– Pero… ¿quién? -dijo Tornell.
– Un preso.
– ¿Quién? -insistió el cartero.
– No sé,tié toda la cara llena de sangre.
Alemán, acostumbrado a tomar decisiones, evaluó la situación y ordenó al instante:
– Cebrián, avisa al director. Vosotros dos, id donde el médico y que os deje las parihuelas. Os espero arriba.
– Y dicho esto salió a paso rápido de allí y reclutó a dos presos que parecieron contentos de dejar el pico por un rato. Hacía un día magnífico, con un sol radiante, pero frío, muy frío.
Cuando llegó al lugar del suceso, Alemán se encontró con un guardia civil en las alturas que esperaba junto a un cuerpo, bajo unas rocas. Al fondo, el otro miembro de la pareja vigilaba desde lo más alto.
– Sus órdenes -dijo el civil saludando como un militar.
Los dos presos que acompañaban a Alemán quedaron en segundo plano tras dar un paso atrás.
– ¿Qué tenemos aquí? -repuso Roberto.
– Creo que debía de intentar escapar, corría ladera abajo y cayó desde esas rocas. Se descalabró -contestó el guardia civil sin dejar de fumar.
Alemán se acercó y, en efecto, comprobó que el preso presentaba un fuerte golpe en la nuca por el que debía de haber sangrado bastante.
– Quizá caminaba hacia atrás y cayó -dijo el «civil».
El cuerpo tenía el rostro y el pelo lleno de sangre seca, Alemán no lo había visto antes. Entonces llegó Tornell con el otro preso. Traían las parihuelas para trasladar el cuerpo.
– ¡Carlitos! -exclamó acercándose al cuerpo y cayendo de rodillas junto al muerto.
Parecía muy afectado.
– ¿Lo conocías, Tornell? -preguntó Alemán sin poder reprimir su curiosidad.
El nuevo cartero asintió agachándose junto al cuerpo. Le tomó el pulso y maldijo por lo bajo.
– Te he hecho una pregunta.
– ¡Y yo le he dicho que sí! -exclamó el preso. Entonces, reparando en lo que había hecho, levantar ligeramente la voz a uno de los amos, se pasó la mano por la cabeza, casi rapada, y añadió-: Perdone, señor. Es un golpe para mí… ¡era apenas un crío!
– Nada, nada, lo conocías mucho, claro. -Alemán quitó importancia al asunto-. No tengas cuidado.
– Sí, bueno… algo. Se llamaba Carlos Abenza -dijo Tornell muy cabizbajo, tanto que parecía un hombre hundido-. Era de la FUE, tenía muy poca condena. ¿Qué ha pasado? -se dirigía al guardia civil, que le contestó de inmediato:
– Iba a huir, por lo que se ve, y se despeñó.
– ¿Se despeñó?
– Sí, desde ahí arriba.
Tornell miró las rocas a cuyo pie se situaba el preso en posición antinatural.
– No es mucha caída, a lo sumo un par de metros.
– Estaría a oscuras.
– Sí, claro -dijo el cartero poniendo cara de pensárselo.
Entonces agachó la cabeza de nuevo y cerró los ojos del finado. Ladeaba la cabeza como negando la realidad. Alemán pensó que iba a echarse a llorar, pues parecía muy impresionado. De repente, movido como por un resorte, se levantó y comenzó a caminar alrededor. Miraba hacia el suelo. Parecía como si buscara algo. Como un sabueso que sigue un rastro. Se acercó de nuevo al cuerpo y le miró las piernas, los brazos. Le alzó la camisa, revisó concienzudamente el tronco y tras girarlo, la espalda. La pierna derecha estaba doblada de una forma horrible, había en ella una fractura por la que asomaba un hueso.
– Bueno, vamos -dijo Alemán-. Cargad el cuerpo.
– Tenemos que esperar a que suba el director, es quien manda aquí -dijo el guardia civil.
– ¿Y qué más da? -respondió Roberto.
Aquello comenzaba a molestarle.
– Perdone, mi capitán, pero es la máxima autoridad en el campo y yo, hasta que él no vea el cuerpo, no lo muevo.
El capitán arqueó las cejas como dejándolo por imposible. Decidió bajar a tomar un café hasta la cantina, pero entonces reparó en que el extraño comportamiento de Tornell iba a más. Volvía a inspeccionar el golpe en la nuca, la herida. Minuciosamente pero de forma algo obsesiva.
– ¿Y cómo se golpeó en la nuca? -repreguntó el antiguo policía.
– Igual se giró para ver si le seguían y perdió pie cayendo de espaldas -insistió el guardia civil, que lo tenía claro desde el principio.
– Sí, claro. Es lo lógico.
Entonces, Tornell, cambió de tema de forma abrupta.
– ¿Ha helado esta noche?
– No -contestó el guardia encendiendo otro pito a la vez que ofrecía tabaco a todos los presentes, incluidos los presos.
– Yo juraría que sí -insistió Tornell-. He pasado un frío… Tienen ustedes termómetro en el destacamento, ¿no?
– No, hombre, no, al subir a primera hora he visto que los charcos no se habían congelado.
– Sería usted un buen inspector de policía -dijo al guardia y se levantó de nuevo para husmear.
Subió de un salto hacia las rocas desde donde había caído aquel desgraciado y se movió por el monte. Iba oteando aquí y allá. De pronto, algo llamó su atención y se puso en cuclillas por un momento. Emitió un gruñido que a Alemán le sonó a satisfacción.
– No te me despistes por ahí arriba, Tornell. No quisiera sacar el fusco y darte un tientazo -dijo uno de los guardias.
– Tranquilo, jefe. Una muerte es suficiente por un día. Yo saldré de aquí por la puerta grande el día que me toque -contestó el cartero que comenzaba a intrigar a Alemán con su forma de proceder.
En ese momento llegó el director acompañado del médico. Mientras echaba un vistazo e indicaba a Tornell y a los otros que subieran al pobre desgraciado a las parihuelas, Alemán subió hasta donde había estado husmeando aquel sabueso. Se agachó y vio unas colillas en aquel lugar. ¿Era eso lo que tanto le había interesado?
Capítulo 15. Un asesinato
Después de comer, Alemán durmió la siesta con cierto desasosiego. No se quitaba de la cabeza lo del pobre desgraciado aquel y, sobre todo, el extraño comportamiento de Tornell. ¿Qué había visto en el lugar de los hechos? ¿Por qué se había comportado así? Decidió esperar a que los presos acabaran su jornada y entonces se acercó a la cantina. En la puerta, Tornell leía las cartas a una legión de analfabetos que esperaban haciendo cola para recibir noticias de sus familias.
– Tengo que hablar contigo -le dijo de golpe.
– Buenas noches -contestó él, haciéndole ver que no había sido muy cortés. Tenía la extraña habilidad de hacerle quedar siempre mal.
– Sí, sí… Buenas noches… -apuntó Alemán algo azorado.
Tornell miró la cola y se encogió de hombros como pidiendo excusas. No podía abandonar aquella tarea, parecía obvio.
– Haz tu trabajo, tranquilo. Cuando toquen a silencio te pasas por mi casa. Descuida, avisaré a los guardias. ¿Entendido? -Tornell asintió mirando al capitán con cierta extrañeza.
De cualquier modo no podía negarse. Era una orden y en los campos de Franco no se desobedecía a los ganadores. Alemán pasó entonces a la cantina y se atizó un par de copas de coñac antes de cenar. Fue al comedor, comió algo con desgana y se fue a casa. Una vez en su humilde morada se sentó en una pequeña butaca junto a la estufa de leña que Venancio había cargado abundantemente y, mientras su ordenanza se echaba en su jergón, se dispuso a leer un rato. Era tarde cuando llamaron a la puerta.
Tornell.
– Adelante -dijo invitándole a entrar.
– Usted dirá…
– Siéntate -ordenó Alemán señalando una silla de esparto en la que, hasta aquel momento, apoyaba sus pies-. ¿Hace un coñac?
El preso miró a su alrededor sin saber qué decir, parecía tener miedo. Venancio roncaba como un bendito. Siempre había tenido esa extraña habilidad, típica en los seres primarios, para hacer lo que tocaba en cada caso: si luchar, luchar; si dormir, dormir y comer cuando era el momento o se podía. No se complicaba la vida, y así le iba bien. Trabajaba mucho, con denuedo y cuidaba de Alemán como una madre.