»Puedo llorar, sí. Hasta que llegué aquí no lo había hecho. Desde el día en que caí prisionero. Supongo que mi cuerpo, mi mente, no podían permitírselo.
– Curioso eso que dices.
– Pero cierto. Pensaba que ya no podría hacerlo, llorar, pero he comprobado que tras perderlo todo, la dignidad, después de pelearme a muerte con compañeros famélicos por un chusco de pan duro como la piedra, de comportarme como un animal humillado, una bestia, hay algo que al menos, no me lograron quitar…
– ¿Sí?
– …soy una persona, un ser humano, siento. A veces alegría, pocas, la verdad; otras… pena, tristeza, miedo. Pero soy alguien, estoy vivo y recuerdo, aún tengo sentimientos, no soy un animal.
Alemán asintió, su rostro había adoptado un rictus de seriedad, entre afectado y grave.
– Lo eres, Tornell, eres un hombre, un gran hombre. No como yo.
El policía lo miró como asombrado.
– ¿Tú no eres un hombre?
– No, soy un monstruo.
Se miraron a los ojos y Tornell le sonrió. Era ridículo, él era un prisionero, nadie, un paria. Aquel tipo era un matarrojos, ¡un capitán fascista! Un hombre bien comido, bien servido, con un futuro. Recio, alto robusto y sano, y Tornell… una especie de piltrafa humana. Y pese a todo aquello parecía que él, el preso, fuera el afortunado. Aquello era de locos. ¿Hasta dónde pretendían llegar sus torturadores? Alemán tomó la palabra de nuevo.
– Quiero decirte una cosa, Tornell.
– Tú dirás.
Entonces lo soltó. Así, como si fuera una bomba.
– Yo te conseguí el puesto de cartero.
Tornell se sintió confuso, la verdad, el Loco le había favorecido con un puesto que suponía una serie de privilegios que ya querría para sí el preso más afortunado. Le había regalado tabaco y le hablaba como si fuera, un amigo de toda la vida. No podía ser. Un tipo despreciable, un asesino de soldados republicanos como nadie había conocido. Bien era cierto que en los últimos tiempos parecía haber dado muestras de cierta piedad para con los presos -sólo había que recordar el incidente con el falangista-, pero aquello era demasiado para él. Su mente no podía procesar aquello, ¿por qué a él?
– Supongo que te preguntarás por qué te ayudé, precisamente a ti.
Aquel tipo, decididamente, le leía el pensamiento.
– Sí, bueno… -dijo rascándose la cabeza rapada al uno. Hacía tiempo ya que había perdido el control de aquella situación.
– Enséñame a llorar.
Capítulo 17. Un avispero
Ya no había duda. En aquel momento Tornell tuvo la certeza de que se las veía con un loco. Ahora lo tenía claro, el enfrentamiento con el falangista, su recomendación como cartero, la obsesión que Alemán comenzaba a mostrar por investigar la muerte de Carlitos… Todo formaba parte de un proceso, de una evidencia: la mente de aquel hombre había dicho basta. Quizá los remordimientos por los crímenes cometidos le habían empujado a sentirse identificado en exceso con sus enemigos, ahora presos. A veces ocurre, raras, entre el verdugo y la víctima. La segunda termina sintiendo una especie de atracción sumisa por el primero y el primero una suerte de identificación con el segundo. Tornell lo había comprobado personalmente en algunos casos que investigó cuando era policía: la víctima y el verdugo. Todos locos, claro, como cabras. El capitán, Roberto Alemán, se había vuelto majareta y aquello sólo iba a provocar desgracias, Y él estaba en medio. Conocía a los fascistas y no les gustaban en absoluto las muestras de debilidad, de humanidad, en sus cuadros dirigentes. Aquel tipo estaba acabado. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– No le entiendo -farfulló pensando en cómo salir con bien de aquel lío.
– Soy un mezquino, Tornell. Decidí ayudarte no porque me parecieras un buen tipo, valiente, amigo de tus amigos, no. Lo hice porque te vi llorar y pensé que a lo mejor podías ayudarme.
El policía se ratificó: loco, estaba loco. De camisa de fuerza, no había duda.
– Pero… mi capitán.
– Roberto.
– Roberto. No se puede enseñar a llorar a nadie.
– Lo sé, lo sé, Tornell. Pero es que esta maldita guerra nos ha hecho a todos insensibles. Yo, como tú, pasé por un infierno. Salí de él convertido en una suerte de ángel vengador, una bestia sedienta de sangre que quería morir llevándose por delante a todos los enemigos posibles. Sorprendentemente, aquello me mantuvo vivo y ahora pienso… ¿para qué? Me siento como hinchado por dentro, Tornell, como si miles de gusanos me devoraran en vida, lleno de mierda. Y no puedo olvidar. Sé que si, como tú, pudiera llorar, quizá lo arrojaría todo, el miedo, la pena, este odio…
– Lo entiendo, lo entiendo -dijo Tornell alzando la mano.
– Tú lo has hecho.
– Sí, pero no sé cómo.
Volvieron a quedar en silencio.
– ¿Es verdad lo que se cuenta sobre usted?
– Vuelves a hablarme de usted. ¿Qué te parece si me tuteas, Tornell?
– Podrían hasta fusilarme.
– Al menos cuando estemos a solas, insisto. No sé, como si fuéramos amigos.
A Tornell ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de ser amigo de un fascista. A pesar de que sabía que debía dejar pasar aquel asunto, le pudo la curiosidad y se escuchó a mí mismo repreguntando:
– ¿Es verdad lo que se cuenta de ti por ahí?
– ¿El qué?
– Lo de la checa de Fomento.
– No. Bueno, en parte sí. Se exagera.
– Pero escapaste de allí cargándote a varios milicianos.
– Sí, a dos.
– Vaya -repuso haciéndose el sorprendido-. Había oído hablar de diez o doce.
– A uno lo maté con una pluma, increíble, ¿verdad? Al segundo con la pistola que le robé al primero. Resulta curioso hasta dónde es capaz de llegar un ser humano empujado por la desesperación, cuando está al límite de sus fuerzas pero ve venir a la parca…
– ¿Tan mal estabas?
– Si quieres que te sea sincero, ni siquiera recuerdo bien lo ocurrido. Sólo sé que flotaba como en una nube; eso sí, ya no sentía dolor.
– Entonces… ¿te torturaron?
Asintió.
– Me llevaron a un despacho -añadió con la cara del que recuerda sucesos desagradables del pasado-, con un mandamás. No sé muy bien por qué pero intuí que me iban a «dar el paseo» y algo en mi interior me hizo actuar, ya sabes, como un animal herido. Algo mecánico, instintivo. Ese algo se apoderó de mí, Tornell, y así sigo. Sea lo que fuere, esa maldita fuerza se mantuvo viva en mí durante este tiempo y terminó por convertirme en una suerte de depredador, una fiera sedienta de sangre.
– La guerra es así, por desgracia. O matas o mueres.
– Te digo que no. Lo mío es… anormal.
– No son muchos los que pueden contar que salieron de una checa por su propio pie, y menos de la de Fomento.
– Sí, eso es cierto.
– Yo conocí un caso… un chico que sirvió conmigo en los primeros días de la guerra. Era socialista. Le escribieron de Madrid, alguien de su familia. Decían que habían detenido a un tío suyo al que al parecer quería mucho; iba a misa y creo que había tenido alguna relación con la CEDA. Fuentes, se llamaba el chaval. Era teniente. Ni corto ni perezoso se fue para Madrid pues era hombre de estudios, abogado. Sé que su idea era acudir directamente a la checa, a fiar a su tío.
– ¿Y?
– No volvió jamás.
Alemán sonrió con amargura como si supiera demasiado bien de qué se estaba hablando allí. Entonces, más por disimular que por otra cosa, Tornell volvió a preguntar:
– ¿Por qué te detuvieron? ¿Eras cedista? ¿De Falange? -De sobra sabía que no.
– Quiá -repuso esbozando una sonrisa que al policía le pareció trágica-. Estudiaba segundo de Medicina. Medicina. Bueno, en realidad… primero y medio. Sólo me preocupaban las chicas y terminar mis estudios para ganar dinero. Tenía un hermano falangista que había logrado escapar tras matar a un crío que vendíaEl Socialista y estaba oculto en algún lugar de Madrid. Fueron a por mis padres que iban habitualmente a misa. Los detuvieron, a ellos y a mi hermana. No quiero pensar lo que pasaría la pobre. Cuando estaba detenido en la checa escuché los gritos de unas monjas, Tornell, las violaron. Al principio no podía soportarlo, luego llegué a acostumbrarme a dormir con aquel maldito ruido de fondo. Después de detener a mi familia, de la que nunca más se supo, me detuvieron a mí. Cometí el error de ir a preguntar por ellos.