El policía asintió sonriendo.
– Es un buen hombre. El médico, digo -apuntó Alemán.
– Sí -repuso Tornell-. Ha hecho mucho por los presos. Esto no es precisamente un hotelito.
– Lo sé -dijo algo circunspecto el militar.
– La gente que trabaja en la cripta acabará mal. Ya hay casos de silicosis.
– Pero… ¿no trabajan con máscaras?
– Sí, pero me dicen que llevan como una esponja que se humedece y ésta, se colapsa por los pequeños fragmentos de granito que flotan en el ambiente. Así que se la tienen que quitar para respirar mejor. Me contó un capataz que lo lógico sería dejar pasar un buen rato tras la pegada, para que el polvo dentro de la gruta se asentara o bien hacer la pegada justo al terminar la jornada, así al llegar al día siguiente a trabajar no habría problema.
– ¿Y por qué no lo hacen?
Tornell se paró de repente.
– Mi capitán…
– Llámame Roberto.
– … mire, Roberto…
– ¿Sí?
– No quisiera buscarme problemas.
– Soy una tumba Tornell, de oficial a oficial.
– Hay prisa, Roberto. Ya se sabe, el Caudillo quiere esto acabado a la mayor brevedad posible.
– Pero, esos hombres podrían pedir otro destino dentro del campo, ¿no?
– Quizá, pero les interesa trabajar allí por el sueldo, muchos tienen cinco o seis hijos, sus mujeres son «esposa de rojo», parias, necesitan el dinero y por eso ellos se matan poco a poco, respirando ese polvo de granito que se incrusta en los pulmones y mata, lentamente, pero mata.
– Joder.
– Además reducen más pena. Creen que así saldrán de aquí antes, pero un compañero me ha dicho que en tres años de picar en la cripta has firmado tu sentencia de muerte.
Alemán quedó en silencio durante el resto del camino. Parecía pensar.
En cuanto llegaron al lugar en que se había hallado el cuerpo de Carlitos, Tornell echó un vistazo a la sangre seca poniéndose en cuclillas.
– He hablado con los guardias civiles que hallaron el cuerpo, tal como me sugeriste -dijo Alemán.
– Vaya, se lo ha tomado usted en serio -contestó el preso.
El otro le miró sonriendo.
– Hallaron el cadáver boca arriba, como lo vimos nosotros. O sea, que la sangre seca que le cubría la cara, teniendo en cuenta que tenía una herida en la nuca, no pudo subir en contra de la gravedad. El cuerpo estuvo antes boca abajo un rato. Tenías razón.
– Subamos -repuso Tornell.
Los dos hombres llegaron dando amplias zancadas al promontorio desde el que se suponía había caído el pobre chaval. Allí estaba el charco de sangre que marcaba el lugar donde le habían golpeado por primera vez. Las colillas que habían hecho sospechar al policía que alguien había esperado a la víctima durante un buen rato, estaban esparcidas por aquí y por allá. El viento había sido fuerte la noche anterior.
– Busquemos -dijo Tornell.
– ¿Qué?
– ¿Cómo?
– Sí, Tornell, te pregunto qué buscamos exactamente…
– No sé, una piedra, un objeto romo. Algo que esté manchado de sangre.
Se repartieron el terreno y fueron ojeando con minuciosidad palmo a palmo. Apenas habrían pasado unos diez minutos cuando Alemán le llamó:
– Tornell.
Éste levantó la vista y comprobó que el oficial tenía una piedra en la mano. Estaba manchada de sangre. Se la dio y la inspeccionó en detalle. Era el arma. Tenía pequeños fragmentos de piel, minúsculos coágulos e incluso algo de pelo.
– ¿Alguna duda? -dijo el policía muy ufano.
– Lo mataron, está claro. Ahora sí que está clarísimo. ¿Hace un pito?
– Hace.
Ambos se sentaron sobre una inmensa piedra, en la ladera. Al fondo, la vaguada les mostraba unos pinos centenarios que se movían bajo una tenue brisa.
– ¿Quién lo haría? -preguntó de sopetón Alemán.
– Sinceramente, mi capitán…
– Alemán, ¡coño!, o si lo prefieres Roberto, ¡somos oficiales, hostias!
– … no Roberto, usted es un oficial y yo soy una mierda, un preso.
– ¡Paparruchas! Eres un policía cojonudo, Tornell, ¡cojonudo!
– Eso era antes.
Se hizo el silencio de nuevo. El viento de la montaña comenzó a hacer sentir su aullido.
– Creo, Roberto, que con esto no vamos a ninguna parte. Es evidente que lo mataron. O eso creemos nosotros. Pero ¿y si fue un guardia? ¿Qué íbamos a hacer?
Quedaron en silencio otra vez. Era obvio que ambos pensaban al unísono en el asunto.
– Pues no lo sé, la verdad. Pero eso es dar por sentado que el verdugo es de los nuestros. ¿No podría ser un preso?
– No creo.
– Ya se verá, Tornell. Primero habrá que averiguar quién lo mató. ¿Estás seguro de que no querría escapar?
– No, eso es seguro. No necesitaba escapar, tenía poca pena, estaba en oficinas… sólo hay una cosa que…
– ¿Sí?
– … que me hace dudar.
– ¿Qué?
– El rigor mortis. Debía de llevar muerto lo menos ocho o diez horas. Más quizá. ¿Habló con el encargado del recuento?
– No. Es un comunista. Un tal Higinio.
– Lo conozco, sí.
– Ahora, al bajar, charlaremos con él -apuntó Alemán.
– No me cuadra. Debía de llevar muerto más de ocho horas, y el recuento es a las doce de la noche. Si se presentó al recuento confieso que no me salen las cuentas.
Volvieron a quedar en silencio. Un buen rato.
Alemán encendió otro cigarro.
– Tornell.
– ¿Sí?
Alemán se tomó su tiempo, aspirando el humo del cigarrillo con fruición.
– Tú… lloras.
– ¿Cómo? -El preso no entendía qué quería decir.
– Sí, te he visto un par de veces, llorando, ya sabes.
Decididamente aquel tipo se había vuelto loco, pensó Tornell.
– No entiendo, Roberto, ¿podría usted aclararme…?
– Sí, cojones, y tutéame. -El capitán comenzaba a enfadarse, a perder la paciencia-. Te he visto llorando un par de veces, como una criatura.
Al preso le vino a la cabeza el incidente de su buen amigo Berruezo. El día en que había estado detenido en el cuartelillo y cómo el señor Licerán le había ayudado a sacarlo de allí. Cuando su amigo volvió se habían abrazado llorando.
Recordó también el día en que Alemán le había visto llorando tras despedirse de Toté. Cuando el autobús le dejaba solo. Sonrió. Aquel cabestro debía de considerarlo una muestra de debilidad. No en vano era un fascista.
– Sí -dijo-.Ahora recuerdo, sí.
Un nuevo silencio. Tornell no sabía qué decir.
– Y… ¿cómo lo haces?
Loco. Estaba loco. Debía andarse con tiento. ¿Qué significaba aquella pregunta?
– Roberto, no te entiendo.
– Sí, habrás visto muchas cosas.
– Como todos.
– Y padecido lo indecible.
– En efecto, llegué aquí pareciendo un cadáver. Dos veces me dieron por muerto en los campos.
– ¿Y aún puedes llorar?
Tornell se calló al momento y Alemán intuyó que el preso no se atrevía a decir algo.
– Tornell, sé sincero, dime lo que piensas.
– ¿De veras?
– Pues claro.
– ¿No te enfadarás?
– Tienes mi palabra.
Alargó la mano haciendo ver al oficial que quería fumar otro cigarrillo. Los suyos eran de los buenos. Tomó la palabra con aire resuelto:
– Como dices tú, Alemán, he pasado mucho, sí. Desde que caí prisionero no hay enfermedad infecciosa que no haya sufrido, ya sabes, por el hacinamiento, la desnutrición… -El militar asentía-…Varias veces intenté dejarme morir. No sé ni cómo estoy aquí. Un buen día, el señor Licerán me sacó del infierno y me trajo a trabajar con él. Comienzo a ver la salida de un largo túnel. Como si hubiera estado muerto durante seis años que recuerdo así, como en una pesadilla.