Cuando Banús y su capataz llegaron al patio de la prisión, acompañados por un oficial del ejército y un guardián, hicieron formar a los presos. De inmediato se pidió que aquellos que quisieran ir a trabajar a la sierra de Madrid dieran un paso al frente. Fueron bastantes los que se ofrecieron. Licerán preguntó de inmediato por su recomendado y el guardián le señaló con la cabeza a un hombre alto como un mástil y flaco como un perro. Allí todos evidenciaban la falta de alimento pero éste destacaba por su aspecto macilento y su mirada perdida. Licerán se acercó a su jefe y le preguntó si aquel tipo podía incorporarse a las obras. Tras un momento de silencio, Banús se acercó al penado y le miró los dientes a la vez que le tanteaba los músculos. A Juan Licerán, un hombre honrado, le pareció humillante. Aquellos hombres merecían más respeto, no estaban en una feria de ganado. ¿O sí? No quiso pensarlo. Entonces, Banús se giró con mala cara haciendo evidente que aquel tipo no le convencía. Allí había presos más fuertes y menos desnutridos que le interesaban más. Afortunadamente, en aquel momento apareció un empleado de la oficina que reclamaba a Banús porque tenía una llamada. Aprovechando la pausa, Licerán pensó que había ganado algo de tiempo y se acercó a su hombre.
– ¿Cómo lo ve? -dijo el preso entre susurros.
Le faltaba el resuello pues su estado era penoso.
– Mal, hombre, mal. Estás en los huesos.
– Si no salgo me muero. Llevo seis años de prisión en prisión, de campo en campo, desde antes de acabar la guerra. Pasé una pulmonía y una disentería. Las dos veces llegaron a darme por muerto. Aquí estamos hacinados, se han declarado dos casos de tifus exantemático y hay piojos por todas partes. Es cuestión de días que me contagie. Esta vez estoy tan débil que sé que no sobreviviré.
Al pobre Licerán se le hizo un nudo en la garganta. Al fondo, Banús volvía acompañado por el oficial y el guardián, que le hacían la pelota descaradamente por si caía una propina. Era evidente que el empresario era hombre espléndido y sabía «engrasar la maquinaria», como él mismo solía decir a menudo. El capataz supo que tendría que emplearse a fondo o el preso se quedaría en aquel lugar. Se lo debía a Berruezo y tenía plena confianza en él. Si recomendaba a su amigo a buen seguro que sería un tipo de fiar. Volvió a la carga.
– Donjuán -mintió Licerán cuando su jefe se puso a su altura-, este hombre es de ley. Necesitamos gente de confianza. Quizá no esté en buen estado pero es un cantero de primera, un gran trabajador con mucha experiencia.
Banús se paró sin volverse. Fue entonces cuando el desconocido, con una voz fuerte y grave, sorprendente en un fulano que se halla a un paso de la muerte, espetó:
– No se arrepentirá, señor. Trabajaré como cinco hombres. Lo juro.
Banús miró sonriendo a su encargado y continuando su camino, dijo:
– Tú eres el capataz y tú decides. Ya sabrás lo que haces…
– Yo lo fío -aseguró Licerán sabiendo que no había logrado engañar a su jefe.
Se hizo un silencio.
– Este preso… -dijo Banús dirigiéndose al capitán que parecía al mando de aquello- ¿puede salir a redimir su pena?
– Tenía pena de muerte pero se le conmutó por perpetua. Como a tantos otros. Está dentro de lo permitido, sí -contestó el oficial, un tipo regordete y con voz de pito.
– Sea -dijo Banús dando por cerrado el asunto con cierta indolencia.
Entonces, Licerán y aquel despojo humano en que se había convertido el preso, se miraron y suspiraron de alivio.
Capítulo 3. El asesino del puerto
En el camino de vuelta a Cuelgamuros, Licerán tuvo ocasión de conocer algo mejor al hombre que tan vehementemente había fiado Berruezo. Como Tornell se hallaba en tan mal estado, Licerán le hizo viajar dentro de la cabina junto al conductor y a él mismo, mientras que el resto de los presos se agolpaban en la parte trasera del vehículo.
– Me contó Berruezo que fuiste policía -dijo Licerán más por vencer el tedio del viaje que por otra cosa.
El conductor, un joven soldado algo alelado, de Lugo, iba a lo suyo, con la mirada perdida en la carretera.
– Sí -contestó el preso-. En Barcelona. Antes de la guerra.
– ¿Y se te daba bien?
Juan Antonio Tornell esbozó una sonrisa que al capataz le pareció amarga y melancólica.
– Podemos decir que sí. Tuve algún que otro caso que llamó la atención. Ya sabe usted, en este país el vulgo gusta en exceso de las noticias truculentas.
– Bueno, bueno -terció Licerán a modo de disculpa-. Yo mismo soy muy aficionado a leer novelas policíacas. No soy hombre instruido pero me gusta jugar a adivinar quién es el culpable. Quizá hubiera hecho un buen policía.
– Sí, quizá.
– ¿Y qué casos de relumbrón investigaste?
Tornell puso cara de hacer memoria, como el que tiene mucho vivido, y contestó:
– Creo que… sin duda el que más repercusión tuvo fue el del «asesino del puerto».
– ¡Coño! El del tipo ese que mataba prostitutas. ¡Claro que lo recuerdo! Lo leí en la prensa… ¡El asesino del puerto! -exclamó el capataz ladeando la cabeza y con cara de admiración-. Y tú eres el tipo que logró cazarlo. Ahora recuerdo, ¡claro! Rediez, Tornell, si eras una celebridad.
– Tanto como eso…
– Eso debió de ser por el año treinta y…
– Dos, fue en el treinta y dos. Lo cacé el 4 de marzo de 1932.
– Cuenta, cuenta, Tornell, ¿cómo lo hiciste?
– Si la prensa lo contó todo con detalle, señor Licerán, a estas alturas debe usted de conocer los pormenores.
– Sí, sí, pero hace tiempo y no lo recuerdo todo; además, me gustaría saberlo de primera mano, ya sabes, nada menos que contado por el policía que lo capturó.
Juan Antonio Tornell puso cara de pocos amigos pero aquel tipo acababa de sacarle del infierno. No podía negarse, así que, como el que cuenta algo que ha relatado más de mil veces, comenzó el relato:
– Pues fue el caso que, digamos, me hizo saltar a la fama. Dentro de un límite, claro está. El asunto mantenía en vilo a la ciudad de Barcelona desde hacía ya varios meses. No hace falta que le diga cómo estaban las autoridades. Las presiones que recibíamos para cazar a aquel tipo estaban llegando demasiado lejos y encima la prensa no hacía más que alarmar a la población desgranando los detalles más escabrosos de los crímenes.
– Un asunto complicado.
– Sí, bueno, aunque no tanto. Creo que acerté porque cambié la perspectiva del asunto. Desde el principio seguí mi propia línea de investigación. Sólo le diré que me tomaron por loco porque ésta difería de las de la prensa, del fiscal y de las de mis propios compañeros del cuerpo de policía. La línea maestra de mi investigación consistía en considerar que el asesino no era un loco ni un psicópata, sino un simple ladrón que no reparaba en asesinar a sus víctimas con tal de no ser capturado. Como recordará usted, en apenas dos meses, más de ocho prostitutas habían sido brutalmente degolladas en las inmediaciones del puerto de la ciudad de Barcelona.