– La vida se va. ¿Te das cuenta? -repitió.
– Dímelo a mí, que llevo seis años preso.
Los dos estallaron en una carcajada pese a lo trágico del asunto. El comentario de Tornell además de acertado, había puesto el dedo en la llaga. No había comparación entre los dos. Alemán se golpeó la frente y exclamó:
– Claro, ¡qué idiota! Debes de pensar que soy un memo. Un carcelero quejándose a un hombre al que tiene privado de libertad. Te pido disculpas, amigo. Mil disculpas. Soy un idiota, un idiota.
¿Había dicho «amigo»?
– Déjalo -apuntó Tornell-.Todos hemos pasado lo nuestro, sólo que tú tuviste la suerte de estar en el bando que ganó.
Silencio.
– Vamos abajo -dijo entonces el capitán cambiando de tema otra vez-. Quiero hablar con el tipo ese que hizo el recuento.
– Vamos entonces -contestó Tornell pensando que aquella conversación había sido agradable. ¡Qué extraña le parecía a veces la vida!
Después de aquella charla en las alturas, los dos hombres bajaron del peñasco desde el que supuestamente había caído aquel pobre desgraciado de Abenza y se encaminaron a hablar con el responsable del recuento, Higinio. Alemán reparó en que aquel tipo debió de estar algo pasado de peso antes de la condena, por la flacidez de los pliegues que mostraba su piel. Sabía que el fulano era comunista pues había ojeado su expediente previamente. Pareció alegrarse de que la visita de Tornell y Alemán le permitiera «echar un vale» y descansar por un rato del duro trabajo. El policía había sugerido a Alemán que le dejara llevar la voz cantante, así que el militar le dejó tomar la palabra y se dispuso a disfrutar viendo trabajar a un policía de verdad, como en las películas americanas.
– Higinio, tú hiciste el recuento en la noche que escapó Abenza.
– Lo hago todas las noches. Ah, y todas las mañanas.
– ¿Estaba todo el mundo?
El rostro del interrogado tomó, de pronto, una cierta tonalidad pálida; parecía afectado. Tornell sonrió levemente, como satisfecho. Higinio, que se tomó su tiempo, repuso:
– Consultad el libro.
– Lo hemos hecho, no faltaba nadie por la noche -afirmó Tornell.
– Pues entonces… -dijo el comunista tirando el cigarro para agacharse a tomar de nuevo su pico. Parecía dar por terminada la charla.
– Un momento -ordenó Tornell-. No he terminado.
El responsable del recuento se giró mirándole con mala cara.
– ¿Estás seguro de que por la noche no faltó nadie? ¿Estaba todo el mundo? ¿El propio Carlitos? Según mis cálculos a esa hora ya estaba muerto.
– ¡Qué tontería! Pues claro que estaba en el recuento. ¿De dónde cojones te sacas que a esa hora estaba muerto? Yo lo vi con estos ojitos que han de comerse los gusanos. Con su permiso, capitán Alemán…
El comunista ya se daba la vuelta pero Tornell insistió:
– ¿Sabes lo que es el rigor mortis?
Esta vez el comunista ni se paró y sin girarse espetó:
– Claro.
– Pues según la ciencia, amigo mío, Carlitos estaba muerto en el momento del recuento de la noche. Y según el libro, reparasteis en que no estaba en el recuento de la mañana.
Higinio se giró de golpe. Su mirada parecía inyectada de odio:
– No sabes lo que estás haciendo, Tornell. ¿Quieres que te recuerde determinadas cosas?
Alemán dio al momento un paso al frente a la vez que alzaba su vara contra aquel impertinente pero Juan Antonio le puso la mano en el pecho para frenarle.
Este, sin apartar la mirada del comunista, dijo:
– ¿Me estás amenazando, Higinio? ¿A mí?
– Tú sabes quién soy.
– Y tú sabes quién soy yo…
Alemán no terminó de entender bien aquel diálogo pero le pareció obvio que, de alguna manera, los dos presos jugaban a medir sus fuerzas, su influencia dentro del campo. Aquél era un mundo pequeño pero equilibrado y a su manera, compiejo. Una red invisible de favores mantenía unidos a unos y a otros. Y no sólo a los presos. Descubrirla era la forma de averiguar quién robaba los alimentos. Entonces, por un breve instante, recordó que aquélla era su verdadera misión allí y no perseguir a supuestos asesinos que cometían crímenes que no interesaban a nadie. ¿Estaría cometiendo un error?
– Vale, vale. Quedamos como buenos amigos -dijo Higinio echándose hacia atrás a la vez que mostraba una sonrisa servil y a todas luces falsa-. No hay problema amigo, no hay problema.
Y volvió al trabajo.
– Vamos a la cantina, allí me explicarás -dijo Alemán.
Una vez bajo aquel chamizo que hacía las veces de bar y sentados ante sendos vermuts, Alemán interrogó al detective con respecto a la entrevista con Higinio.
– Tornell, ¿me explicarás qué acabo de ver?
– Cosas de presos.
– Él tiene, a su manera, influencia. ¿No?
– Sí.
– ¿Por qué? ¿Por los recuentos?
– No.
– Tú dirás.
– No es relevante para el caso que nos ocupa.
– No es relevante, dices…
– En efecto.
– Podría obligarte a decírmelo.
– No, no podrías.
Alemán notó que, al fin, el preso le tuteaba como él quería que hiciera. Se había acostumbrado a hacerlo en apenas una mañana. Al menos, cuando estaban a solas. Y además, se le enfrentaba en algo. Bien. Tornell observó al militar demasiado pensativo y tomó de nuevo la palabra.
– Mira, Alemán, ¿de verdad quieres seguir con esto?
– ¿Con qué?
– Joder, con la investigación de la muerte de Carlitos. ¿Eres sincero al respecto?
– Pues claro.
– Entonces debes fiarte de mí. Yo soy el policía, ¿recuerdas?
– Sí, claro. Como Humphrey Bogart -dijo Alemán comprendiendo que, de momento, le interesaba recular. Ya averiguaría más al respecto.
Tornell volvió a tomar la palabra.
– Ese tipo sabe algo. Falseó el recuento nocturno.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Viste su cara?
– Sí, es cierto, parecía nervioso.
– Mira, Roberto -aclaró-. Es una situación compleja. Higinio tiene influencia en el campo, sí. No quiero que esta investigación perjudique a nadie. Si fuésemos sutiles… No sé, quizá la simple evidencia de que puede perder sus privilegios le haría contarnos por qué falseó el recuento. Sabiendo eso, sabremos quién es quién en este asunto.
– Sé cómo hacerlo -dijo-.Vamos.
– Ahora no puedo, Alemán. Tengo que leer las cartas a mis compañeros analfabetos. Me esperan.
– Sí, claro. Mañana por la mañana, a la misma hora que hoy.
Capítulo 18. Ridículo
Baldomero Sáez respiró aliviado al comprobar que aquel capitán que había enviado la ICCP no estaba interesado en su «asunto» y que, además, había perdido la cabeza. Lo pudo comprobar de primera mano, en el despacho del director, con quien estaba tomando un café pues habían hecho muy buenas migas. De pronto, se presentó allí Alemán acompañado por un preso, Tornell, el cartero, que según se decía había sido policía de brillante hoja de servicios antes de la guerra. El capitán Alemán le miró con mala cara y dijo al director que necesitaba hablar con él a solas «urgentemente». El director, don Adolfo, echó un vistazo a Sáez y dijo que allí todos estaban en el mismo barco y que se le escapaba qué asunto no podía ser expuesto en presencia de un representante de Falange Española pero sí delante de un simple preso, por ende, un rojo. Ante esta tesitura, al capitán sólo le cabían dos opciones: retirarse por donde había venido o bien exponer el asunto en presencia del falangista. Pese a que no le agradaba -evidentemente- que Sáez fuera partícipe de aquello, actuó como cabía esperar, como un lunático al que obsesiona una nadería y que no se arredra ante nada y ante nadie para sacar a colación el objeto de su neurosis.
– Se ha producido un asesinato en este campo -dijo de pronto.
El director quedó, como Sáez, con la boca abierta.