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Alemán quedó pensativo, mirándose las botas llenas de barro. Levantó la mirada y comprobó que Lausín le observaba con una mezcla de ternura y algo que quizá se parecía a la admiración. Aquello le hizo sentirse bien, como cuando había defendido a aquellos presos del falangista.

– No lo sé, don Ángel, no lo sé. Pero voy a hablar con los dos guardias civiles que lo hallaron, necesito saber si estaba boca arriba o boca abajo.

– Sea prudente.

De pronto, escucharon voces y dos presos aparecieron en la puerta llevando en volandas a un tercero que se había reventado un dedo con el martillo.

– Pónganlo aquí -dijo el médico señalando una camilla para dirigirse de inmediato a lavarse las manos.

Alemán supo al instante que sobraba.

– Don Ángel, no tema, que esta conversación queda entre nosotros -dijo antes de salir.

Le pareció que aquel tipo le miraba con buenos ojos por sus desvelos en aclarar la muerte de un preso y aquello le hizo sentirse bien.

Capítulo 16. Humphrey Bogart

El domingo, en ausencia de Toté, se le hacía a Tornell largo y tedioso como una condena. Su nuevo compañero de correrías, el capitán Alemán, se había ido a Madrid a ver a una joven, la hija de su general, y a comentar con éste las últimas novedades que se habían producido en el campo, por lo que Tornell dispuso de unas horas para reflexionar, alejado del resto de sus compañeros, algo taciturno quizá. Era por la muerte de Abenza, el pobre Carlitos. Decían que el crío había intentado fugarse despeñándose por aquellos parajes aislados y abruptos, pero Tornell no lo creía así. Supo desde el primer momento que lo habían matado de un certero golpe en la nuca y que el cadáver había sido cambiado de lugar. Y Alemán lo había notado. Había sido un imprudente. Un idiota. Los viejos hábitos. No había podido evitarlo y se había movido por la escena del crimen como si fuera un policía. Reparó en que nunca se puede dejar atrás lo que realmente se es. Alemán no era tonto y ahora sabía lo mismo que él. Tras pensarlo detenidamente llegó a la conclusión de que había actuado así corno una forma de superar el golpe. Si su mente se ocupaba en ver aquello como un caso policial no sufriría el duro mazazo que le propinaba la realidad: Carlitos había muerto y era un crío. Era de buena familia, con influencias, un chaval que estudiaba en Madrid y estaba jugando a la política. Tenía toda una vida por delante. Quizá él era tan sólo un tipo desencantado que había perdido una guerra. Cuando uno está prisionero pierde la ilusión, las ganas de luchar y se convierte en un ser sumiso, un cordero que anhela volver con los suyos y vivir una vida normal, lejos de la política. Les habían vencido. Todo estaba perdido. Por desgracia, allí en Cuelgamuros, en Miranda, en las cárceles y batallones de trabajadores, eran muchos los que comenzaban a pensar que para qué había servido tanto sufrimiento, tanto luchar, tanta guerra y tanta sangre, ¿para qué sufrían ahora? Si la guerra se hubiera ganado a buen seguro que las cosas serían de otra manera. A veces se lo imaginaba como en un cuento de hadas y se le saltaban las lágrimas. Los fascistas ganaron, sí, y la mayor parte de los gerifaltes de la República habían podido escapar a tiempo. Como siempre. ¿Quién quedaba allí? Los restos del naufragio, ellos. Sí, eso eran. Los mismos que habían muerto a miles en la guerra, la gente de la calle, los pobres, la gente del pueblo. Sí, era verdad, se les dio una oportunidad de luchar por algo mejor, por ser los dueños de su propio destino, pero, a la hora de la verdad, siempre existió una élite, una clase dirigente que, como siempre, se puso a salvo a tiempo llevándose unos buenos dineros. Es la historia de la humanidad, quítate tú que me ponga yo. Pero las ideas… las ideas no eran malas. Eran buenas. ¡Qué coño! Lo seguían siendo. Aunque él se sintiera viejo y cansado. Sin apenas fuerzas para creer aunque sí para vengarse. Cómo los odiaba.

Algunos, los menos, seguían creyendo y venían y le contaban que los dirigentes de la República seguían reuniéndose en el extranjero. Caraduras. Y los presos en Cuelgamuros, penando por ellos. Sentía que se le llevaba la rabia. Los dirigentes en el extranjero, con dinero, reuniéndose en los cafés hablando de cosas imposibles, celebrando consejos de ministros de un gobierno sin país que gobernar. Bla, bla, bla… eso eran. Fantoches, cantamañanas y charlatanes de feria. Recordaba cómo iban a arengarles en el frente. Recordaba a la Pasionaria subida en un camión diciéndoles que debían dar hasta la última gota de su sangre por la República. Pero eso sí, el morro del vehículo quedaba bien enfilado hacia la retaguardia. De pronto: uno, dos, tres pepinazos. La artillería enemiga batía sus posiciones. Venía una ofensiva. A la cuarta explosión, el camión había salido a toda prisa de allí con su escolta motorizada. Lejos del peligro. Y los pobres soldados a esconderse en las trincheras como ratas. Así eran y así han sido siempre los políticos. Y encima seguían peleándose entre ellos por una comisión, por un término en un manifiesto… cabrones. Aquello fue lo que les había hundido, aquello no era una República ni un ejército, era una jaula de grillos. Por eso habían perdido aun teniendo la razón. Por eso estaban presos allí.

Y mientras, la gente de a pie se pudría en los campos en Francia, en Alemania o en España. Carlitos creía en aquella filfa. Era un crédulo de los que pensaban que las cosas podrían dar un vuelco; que la gente se alzaría en armas contra Franco.

Inocente. Estaba allí jugando a hacerse mayor, en prisión pero protegido desde lejos por su familia, no como miles de presos que habían sufrido lo indecible dejados de la mano de Dios. Sentía que se le partía el alma por la muerte del crío, le caía bien, le gustaba. Le recordaba lo que él mismo fue, lo que había sido. El chaval aún tenía la fe de los primeros días. La que él había perdido sabiendo que ya no había futuro ni posibilidad de victoria. Ya no cambiarían el mundo. Veía clarísimo que lo habían matado. ¿Por qué iba a querer escaparse si tenía una condena tan corta? Ahora estaba en un buen destino, una oficina. Era cosa de tener un poco de paciencia. No lo entendía. Roberto Alemán le había visto sospechar y le había interrogado al respecto. Él, como un idiota, había dicho lo que pensaba. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque esperaba que no diera importancia al asunto. Sí, lo más probable era que se hubiera reído de él. ¿Qué más daba un preso muerto más o menos? Había visto morir a los hombres por docenas en Miranda de Ebro, Albatera o los Almendros… Sabía perfectamente cómo pensaba aquella gente, los fascistas. Un preso era un no humano, un ser vivo con los mismos derechos que las bestias. Se cuidaba más a una buena muía que a un enemigo vencido y desarmado. Pero no. Sorprendentemente, Alemán se había interesado por el asunto desde el primer momento y aquello le asustaba aún más. Aquel tipo comenzaba a convertirse en una caja de sorpresas. Primero había hado una buena defendiendo a un preso de un falangista y ahora se interesaba por la muerte de Carlitos. Parecía que iba a seguir los consejos que Tornell le había dado para iniciar una investigación. El encuentro que habían tenido en la casita del oficial había sido agradable. Curioso. Un matarrojos como aquél y él, un insobornable oficial de la República, charlando en torno a unas copas de coñac. Como dos soldados. Era la segunda vez que pasaba.

Pensó que aquello no sería sino el capricho pasajero de un tipo que se aburría y que al día siguiente se olvidaría del asunto. Pero el muy excéntrico volvió a sorprenderle. Cuando Tornell pudo al fin acercarse a verle, como habían quedado, comprobó con desasosiego que no sólo le esperaba, sino que había realizado diligentemente las gestiones que él le había sugerido. Era viernes.

– Ven, Tornell, vamos arriba -dijo a modo de saludo Alemán.

Tornell le siguió sin dejar su cartera.

– He hablado con el médico -dijo el capitán sin parar de caminar, como el que sabe adónde va-. Coincide contigo. Inicialmente no quiso decirlo, no debe meterse en líos, pero luego reconoció que había reparado en que las heridas de las piernas eran post mórtem.