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Acudieron al Real Cinema y vieronCasablanca. Alemán se acordó de Tornell, al que comparaba con Humphrey Bogart. Su mente iba y venía a otros asuntos muy distintos a los del filme. Tampoco es que pudiera centrarse sólo en el caso, la verdad, pensaba en otra cosa: su mente no era sino un atribulado caos de proyectos, sospechas y recuerdos. De un lado Pacita. ¡Qué bien olía! Resuelta, hermosa, se lo comía con los ojos. De otro, Abenza, ¿quién lo había asesinado? Sentía un impulso irrefrenable que le inducía a querer averiguarlo. Ya no podría hacerlo. Por no hablar del director, que le daba tirria; era evidente que debía de estar implicado en el asunto del mercado negro y por ello había aprovechado la primera oportunidad para desacreditarle, para quitarse de encima al sabueso que le habían enviado. Obviamente había sido tan ingenuo como para ponérselo demasiado fácil, y cada uno jugaba las cartas que le había deparado la fortuna. Tampoco podía reprochárselo. No lo consideraba algo personal. Las cosas ya no eran como en la guerra. Ahora los enemigos surgían de entre las propias filas. Enríquez tenía razón al respecto. Pensó de nuevo en Tornell. Parecía remiso a meterse en aquel jaleo pero Alemán le había convencido para hacerlo. Y ahora se retiraba haciendo mutis por el foro… ¿Cómo se lo tomaría? Pues bien, ¡qué demonios! Era cartero. Un chollo. Además, Roberto hablaría en su favor para que su general pudiera favorecerle a la mínima de cambio. Se lo merecía. No podría volver a ser policía, pero seguro que habría alguna forma de aprovechar su talento.

Roberto y Pacita salieron del cine y casi era de noche, las cinco y media. Invierno en Madrid. El aire traía un cierto aroma de tristeza, como suele ocurrir en las tardes de domingo. Pese a ello ninguno de los dos tenía demasiada prisa por volver así que dieron un paseo por el Retiro. Caminaron cogidos de la mano, como dos enamorados, como si fuera lo más natural del mundo, y tomaron asiento en un banco aislado bajo un enorme árbol en un camino apartado desde el que se veía el estanque. Hacía frío.

Alemán pensó en cómo aullaría el viento en aquel mismo momento allí arriba, en Cuelgamuros. Pacita se apretó contra él. No había duda de que no era una mojigata. Además, no se molestaba en disimular su interés por Roberto y aquello, decididamente, a él le gustaba.

– ¿En qué piensas? -preguntó mirando a Alemán con malicia en los ojos.

– En que me gustas, Paz -se escuchó decir a sí mismo. Parecía un idiota.

Entonces ella le besó y él le devolvió el beso. Un beso profundo y cálido. Sintió cómo ella se estremecía y continuó haciéndolo. Percibió algo difícil de explicar, ¿acaso era eso lo que estaba buscando? Se sintió excitado de verdad. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba siquiera en mujeres? Su mano izquierda se dirigió hacia uno de sus pechos de forma instintiva, natural. Lo apretó mientras le mordisqueaba el labio inferior. Pacita jadeaba. Entonces, violentamente, ella le dio un empujón y se levantó de golpe.

Roberto quedó paralizado. ¿Qué había hecho? No podía tratar a la hija del general Enríquez como a una fresca. ¿Qué pensaría él si se enterara de aquello? Paz, que había provocado aquello intencionadamente, pensó que los hombres eran tontos, tontos de remate. Cuando una mujer cae en sus brazos suelen creer que la han conquistado, que han conseguido seducirla con sus artes donjuanescas. ¡Ingenuos! Paz sabía, desde siempre, que cuando un hombre inicia algo con una mujer, sea duradero, serio o una simple aventura, es porque ella ha querido. Ella los ha elegido y ha decidido de antemano cómo, cuándo y dónde deberían ocurrir las cosas. Fue quizá por eso que Roberto se sintió muy azorado y culpable cuando ella se lo quitó de encima en el Retiro. Se había propasado, sí. Pero ella no había actuado así -como pensaba él- porque un hombre maduro, experto, le hubiera ofendido con su comportamiento, no. Y no es que ella fuera experta en aquellas artes ni mucho menos. Era la primera vez que la besaban. No. Puso fin a aquello porque sintió, por un momento, que se perdía. ¿Cómo iba una chica decente, la hija de un general para más señas, a comportarse así en un parque público? Había sentido miedo de sí misma. Y supo que quería estar con Roberto cuanto antes. Lo había urdido todo pacientemente: convencer a sus padres, ir a visitarlo a las obras del Valle de los Caídos, hacer ver a su padre la conveniencia de que el pobre Roberto pasara a la reserva… Al parecer, él solito había metido la pata y se había colocado en una situación harto difícil. El ejército ya no lo necesitaba y se lo entregaba confuso y manso como un corderito.

Por eso, aunque ella misma había propuesto ir al Retiro y tomar asiento en aquel lugar apartado, para que se comportara como un hombre con una mujer, sintió que la cosa se le iba de las manos. Roberto Alemán le gustaba más, mucho más de lo que había pensado nunca. Paz, pese a sus circunstancias -hija de militar y miembro destacado del Régimen- era de mentalidad avanzada, pero allí, solos, sintió que iba a la perdición, al escándalo. Cuando la chica se levantó, él se puso en pie, algo agachado, para disculparse pues era bastante más alto que ella. Su flequillo negro, despeinado, caía sobre su frente y pedía disculpas jurando que la respetaba y que aquello no volvería a ocurrir. ¡Paz pensó que estaba para comérselo…! Le dijo, demasiado a la carrera, entre tartamudeos y toses nerviosas que sus intenciones eran honestas y que quería ¡casarse con ella!

– Es la declaración de amor más rara que he visto en mi vida -dijo ella haciéndose la dura.

– Sí, tienes razón, todo lo estropeo.

Se le escapaba… Cuidado.

– No, no, he dicho rara. No he dicho que me desagradara, Roberto. No te he empujado así por ti sino por mí. Temía no poder controlarme.

Él la miró muy sorprendido.

– Eso… ¿es un sí?

– Claro, tonto -contestó ella.

Entonces la tomó en sus brazos, ahora de pie, y volvieron a besarse apasionadamente. Cuando ella sintió que se iba a desmayar el muy idiota la soltó.

Era tarde. Decidieron volver dando un paseo. Cogidos de la mano como dos tórtolos. Él le pidió permiso para hablar con su padre y Paz repuso que sí, que cuanto antes. Roberto dijo que lo haría al día siguiente, pues tenía que subir a Cuelgamuros a despedirse, a recoger sus cosas y a dejar libre a su fiel ordenanza, al que Enríquez ya había buscado acomodo en las oficinas de la ICCP.

Roberto habló mucho durante el camino, con entusiasmo, parecía otro. Le confesó las cosas que comenzaba a sentir, «como si hubiera vuelto a vivir». Al igual que le ocurría a un preso, Tornell, que le ayudaba en la investigación y con el que empezaba a hacer amistad. Al parecer había sido oficial de la República y brilló como policía antes de la guerra. Le habló tanto de él que llegó a sentir celos. Aquel hombre, como él, había padecido mucho, mucho. Alemán relató a la chica algunas de las cosas que le había contado sobre los campos de concentración y ella sintió que su mundo se hundía. ¿Acaso no les decían que el Movimiento trataba con equidad a los descarriados? ¿No eran ellos los buenos? ¿Qué falta de piedad era aquélla? Cuando se despedían en la puerta de casa ella se atrevió a preguntarle:

– Hay una sola cosa que quiero saber, Roberto.