– ¿Y tu hermano, el falangista?
– Pues como te digo, estaba oculto, pero no sabíamos dónde. Sé que lo descubrieron unos días antes de caer Madrid. Lo fusilaron. Por unos días, ya ves. Todos muertos: mis padres, mi hermana y mi hermano. ¿Sabes?, lo más irónico es que tenía otro hermano que era de la UGT y que podría habernos ayudado, pero se mató dos semanas antes de comenzar la guerra en un accidente de coche.
– Tuviste mala suerte -dijo Tornell pensando en que, por alguna maldita razón, se sentía como si debiera algo a aquel tipo.
Por lo que había pasado y porque él había seguido su caso de cerca. Al menos había logrado sobrevivir. Era absurdo. Él estaba preso y el otro había ganado una guerra pero había algo que le empujaba a seguir hablando con él, a preguntarle. Quizá no lo veía sólo como al «Loco» y reparó en que había mucha gente que en la guerra había pasado por experiencias similares. Quizá las cosas no eran blancas o negras, sino que dependían de los motivos que habían empujado a matar a cada uno. -Sí.
– Y cuando saliste… cuando llegaste al lado nacional… ¿qué pasó?
– Me recuperé muy rápido. Tenía algo que hacer.
– Matar rojos.
– En efecto. A mí nunca me había interesado la política, pero aquello era algo animal, instintivo… la venganza, ya sabes, me veía como una especie de justiciero.
– ¿Has matado a muchos hombres?
Alemán sonrió.
– Tú lo sabes, Tornell. Has sido oficial. El oficio de militar durante una guerra es más fácil de lo que podemos pensar: matar y no dejarse matar. Tú mismo lo has dicho. Nunca imaginé que pudiera ser tan bueno en algo así, te lo juro.
– Y estás cansado, claro.
Parecía apesadumbrado, quizá arrepentido.
– ¿Piensas en ello a menudo? -preguntó Alemán de pronto, sorprendiendo al policía por el cambio de tema.
– ¿En qué? -repuso Tornell.
– Sí, ya sabes, en la guerra, en los muertos, el sufrimiento, en lo que debiste de pasar en los campos…
– Sí, pienso en ello a menudo, claro.
– ¿Por eso puedes llorar?
El preso sonrió.
– No, no tiene nada que ver. Las veces en que me viste hacerlo lo hacía por otras personas.
– Por otras personas, claro. Yo me siento bien cuando hago cosas por otras personas.
– Sí, en efecto.
– Pero tú, recuerdas…
– ¿Cómo no iba a hacerlo? -dijo subiendo el tono de voz, quizá demasiado-. He visto morir a muchos compañeros. No te haces una idea.
– Caíste prisionero en Teruel, ¿no?
– Sí, en una locura de operación para tomar un ridículo búnker que nos cerraba el paso. En mi unidad se tomaban las decisiones de manera asamblearia.
– ¡No jodas!
– Sí, así era. En lugar de realizar un ataque ortodoxo, seguimos el plan de un fulano que creo era carnicero o algo así, o tornero, quién sabe: lanzar perros con dinamita hacia el búnker…
– ¡No puede ser!
– … como lo oyes. Algo salió mal, claro. Los perros corrieron hacia nosotros. Imagínate, ¡bombas con patas! El fuego cruzado hizo el resto. Recuerdo una luz, una ignición. Todo quedó en silencio. Cuando pude ver algo estaba rodeado de cuerpos mutilados. Me hirieron en una pierna. Si no es por mi sargento me desangro.
– Tu amigo ese que quiso compartir tu castigo el día en que te conocí.
– El mismo que viste y calza, Berruezo. Caímos prisioneros. La temperatura era inferior a veinte bajo cero. Los nacionales iban a perder Teruel. Nos evacuaron a un pueblucho, no recuerdo cuál. Tardaron varios días en llevarme a un hospital. Sobreviví por unas cabezas de ajo que llevaba en el bolsillo y porque Berruezo me cuidó. Luego no volví a verlo hasta llegar aquí. Si quieres que te sea sincero, no me explico cómo sigo vivo. No entiendo cómo no se me gangrenó la pierna.
– Luego, te llevaron a un campo.
– Sí, claro, en cuanto me dieron el alta. Estuve en varios. Quizá uno de los peores, Miranda del Ebro, un lugar horrible. Miles de tíos hacinados, casi sin comida; la higiene, inexistente. Nos comían los piojos y las enfermedades nos diezmaban como si fuésemos ganado. Hacía mucho frío por la noche y sólo teníamos una pequeña manta, bueno, un cuarto si acaso. Si te cubrías el torso, las piernas quedaban al descubierto o al revés. Había que hacer cola para beber un vaso de agua. El hambre es mala, Roberto, pero no te imaginas lo que es la sed. Es peor, matarías a tu padre por un trago de agua. La cola a veces duraba un día. Un día al sol para beber un vaso de agua, ojo.
– Nadie debería hacer un día de cola por un vaso de agua.
– ¿Verdad? A eso me refería cuando hablaba de perder la dignidad. Pero aquello, por extraño que parezca, era mejor que Albatera, allí sí que supe lo que era la sed. Y cosas peores… pero, en Miranda, cuando estabas en la cola esperando durante horas y horas, pasaban junto a nosotros los guardias y nos golpeaban, «no os agolpéis, no os agolpéis», decían los muy hijos de puta. Los malditos cabos de varas nos curtían de lo lindo.
– ¿Cabos de varas?
– Sí, presos que vigilaban a otros presos. Llevaban unos blusones largos y anchos para distinguirse de los demás, eran los peores. En aquellos días todos perdimos la dignidad, pero ellos fueron lo más tirado. Traidores. Aun así las delaciones estaban a la orden del día. Todo el mundo las temía. Había comisarios políticos que habían conseguido hacerse pasar por simples quintos, pero a veces algún que otro preso los reconocía y los delataba por un mísero chusco de pan. Una vida por un pequeño trozo de pan podrido y seco. Aquello acentuaba la sensación de derrota, de desesperanza, ¿sabes? Es muy duro perder una guerra.
– Tienes toda la razón, Tornell, ningún soldado merece ese trato. Vi a hombres valientes luchando en tu bando.
Volvieron a quedar en silencio, mirando al infinito. El paisaje era hermoso en un día despejado como aquél. Alemán tomó la palabra de nuevo.
– ¿Sabes? No dejo de pensar en lo absurdo que fue todo aquello, me refiero a la guerra. Intento recordar en qué momento se fue todo al garete, pero no logro explicármelo. ¿Cómo puede volverse loco un país entero?
– No lo sé, Roberto, yo también me lo he preguntado a veces.
– La hija de mi general…
– ¿La chica que te acompañaba el otro día?
– Sí.
– Guapa. Un bombón… si se me permite decirlo.
– Pues claro, ¡coño! Es joven, hermosa, muy graciosa, llena de ganas de vivir… me ha hecho pensar Tornell, pensar. Me he sentido como un viejo verde y a la vez, me he visto… no sé… rejuvenecer. En lugar de perseguir a mujeres como ella, de ir al cine, al teatro… En lugar de trabajar, de amar, de casarse o tener hijos, la gente de este maldito país ha estado empeñada en matarse. ¿Te das cuenta de lo absurdo que es si lo intentas ver desde fuera? ¿Por qué no sentarse en un café a ver pasar mujeres hermosas en vez de matarse? En lugar de vivir nos hemos dedicado a sembrar las cunetas de cadáveres y ¿sabes? Ahora lo sé Tornell, lo sé. La vida se va… se va… Y nosotros, la desperdiciamos.
– …Sí -acertó a decir el preso dándole la razón-. La vida se va.
Tornell reparó en que aquel loco estaba en lo cierto. Quizá lo había juzgado mal.