– ¿Cómo? -repuso don Adolfo.
– Sí, Carlos Abenza, el preso que creíamos murió en un intento de fuga, fue asesinado.
Tanto el director como el orondo falangista soltaron una carcajada al unísono.
– Alemán, se despeñó -dijo el rector del establecimiento con aire de resignación ante aquella nueva ocurrencia de aquel excéntrico, que insistió:
– Aquí, Tornell, es un policía de relumbrón y cree que fue asesinado. Tenemos el arma del crimen. -Y dicho esto sacó una piedra manchada de sangre que mostró eufórico.
Sáez no lo podía creer, era un regalo del cielo que aquel enemigo que le había afrentado públicamente por defender a un preso rojo se le pusiera tan en bandeja. El director ladeó la cabeza:
– Querido Roberto, me temía muy mucho que esto podía ocurrirle, no es la primera vez que da usted muestras de inestabilidad. He leído su expediente y en él consta que usted, durante una crisis…
– ¡Me cago yo en la puta crisis! -gritó el capitán totalmente fuera de sí.
– Usted, salga -ordenó don Adolfo al preso de inmediato.
Tornell hizo lo que se le decía mansamente. Una vez a solas, el director intentó reconducir la actitud de Alemán.
– Mire, Roberto, cálmese, no quiero tener que informar de esto, estos desplantes no pueden sino crearle…
– Abenza no se presentó al recuento de la noche.
Sáez comenzaba a disfrutar con aquello, el muy lunático de Alemán insistía interrumpiendo al director. Quería ver cómo acababa aquello. La cosa se ponía interesante por momentos. Don Adolfo se levantó con mucha parsimonia y, tras dirigirse al archivador, extrajo una carpeta. Volvió a su mesa y, tomó asiento.
Alemán no había consentido en hacerlo desde su entrada. Sáez permanecía expectante, sentado en el cómodo sofá de las visitas y presto a disfrutar de aquel magnífico espectáculo que se le brindaba.
– Da la casualidad, Alemán, de que soy hombre metódico, mi esposa me dice que minucioso en exceso y que tomo nota de todo. El expediente relativo al intento de fuga de Abenza ha sido debidamente cumplimentado y sepa usted que, como siempre hacemos, repasamos el último recuento antes de la fuga. A medianoche el preso estaba, fue en el de la mañana cuando se notó su ausencia. Es por eso que los «civiles» echaron un vistazo al monte.
– Ese tipo miente. Me refiero a Higinio, el responsable -dijo Alemán-.Además, es un simple preso.
– ¿Como su policía, quizá?
«En el blanco», pensó Sáez. Había que reconocer que don Adolfo se estaba mostrando como un funcionario diligente. Tomó nota de que podía ser un tipo interesante para la causa de cara al futuro.
– Sólo necesito una cosa, don Adolfo -dijo aquel loco-.
Llame usted a Higinio e insinúe que si no dice la verdad, se le retirarán sus privilegios. Sólo eso. Le aseguro que miente. Como un bellaco.
El director puso cara de pensárselo.
– ¿Y qué más da? -dijo.
– ¿Cómo?
– Sí, hombre de Dios. ¿Qué más da si alguien despachó al preso?
– Es un asesinato.
El director puso los ojos en blanco y comenzó a reírse.
– ¡Un asesinato! ¡Ay que me parto! ¿Se hace usted una idea de la de presos que mueren a diario en los campos? ¡Un asesinato, dice!
– Sólo le pido eso, don Adolfo. No es mucho. Llámelo y dígale que si no colabora le retirará sus privilegios. Sólo eso. No le molestaré más, palabra. No pierde usted nada. Aunque fuera una locura mía, ¿qué pierde usted por hacerme el favor?
Don Adolfo cerró la carpeta.
– Hecho -dijo, seguramente para quitarse de encima a aquel desequilibrado-.Ahora tengo que ausentarme. Me voy con mi señora al pueblo. Pero cuente usted con que el lunes le haré la gestión, ¿de acuerdo?
– Gracias, señor.
– Pero… una cosa.
– ¿Sí?
– Sólo haré lo que usted me ha pedido. Le insinuaré la posibilidad de que puede perder sus privilegios si no dice lo que «usted dice que sabe». Es un buen preso y no voy a defenestrarlo por una tontería.
– Será suficiente, verá usted como canta. Hasta luego, que tengan ustedes buenos días.
Y una vez dicho esto salió de allí a toda prisa. Don Adolfo miró al falangista e hizo un gesto inequívoco acercándose el dedo índice a la sien para, a continuación, hacerlo girar.
– ¿Qué es eso de «la crisis»? -preguntó Sáez.
– No me sea cotilla, hombre. Todos tenemos nuestros fantasmas y este hombre es un héroe de guerra. Y ahora, si me permite, tengo que redactar un informe referente a esta entrevista para la superioridad. Este hombre se merece un retiro. Y definitivo.
Después de tan esclarecedora entrevista, Sáez decidió callar discretamente y dejar solo al funcionario. No le interesaba que pensara que era un pesado o, a lo peor, un correveidile. Salió de allí y se fue directo a ver al preso en cuestión.
Cuando le contó al tal Higinio que Alemán había solicitado que se le retiraran sus privilegios si no decía «lo que supuestamente sabía» el pobre hombre se puso blanco. Higinio le dijo que aquel tipo estaba loco y que la había tomado con él. Aquello reafirmaba que Alemán había hecho crisis y que no estaba allí para investigar nada relativo al negocio que llevaba entre manos con Redondo y otros camaradas. La operación seguiría su curso. Antes de despedirse del preso le confesó que el director no tenía intención alguna de quitarle sus privilegios. Para que estuviera tranquilo.
El domingo por la mañana, a eso de la una, Roberto Alemán se presentó en el domicilio de su general con el anhelado propósito de que le invitaran a comer y poder ver a Pacita. La había echado de menos y estaba deseando charlar con ella.
¿No serían todo imaginaciones suyas? En el fondo se sentía como un viejo verde, pero pensó que se merecía olvidar las penas y pasar un rato agradable. ¿Qué había de malo en que pudiera verla un rato, oler su perfume y escuchar su risa?
Aunque sólo fuera eso. Ya tendría tiempo de afrontar la semana que le esperaba, investigación incluida. Tuvo suerte porque, aunque era previsible que su anfitrión tuviera algún compromiso u acto oficial, se hallaba en casa. La fámula, nada más abrirle la puerta, le acompañó a su despacho diligentemente. Enríquez se levantó al verle entrar y se dirigió hacia él con los brazos abiertos.
– ¡Qué casualidad! Precisamente iba a mandarte llamar. Siéntate, siéntate. Milagros, trae un par de vermuts y el sifón. Roberto, te quedas a comer.
Alemán sonrió. Su jefe estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.
– Pacita y Delfina están en misa. Ahora llegan. Los domingos, paella.
– ¿No vas a misa, mi general?
– Papeleo.
– ¿Por qué ibas a mandarme llamar?
Entró la criada con las bebidas. Hubo un receso. Una vez a solas, el general, dijo:
– Brindemos.
Entrechocaron los vasos.
– Esto me recuerda el frente. Qué frío pasamos, ¿verdad? -dijo.
Alemán asintió. Enríquez continuó hablando:
– Allí las cosas eran más fáciles: la camaradería, el olor a pólvora, la tropa. Se sabía dónde estaba el enemigo, enfrente. Y ahora mira… Ministerios, comisiones, corruptelas, chupatintas…
– Sí, debo reconocer que en la guerra las cosas son blancas o negras. Todo es más sencillo. No termino de entender, mi general, cómo te metes en estos líos, la política, todo eso… es un mundo difícil.
– En efecto, Roberto, sobre todo para un soldado.
– Exacto, pero ¿qué querías decirme? Suéltalo, jefe, te conozco.
– ¿Qué hostias has hecho? A estas horas todo el que es alguien tiene una copia del memorando ese que ha escrito esa maldita rata del director de Cuelgamuros.
– ¿Qué memorando?
– El de tu conversación con él, fue ayer, ¿recuerdas?
– Vaya, qué diligente.
– ¿Qué cojones es eso de un asesinato?
– Han matado a un hombre.