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– ¡Un preso, rediós! -exclamó dando un puñetazo en la mesa.

Alemán bajó la cabeza, obediente, se contenía.

– Perdona, hijo. La culpa es mía. No debía haberte enviado allí. ¿Has recaído?

– No exactamente, mi general.

– ¿Entonces?

– ¿Qué quiere usted saber?

– ¡No me vengas con memeces,cago'n Dios. ¡Apéame ese usted de inmediato!

– Con su permiso, mi general, usted me acusa…

– ¡Firmes!

Roberto se levantó dando un salto y se puso firme. El general se incorporó y fue hacia él. Por un momento Alemán pensó que iba a atizarle un guantazo. Entonces, con las manos a la espalda, se le acercó al oído y dijo:

– Eres como un hijo para mí y lo sabes, déjate ya esa mierda de ponerte tiquismiquis conmigo. ¿Entendido?

– ¡Sí, señor!

Entonces le abrazó. Era más bajo que Alemán y su rostro chocó cómicamente contra el pecho del joven.

– Ahora, dime, es importante: ¿has recaído?

– No, Paco, joder, no. Sólo es que… pienso… veo a los presos y…

– ¿Y?

– Me pregunto si no fue todo un error, ya sabes, la guerra… esos hombres sufren, son rojos sí, pero perdieron y tienen familias, vidas, muchos tienen a sus hijos allí con ellos, en chabolas… Los estamos explotando, tú lo sabes…

Enríquez sonrió con malicia.

– Vaya, parece que después de todo, eres humano, ¿no?

Hasta aquel momento Alemán no había reparado en ello. Se conmovía. Se sintió bien por un momento. ¡Tenía sentimientos!

– Te relevo.

– ¿Cómo?

– Que dejas Cuelgamuros. Y el ejército. He recibido órdenes de arriba. Te pasan a la reserva, con toda la paga, claro. A vivir del cuento.

– Pero yo…

– Ni una palabra. ¿Has averiguado algo? ¿Recuerdas para qué te envié allí?

Asintió.

– Lo recuerdo, Paco, pero ellos, los del trapicheo, sabían que iba para allá. En mi estancia en Cuelgamuros quien fuera que vende las provisiones no ha hecho ni un solo movimiento.

– Te has puesto en manos del director con esa tontería del asesinato. Se ha deshecho de ti de un plumazo y ahora continuará con sus sucios asuntos.

Roberto sonrió. Era evidente que Enríquez tenía razón. Aquel tipejo, el director, se había zafado de él dejando que se autodestruyera.

– Jaque mate -dijo el general-. Mala suerte.

– Si quieres que te diga la verdad, había pensado en licenciarme tras este servicio.

– Pues se te han adelantado.

– Sí, es cierto.

Quedaron en silencio de nuevo y Enríquez sirvió dos nuevos vasos de vermut.

– ¿Y qué has pensado hacer? ¿Vas a viajar?

– No.

– Vaya, ¿lo tienes pensado? ¿Te meterás en política?

– Sabes que no valgo para eso ni me gusta.

El general sonrió pícaramente.

– ¿Formar una familia, quizá?

El capitán Alemán arqueó las cejas.

– ¿Has pensado en buscar una mujer, Roberto? -insistió.

No se atrevió a decir nada de Pacita. ¿Cómo iba a permitir que su hija se casara con un loco como él?

– Mi mujer me está volviendo majara, ¿sabes? -dijo de pronto.

– ¿Cómo?

– Sí, coño, parece que no tengas mundo. ¿Has pensado en Pacita?

– ¿Pensar?

– Joder, Roberto, tú eres un hombre, ella… una mujer. ¿Entiendes, tonto?

– ¿La verdad?

– ¡La verdad, hostias! Somos compañeros de trinchera.

– Continuamente.

Entonces, el general Enríquez le miró muy satisfecho y abrió los brazos para volver a abrazarle. Al fondo, dos voces femeninas eran la prueba de que Pacita y su madre habían vuelto a casa.

Capítulo 19. Casablanca

No sé qué pretendes pero estás cometiendo un gran error.

Aquella voz hizo a Tornell volver desde su plácido sopor. Alguien se había interpuesto entre él y aquel solecito reparador, estropeándole la siesta bajo aquel añoso pino.

– Vaya, buenas, Higinio, gracias por despertarme. El domingo es el único día en que uno puede descansar, pero para eso están los amigos, ¿no?

– Déjate de idioteces e ironías conmigo. ¿Por qué me has echado encima a ese fascista?

– Te lo has echado tú solo. Falseaste el recuento.

Tornell reparó en que Higinio tenía cara de pocos amigos. Pensó que, en sus circunstancias, no era buen negocio llamar la atención.

– Métete en tus asuntos. Todos los policías sois iguales. Aunque os intentéis disfrazar de militantes de izquierda en el fondo no sois más que unos reaccionarios, unos represores.

Higinio insistía. Tornell suspiró incorporándose con fastidio.

– Mira, Higinio, cabe la posibilidad de que fuera el propio Carlitos quien te pidiera que falsearas el recuento para poder acudir a la cita que tenía con la persona que le mató pero ¿no te has parado a pensar que si fue otro el que te pidió que falsearas la lista, ése podría ser el asesino?

El jefe de los comunistas en el campo alzó los hombros como demostrando que aquello le daba igual.

– ¿Es un asunto del Partido o tuyo?

Higinio rehuyó la mirada del antiguo policía.

– Vaya… tuyo. No podía imaginarme que fueras tan irresponsable. Estás poniendo muchas cosas en peligro, amigo. ¿No ves que si te detienen y te interrogan caerá mucha gente tras de ti? Te sacarán los nombres de todos los militantes del campo.

– A mí no me van a sacar nada.

– Ya, sí, es cierto. El director va a echarte un órdago. Hará como que te pueden quitar los privilegios pero no lo hará. Le importa un bledo la muerte de un preso.

– Lo sé. Estoy tranquilo al respecto.

– Vaya, lo sabes todo.

– Es mi obligación saber lo que se cuece aquí, camarada.

– No me llames así, Higinio.

Quedaron en silencio, por un momento. Mirándose a los ojos.

– Quítame a ese oficial de encima.

– No puedo, Higinio, simplemente dime quién te pidió que falsearas el recuento. Esa persona quiso ganar un tiempo precioso. Es el asesino.

– No hay nada de eso.

– ¿Qué te pagó? Me parece inmoral que tengas tus tejemanejes personales y que eso pueda perjudicar a más gente. Dímelo.

– No. No vayas por ahí, has sido un irresponsable poniéndome a los pies de ese capitán, ese amigo tuyo…

– ¡No es mi amigo!

– Ya, sí… que sepas que esto te va a costar caro.

Tornell miró a otro lado, sentado en el suelo, como demostrando al otro que no le temía.

– No se te ocurra volver a amenazarme -dijo reparando en que Higinio caminaba ya ladera abajo.

Lamentó profundamente que las cosas se estuvieran desarrollando de aquella manera. ¿Qué más daba aquel asunto de Carlitos? Estaba muerto y punto. Alemán, que no era precisamente un tipo equilibrado, le había metido en aquel embrollo. Ahora Higinio y su gente irían a por él. No le interesaba estar a malas con ellos ni con nadie en el campo.

La comida en casa del general Enríquez fue agradable y el ambiente, muy distendido. Roberto no acertaba a comprender que el general y su esposa le consideraran un buen partido para su hija cuando, poco más o menos, iban a licenciarle por loco. Pero, en fin, así era la vida y mejor no plantearse mucho aquel tipo de cosas. La verdad era que él mismo se había sorprendido por su reacción al conocer la noticia de su cese. Podía decirse que iba a ser «licenciado con deshonor» pero no se lo había tomado a mal, al contrario. Le agradaba la idea de dejar el ejército. Se había dado cuenta de que estaba cansado de aquello, de la milicia. Además, tenía un proyecto vital. Por primera vez en mucho tiempo sabía lo que quería y eso era, en realidad, más que un motivo para vivir. Después de la sobremesa, Pacita dijo que por qué no la acompañaba al cine y sus padres animaron a Alemán a hacerlo ¡sin carabina! No se le escapó el detalle.

Le hacían un gran honor depositando tanta confianza en él. Quizá todos aquellos pormenores contribuyeron a que Roberto no se tomara demasiado a mal su relevo y lo que era peor, no poder aclarar quién había asesinado a Carlitos Abenza. Lo sintió por Tornell, al que había metido en aquel asunto. Pero ¿qué más daba? La vida comenzaba de nuevo para él y llevaba a una mujer joven del brazo. Tenía por delante un cómodo futuro, una buena paga íntegra asegurada y la posibilidad de dedicarse a lo que quisiera. Estaba en el bando de los vencedores, era un héroe de guerra y tenía el viento a favor. Tenía la sensación de que incluso se le perdonaba lo de su licencia por enfermedad por el hecho de haberse comportado heroicamente en dos guerras. ¿Qué más se podía pedir?