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– Me lo tomaré como un sí -dijo Alemán disponiéndose a hacer los honores con el coñac.

Tras servir las copas hizo brindar al preso.

– Por la libertad, Tornell, que te llegará.

– Sí, sí… -dijo el otro mirando hacia los lados con desconfianza, como si aquello fuera una trampa.

– Te preguntarás por qué te he hecho venir…

– Pues la verdad, sí.

Alemán hizo una pausa para encender un cigarro.

– ¿Quieres?

Tornell asintió. Cualquiera diría que eran dos amigos charlando frente a dos copas de coñac, fumando como si tal cosa. El preso se sintió extraño y nervioso, muy nervioso.

– Esta mañana, cuando lo del finado,…

– Carlitos. ¿Sí?

– Te he visto comportarte de una forma un poco extraña.

– No.

– Sí, Tornell. Parecías un perro olfateando aquí y allá, un sabueso.

El antiguo policía miró al interior de la copa de coñac mientras hacía girar el líquido en su interior.

– No era nada, mi capitán. Tonterías.

– Tonterías de policía.

El preso sonrió asintiendo con la cabeza.

– Supongo que uno nunca deja de ser lo que es -dijo con aire pensativo.

– ¿Perdón?

– Sí, que un cura siempre analizará cualquier problema como un cura, un médico como tal o un policía como un sabueso, aunque hayan dejado de serlo.

– Sí, eso que dices tiene sentido.

Los dos quedaron en silencio. Bebieron al unísono.

– Se agradece este coñac -dijo Tornell.

– ¿Qué viste? Arriba, digo.

El preso volvió a ladear la cabeza.

– Que conste que usted ha preguntado.

– Sí, claro. Dime.

– Lo mataron.

– ¿Cómo?

– Carlitos Abenza fue asesinado.

– ¡Qué tontería! Huyó y se descalabró.

Tornell, asintió y se levantó para irse.

– ¿Ve?, se lo dije. Con su permiso…

– Espera, Tornell, siéntate. Cuéntame más. Has conseguido intrigarme.

El policía sonrió y tomó asiento.

– ¿Estuvo presente en el último recuento? -preguntó.

– ¿Eso qué tiene que ver?

– Se supone que se fugó, ¿no? Además, el rigor mortis…

– ¿Sí?

– Veamos, el rigor mortis se produce entre la muerte y hasta veinticuatro horas después. Manifiesto, manifiesto… se hace sobre las seis horas. ¿De acuerdo? Progresa en dirección distal, hacia las piernas y es un parámetro algo subjetivo, depende de la experiencia del observador.

– Llegué a hacer dos años de medicina, ¿sabes? Bueno, la verdad es que apenas si aprobé dos asignaturas y además, comienzo a perderme. ¿Qué me estás diciendo, Tornell?

– Bien, entonces sabe usted que un observador experimentado, un forense, a veces un juez o un buen policía puede datar la hora del deceso si se llega a tiempo. La temperatura acelera el proceso…

– ¿Por eso preguntaste al civil si había helado?

– Exacto, si hubiera helado, el rigor mortis se hubiera ralentizado mucho.

– Entonces, tú sabes a qué hora murió Abenza…

– Sí, calculo que entre ocho y doce horas antes de que examináramos el cuerpo. Debió faltar al último recuento de la noche.

– Ya… pero… eso no demuestra que nadie lo matara.

El preso sonrió de nuevo incorporándose hacia delante en su silla. Parecía disfrutar.

– Carlitos, según se supone, cayó de espaldas. Pero lo que tenía en el occipital, el golpe, fue realizado con un objeto romo. La piel se rasgó, sí, y hubo hemorragia. Veamos: uno, no había ninguna piedra manchada de sangre alrededor del cuerpo; dos, tenía la cara llena de sangre, el cuerpo había estado boca abajo bastante tiempo. ¿Lo encontraron los civiles boca arriba?

– No lo sé.

– Pregunte. Es importante saberlo. Si estaba boca arriba cuando lo hallaron (nosotros lo vimos así) quiere decir que el cadáver fue movido después del deceso. Bueno, ¡qué carajo! Fue movido. Las heridas de la caída, las erosiones, la fractura abierta son post mórtem.

– ¿Cómo lo sabes?

– No sangraron.

– Claro, claro, qué idiota. Es evidente. Entonces…

– A Carlitos le sacudieron con una piedra en la nuca, arriba, sobre las rocas. Fue alguien que le estuvo esperando, hay colillas acumuladas. Pongamos que con ese frío un cigarrillo dure tres minutos. Había diez colillas. El asesino le esperó durante más de media hora.

– ¿El asesino? Pudo fumar él, Carlitos, esperando a algo o a alguien.

– No fumaba.

– Vaya.

Tornell, lanzado, siguió a lo suyo.

– … ese tipo golpeó a Carlitos, que cayó desnucado, boca abajo, la sangre se deslizó por su cuero cabelludo y su cara. Murió al instante. El asesino se lo pensó. Un asesinato. Bien podían investigar… era mejor simular un accidente, una fuga. Tenía tiempo, así que volvió varias horas más tarde, tomó el cuerpo y lo lanzó de espaldas desde las rocas. Así de sencillo.

– Ya, pero ¿cómo sabes que eso fue así? ¿Dónde lo mató?

– Arriba, hay un charco de sangre.

Alemán quedó pensativo. Aquel tipo sabía lo que se hacía. Sirvió más coñac.

– Gracias -dijo el preso paladeándolo con deleite.

– Tiene sentido eso que dices… sí, pero… me gustaría verlo.

– La piedra debe de estar arriba. Me refiero a la empleada en el crimen. Si usted quiere subimos mañana y la buscamos, le enseñaré las colillas.

– ¿Se puede saber algo por la marca de tabaco?

– Corriente, lía sus propios cigarrillos.

– Vaya.

– Antes de la comida podré tener un hueco. Si usted quiere, subimos.

– Sí -repuso Alemán.

– ¿Tiene muchas cosas que hacer por la mañana?

– Absolutamente nada -contestó algo descorazonado por el escaso avance de sus pesquisas con respecto al estraperlo.

– Hable usted con los «civiles», averigüe en qué posición hallaron el cuerpo y, si puede, revise el recuento. Nos ayudará a hacernos una idea de cómo ocurrió todo.

– Sí, eso haré.

Entonces, el preso se levantó para irse dando aquella conversación por terminada.

– Mañana hay que madrugar -dijo por toda explicación.

Antes de que saliera, Alemán afirmó:

– Eres bueno, Tornell, en lo tuyo.

El policía sonrió.

Al día siguiente, a primera hora, Alemán decidió acudir donde el médico. Lo halló leyendo un antiguo tratado de anatomía sentado a la mesa del consultorio.

– ¿Aprendiendo?

– Aquí tiene uno que saber de todo -contestó el doctor con aire resignado a la vez que cerraba el voluminoso ejemplar-. ¿Quiere un café?

– No le diré que no -repuso el capitán frotándose las manos tras quitarse los guantes-. Hace una mañana fría de las de verdad. -Pensó que si él, que iba bien pertrechado con botas, amplio capote y varias capas de ropa tenía frío, ¿cómo se sentirían los presos que apenas se cubrían con una camisa y una chaqueta raída? La mayoría se forraba el cuerpo literalmente con papel de periódico a modo de ropa interior. Una pena.

– Usted dirá, mi capitán -apuntó el médico, don Ángel Lausín, tendiéndole una taza en la que Alemán notó de inmediato la mezcla de los aromas del café y la achicoria. Aun así sabía bien y era algo caliente que llevarse al cuerpo.

Echó un vistazo alrededor.

– No tiene usted el consultorio mal dotado.

– No -dijo-. No me puedo quejar, don Pedro Muguruza me sacó de la cárcel y me colocó aquí. Tengo mucho trabajo pero al menos me dedico a lo mío, a mi pasión: la medicina.

– ¿Fue usted oficial en el bando rojo?

– Qué va. El comienzo de la guerra me pilló en Madrid e hice lo único que sé, trabajar de médico. No crea, que tuve que hacer de todo: traumatología, pediatría, cirugía de campaña… en fin, una carnicería. Al acabar la guerra me metieron preso y aquí me tiene usted, intentando redimir pena.