡Llevadlo a la enfermería! -gritó Alemán sin soltar la muñeca de aquel miserable que intentaba bajar el brazo sin poder doblegarle-. ¡Y al crío! ¡Rápido! Don Benito, que le acompañe su padre.

– ¿Qué hostias estás haciendo? -dijo Sáez, colorado por el esfuerzo. No salía de su asombro.

Roberto, sin inmutarse, le susurró al oído:

– Si sigues haciendo fuerza, te vas a cagar. Y no nos interesa que hagas el ridículo, ¿verdad?

El falangista sacó un zarpazo para golpearle con la zurda y Alemán, más rápido, le agarró el otro antebrazo. Vio de reojo que el guardia civil corría hacia ellos.

El falangista intentó bajar los brazos, vencer a su oponente ante aquellos presos, pero Alemán, más decidido, empujó con fuerza hacia arriba. Era más grande, más fuerte y tenía la razón. Fue empujándole poco a poco, hasta que Sáez se trastabilló hacia atrás sin llegar a caer. Su fusta quedó en la mano izquierda de Alemán que, en la derecha, conservaba la suya. Entonces, Roberto se acercó a él muy despacio, con parsimonia. Dejándole que pensara, que se diera cuenta de que estaba en desventaja. Vio el miedo reflejado en su cara. Era un cobarde que en su vida había peleado con alguien en condiciones de igualdad. El rostro del falangista quedó demudado cuando Alemán, cuidando que nadie más le escuchara, le volvió a susurrar al oído:

– Vete de aquí o te arranco el corazón, hijo de puta.

El guardia civil llegó a su altura cuando Sáez ya se había girado para salir de allí a paso vivo.

– ¡Informaré de esto a la superioridad! -gritó muy indignado el falangista. Entonces, los presos, que habían parado en el tajo, comenzaron a aplaudir.

Alemán, por un momento, se arrepintió de lo que había hecho. ¡Le aplaudían a él! ¡Los rojos! Fue en aquel momento cuando vio a Tornell, parado, con su zurrón colgado del hombro. Estaba mirándole desde lo alto con la boca abierta. Parecía sonreírle. Tiró la fusta del falangista y salió de allí maldiciendo.

– ¡Al trabajo! -escuchó gritar al civil, que pegó un tiro al aire para imponerse. Enseguida, el ruido de los picos impactando en la piedra se reanudó.

Roberto sintió miedo. ¿Qué le estaba pasando?

Por la tarde, Alemán intentó a toda costa no pensar en el incidente con el falangista. Dio un largo paseo para relajarse. Además, allí arriba, en aquellos parajes que invitaban a la reflexión, llegó a la conclusión de que no le daba miedo aquel idiota de Baldomero Sáez. ¿Qué iba a temer? Él era un héroe de guerra. Reparó en que los presos, lejos de bajar la mirada cuando pasaba junto a ellos, le sonreían al pasar. Era obvio que se había corrido la voz. Le sonreían… ¡A él! Y lo peor, le gustaba. Se sentía bien. ¿Se había vuelto loco del todo? Él, que había participado en tantos combates, que había matado a tantos y tantos hombres. Muchos de ellos compañeros de aquellos mismos prisioneros. El, que había tomado solo un búnker junto a Gandesa; él, Roberto Alemán, que tenía una medalla por reventar un tanque subiéndose al mismo en marcha; él, que había escapado de la checa de Fomento, que se había pasado por la Ciudad Universitaria despachando a un centinela con una navaja añosa y oxidada que apenas cortaba… Alemán, el matarrojos, se había jugado una sanción enfrentándose a un tipo de falange por un preso republicano. ¿Quién entendía aquello? El hombre, que tenía silicosis, volvió al trabajo al día siguiente y el padre del chiquillo, Casiano, también. Necesitaba el dinero para dar de comer al crío, Raúl, al que, por cierto, le iba a quedar una enorme cicatriz en la cara. Casiano tuvo el detalle de acudir a verle antes del toque de silencio aquella misma noche. Se quitó la boina al entrar en la cantina donde Roberto apuraba una copa de coñac que necesitaba más que nunca. Con la cabeza baja, sin mirarle a los ojos y con la boina en la mano, dijo como con miedo:

– Muchas gracias, señor. Por lo de mi hijo, es un crío…

– Siéntese -ordenó Alemán-. ¡Pascual! Dos copas más por aquí…

– Pero… -musitó él.

– Es una orden -dijo el capitán sin dejar lugar a la duda.

Les sirvieron las copas y Alemán alzó la suya.

– Por el crío, que tiene un par de cojones.

Casiano asintió con una tímida sonrisa de orgullo.

– Quiero darle las gracias. Por lo que ha hecho -dijo-. Quiero que sepa… que todos los compañeros le están muy agradecidos…

– Prueba el coñac -insistió Alemán.

El preso se atizó un buen trago y apuró la copa. Resopló Y dijo:

– A su salud, don Roberto.

Entonces se dio cuenta de lo que había dicho, «salud», y se puso blanco de miedo.

– Yo… Don Roberto… No quería…

– Tranquilo -contestó Alemán sonriendo-. Es una forma de hablar, una forma de brindar, no temas. No hay nada de eso ya. Vete a descansar.

Casiano se levantó y comenzó a alejarse haciendo reverencias.

– Una cosa -apuntó Alemán.

– ¿Sí? -dijo él.

– Si ese hijo de puta se vuelve a acercar al crío mándame aviso de inmediato.

– Muchas gracias, señor, muchas gracias -dijo el preso antes de salir a la fría noche abrochándose su raída chaqueta de pana.

Roberto sintió un calorcillo en el estómago y quizá en el lugar en que un día tuvo corazón. Y no era por el coñac.

Al día siguiente ocurrió algo extraordinario. Uno de esos sucesos que nadie espera y que cambia el devenir de las cosas de manera determinante sin que nadie pueda prevenirlo, como si Dios jugara con las vidas de los implicados. Debían de ser así como las nueve o nueve y media cuando Alemán acudió a la oficina porque el director le había mandado llamar. Roberto supuso, no sin cierta preocupación, que por el incidente de Baldomero Sáez. Al entrar, saludó al administrativo, Cebrián, un tipo raro que parecía excesivamente obsesionado con la religión.

El director estaba ocupado charlando con unos proveedores y Alemán aprovechó para departir un rato con el mecanógrafo mientras esperaba. Por si averiguaba algo. Entonces llegó Tornell con el correo. Tenía realmente buen aspecto. El preso miró al capitán de forma aviesa, como casi siempre, pese a que éste le había regalado el tabaco, y habían charlado como si fueran camaradas aquella tarde junto al barracón. En el momento en que el cartero entregaba las cartas a Cebrián entró otro preso, jadeante. Parecía muy alarmado y hablaba a voz en grito:

– ¡Rápido, rápido!¡Sá matao!

Los tres le miraron como si estuviera loco.

– Sí -insistió haciendo aspavientos con las manos-. Está arriba, más allá del risco. Me mandan «los civiles», que lleven una camilla para bajar el cuerpo.

– ¿El cuerpo? -preguntó Alemán.

– Sí,sá matao. Dicen que suban una camilla.