– Ya.
Quedaron en silencio durante unos segundos.
– Se preguntará usted por el motivo de mi visita.
– Pues sí, parece usted sano.
– No se fíe de las apariencias -dijo Roberto Alemán señalándose la cabeza.
Don Ángel sonrió.
– Sí, todos llevamos mucho pasado con esta maldita guerra. ¿Es verdad lo que se dice de usted por ahí?
– ¿Qué se dice? -repuso divertido Alemán, que comenzaba a acostumbrarse a aquello, lo del matahombres, el monstruo que devoraba niños recién nacidos delante incluso de sus madres.
– Ya sabe usted, mi capitán, lo de la checa de Fomento.
– En parte… sí -contestó sonriendo.
– Pero ¿escapó usted de allí?
– Sí, escapé, pero se exagera mucho, no me comí el hígado de una miliciana ni maté a treinta hombres. Supongo que, al igual que usted, elegí bando por el destino. Nunca me metí en política. Yo estudiaba Medicina…
– ¡Vaya!
– Sí, hice hasta segundo, hasta que la guerra me arrolló como un tren descarrilado… bueno, a mí y a mi familia, claro. Más que estudiar, digamos que perseguía chicas y me iba de farra. Tenía demasiadas asignaturas pendientes. Pero no estoy aquí para hablar de aquello. Es agua pasada.
– Usted dirá -dijo el médico cambiando de tema.
Era hombre de mundo y había notado que aquella conversación no era del agrado de su interlocutor.
– El preso de ayer, Abenza.
– El muerto.
– Exacto. ¿Vio usted algo raro?
– ¿Algo raro? No le entiendo.
– Sí, en el cuerpo. ¿Hizo usted la autopsia?
– Es un preso, mi capitán…
– ¿Y?
– Pues que no es mi cometido. Estuvo aquí, sí, en esa camilla, pero no lo miré mucho; tenía trabajo. A mediodía vino el juez y ordenó su traslado al Escorial, donde se les hace la autopsia.
– Entonces tendré que bajar al pueblo.
– Yo no perdería el tiempo.
– ¿Cómo?
– Es un preso, mi capitán, digamos que… no son muy minuciosos con estos asuntos.
– Ya. No habrá autopsia.
– Me temo que no.
De nuevo quedaron en silencio. Alemán no sabía muy bien cómo atacar aquel asunto. El médico, muy amable, sacó tabaco y le invitó a fumar. Don Ángel encendió su cigarrillo con deleite y dijo:
– ¿Me permite hacerle una pregunta?
– Claro -repuso Alemán.
– ¿Qué interés tiene usted en el cuerpo de ese joven? Se fugó y cayó por la ladera desnucándose.
– Sí, eso dicen.
El médico le miró con curiosidad desde lo más profundo de sus ojos, que le estudiaban escrutadores. Alemán pudo leer la sorpresa en su rostro, era evidente lo que estaba pensando: ¿qué hacía el «mayor asesino de rojos después de Franco» interesándose por el destino de un pobre desgraciado, un preso político? Él mismo no sabía muy bien qué diablos estaba haciendo. Apenas unas horas antes se había enfrentado con un falangista destacado por defender a un preso republicano. Y ahora, aquello… ¿Qué le estaba pasando? De pronto, el médico le dijo de sopetón:
– ¿Pretende usted insinuar algo, mi capitán?
– Lo mataron -contestó Alemán muy resuelto.
El médico le miró sonriendo.
– ¿Quiere un poco de coñac? -dijo de sopetón.
– Sí, claro.
Se levantó y tras encaminarse hasta un armario repleto de medicinas volvió con un par de copas y una botella. Hizo los honores.
– Y eso…
– ¿Sí? -repuso Alemán.
– … ¿eso qué importa? Un preso que se fuga y muere. ¿Tiene usted idea de cuánta gente ha muerto ya?
– Un millón, lo sé.
– Sí, pero me refiero a después de la guerra, aquí mismo. En los campos de clasificación, ya sabe usted, al acabar la guerra se ajustaron cuentas. Hace años que perdí la cuenta de la gente que he visto morir. Han sido ustedes muy eficaces al respecto -dijo el médico con un tono más irónico del que podía permitirse en su situación.
– ¿Aquí ha muerto gente?
– Sí, es raro el día en que no hay un accidente. No, no me refiero a fusilamientos ni sacas. Eso, afortunadamente, queda lejos. Cuando llegaron aquí los primeros presos ya había pasado lo peor. Ya sabe, después de la guerra se pasó factura a mucha gente. No, no. Es otra cosa. Se trabaja muy deprisa y las prisas no son buenas cuando se lucha con una montaña como ésa.
– ¿Cuántos? Muertos, digo.
– ¿Aquí? ¿En accidente? Calculo que unos catorce. Pero no crea, hay fracturas abiertas, gente con miembros aplastados… aquí he hecho de todo. He atendido hasta partos en las chabolas donde malviven los familiares de los presos. Recuerdo a una cría de apenas dieciséis años, a la que atendí como pude con el frío, la oscuridad y sin antibióticos, no me explico cómo pudieron sobrevivir ella y la criatura.
– Don Ángel.
– Dígame.
– Divaga usted, se me va por las ramas. Yo le he hablado de algo concreto, ¿mataron a ese crío? Carlitos Abenza.
– ¿Y eso a quién le importa?
– A mí. -Se escuchó decir a sí mismo.
Quizá estaba ya inmerso definitivamente en la locura. Pero le parecía natural actuar así.
– ¿Por qué?
– No sé -dijo Roberto negando con la cabeza.
– No -insistió-. Diga, diga, ¿por qué había de importarle?
– No lo sé. No sabría decirle. Si le soy sincero, no tengo muy claro por qué estoy aquí -repuso el capitán mirándose las manos.
– Verá… capitán…
– Llámeme Alemán, o Roberto si prefiere.
– Don Roberto… usted sabe que aquí todos hemos pasado mucho.
– Es la guerra, nosotros también.
– Sí, pero ustedes ganaron. La mayoría de los hombres que trabajan aquí han vivido en los peores campos. Ahora, aquí, no es que estén en el paraíso, pero… ven el final del túnel. Muchos se están dejando la vida en horas extraordinarias para salir cuanto antes y lo van a conseguir. Yo mismo fui depurado. Ahora viven aquí conmigo mi mujer y mi hijo de nueve años. Es posible que dentro de poco me dejen concursar por una plaza y tengo una de las antigüedades más elevadas de España. Es muy probable que consiga una plaza en el mismo Madrid. ¿Se hace usted una idea de lo que podría perder por meterme en asuntos de esta índole? Me he matado literalmente a trabajar aquí, por los presos, soy un hombre de ciencia, práctico, intento ayudar a los vivos y mirar hacia delante.
Aquí se hace medicina veinticuatro horas al día. Estoy harto de ir de uno a otro destacamento a las tres de la mañana para atender a los enfermos, con la nieve, el frío, los guardias…
– ¿Qué quiere decirme don Ángel, qué vio usted?
El médico quedó en silencio, como luchando consigo mismo. Se resistía a decir lo que pensaba y era normal. Entonces pareció rendirse.
– Las heridas de las piernas, la fractura abierta, las laceraciones que sufrió en la caída: eran post mórtem.
– ¡Lo sabía! -exclamó Alemán.
– ¿Y usted? ¿Qué ha averiguado?
Él le contó lo de la sangre en la cara, el golpe en la nuca, el charco de sangre…
– Vaya, se nota que estudió usted dos cursos de Medicina.
– No, no. No se equivoque. No recuerdo nada de aquello. Lo mío en estos últimos años fue lo más lejano que se puede imaginar al ejercicio de la medicina, aprendí cómo matar gente, piezas de artillería, cotas, tanques, eso es lo mío.
– ¿…entonces?
– Un preso, Tornell. Me abrió los ojos. Fue policía.
– Sí, y he oído que de los buenos. Pero, dígame, don Roberto, supongamos que lo mataron… ¿y qué? A buen seguro fue un guardia civil o un guardián borracho. No es la primera vez que alguien se propasa con un preso por desahogarse. Igual lo sorprendieron intentando huir y le dieron una buena. No se puede hacer nada. Un preso. ¿Qué conseguiría usted?