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– Dime -repuso él poniéndose muy serio.

El coche le esperaba con el motor en marcha mientras el chófer miraba a unas criadas que parloteaban en la acera de en frente.

– ¿Qué es eso de «tu crisis»?

Él sonrió con amargura.

– ¿Tu padre no te ha contado?

– No, nunca quiso hacerlo.

Suspiró como si se le hiciera difícil hablar de ello.

– Tú sabes que cuando acabó la guerra me fui voluntario a cazar maquis por la sierra, a León. Luego, a la División Azul.

– Sí, claro, lo sé.

– Para mí la guerra no había terminado. Estaba todo aquí dentro, Paz -dijo señalándose la cabeza- y por eso iba a los destinos más arriesgados, las más difíciles misiones. Ahora sé que lo que buscaba era hacerme matar. En Rusia caí herido y me repatriaron. Se rumoreaba que la División Azul iba a volver a casa, que a Franco no le convenía seguir tan alineado con el Eje. Ahí supe que todo había acabado para mí. Habíamos ganado la guerra, ya no luchábamos en ningún sitio y no podría seguir enfrentándome con aquellos rojos a los que tanto odiaba.

– ¿Odiabas?

– Odiaba, sí.

– Eso es bueno, Roberto.

– Espero que lo sea. El caso es que en aquel momento me sentí vacío, comprendí que lo que había estado haciendo no era sino buscar la muerte, quizá porque me sentía culpable por haber sobrevivido, mientras que ellos… mi familia… no. Y encima, a cada intento, ganaba una medalla.

– ¿Cuántas tienes?

– No sé, la verdad es que llegó un momento en que perdí la cuenta. Comprendí lo que me sucedía. No podía soportarlo. Vivir era para mí un castigo… toda mi familia había muerto, dos hermanos idealistas, uno de cada bando, mis padres, mi hermana… todos eran mejores que yo… yo era un tipo alocado, feliz y que no merecía ser el elegido, el superviviente. Por eso arriesgaba mi vida, me sentía culpable de seguir vivo. Entonces sufrí «mi crisis». Recuerdo las cosas como en un sueño, como el día en que escapé de la checa de Fomento, aquel día en que comencé una vida horrible y triste. Sé que me metí en la bañera, llena de agua caliente y me corté las venas. Mira. -Entonces le enseñó las cicatrices que tan bien ocultaban los puños del abrigo y la guerrera.

– Jesús, María y José… -dijo ella santiguándose.

– Mi ordenanza me encontró a tiempo. Le debo la vida. Me llevaron a una casa de reposo donde estuve en tratamiento… ¿por qué me miras así?

Silencio.

– Si rompes el compromiso lo entenderé -dijo él mirando al suelo.

– Júrame que nunca vas a volver a hacer eso.

– Lo juro.

Volvieron a besarse y un cura que pasaba les recriminó mientras que Roberto le gritaba:

– ¡Usted a sus rosarios, padre!

No pudieron evitar reírse de aquello.

– Pensaba que después de contarte esto perderías el interés.

– Tengo más que antes -contestó ella muy resuelta-. Desde los quince años. Cuando venías a casa acompañando a mi padre. Ahí decidí que eras mío.

Sonrió.

– Hace días llegué a una conclusión allí arriba, en Cuelgamuros. Sé cómo arreglar esta cabeza mía.

– ¿Cómo?

– Aprendiendo cómo funciona. He decidido retomar mis estudios y estudiar Psiquiatría. Podré ayudar a mucha gente, Pacita.

La besó de nuevo.

– Es una gran idea, Roberto. Llévala a cabo. Te ayudaré, lo prometo -dijo ella-. Pero ahora es tarde, mañana hablaremos con más calma.

Y lo dejó allí, mirándola marchar como un tonto mientras ella sentía que iba a estallarle el corazón de alegría.

Capítulo 20. Higinio

Aquella noche Alemán no pudo dormir: se sentía feliz ante el cariz que habían tomado los acontecimientos e incluso no le desagradaba la posibilidad de licenciarse de aquella manera, con la paga íntegra. Podía casarse e incluso dedicarse a estudiar. Psiquiatría. Podría ayudarse a sí mismo y a los demás. Aquél era un país lleno de gente traumatizada por la guerra, como él, como Tornell, como tantos. Tenía una vida por delante, algo que hacer. Pacita parecía estar loca por él y su general y su esposa le querían como a un hijo. ¿Qué más se podía pedir? Sólo había dos cosas que bullían en su mente y que no le daban tregua: una, el orgullo; no había podido averiguar quién robaba las provisiones y lo peor, ¿quién había asesinado a Abenza? No quería dejar ambos trabajos sin concluir pero las circunstancias mandaban. Había cometido el error de quedar como un loco ante el director y estaba fuera de ambos casos. La segunda duda que le acosaba estaba referida a Tornell.

Él lo había metido en aquel negocio pese a que el preso no quería saber nada del asunto. Alemán le había hecho volver a sentirse policía, le había pedido ayuda y ahora, se veía obligado a alejarse de allí. ¿Cómo se lo tomaría? Decidió acudir a verle nada más levantarse. Le ayudaría, intentaría echarle una mano, un mejor destino, quizá en la oficina de la ICCP y a ser posible, en cuanto hubiera ocasión, el indulto. Le ayudaría, sí. El sueño le venció, al fin, a eso de las seis. Por ese motivo despertó algo más tarde de lo normal. Se vistió a toda prisa y llegó tarde para poder hablar con Tornell. Lo alcanzó a las ocho y media, cuando el cartero salía ya camino del pueblo a por el correo.

– Tengo que hablar contigo -le dijo sin saludar siquiera.

– Ahora no puedo, voy tarde.

– Me relevan, el director ha enviado un informe sobre mí y…

– No me sorprende -dijo el preso.

– No, no, espera, tenemos que hablar.

– A eso de las once y media estaré de vuelta. Luego me cuentas.

– De acuerdo, te espero y luego hablamos. Tengo que despedirme de esa rata del director.

Entonces, el policía se paró y le dijo:

– ¿Sabes?, esta mañana, el crío al que ayudaste, Raúl, al que cruzó la cara ese falangista, me ha dicho una cosa rara. «Quiero hablar con usted», me ha comentado cuando me lo he cruzado camino del tajo. «Es importante», me ha gritado cuando se alejaba junto a su padre y los otros presos. ¿Será algo relacionado con el caso?

– Han cerrado el caso, Tornell, de un plumazo. Por mi culpa. La muerte de un preso no importa a nadie, tenías razón.

– Ya.

Parecía decepcionado.

– No te preocupes, ahora hablamos, cuando vuelvas. Ve, ve -repuso Alemán sintiéndose culpable.

¿Quién le mandaba meterse en aquellos líos? Se sentó en unas rocas a fumar un cigarrillo y lo vio alejarse. Se sintió impotente y maldijo por lo bajo. Quería ayudar a aquel hombre. Mejor dicho, tenía que ayudarle; pero no sabía si podría hacerlo. Al menos le quedaba el consuelo de haberle conseguido el puesto de cartero. Aquello era mejor que picar piedra, sin duda. De hecho, Tornell había mejorado, se le veía más repuesto y comenzaba a ser otro. Quiso consolarse pensando que en parte era por él. Era curioso, pero cuando estaba con Juan Antonio se sentía cómodo, como si fuera un amigo de toda la vida, algo raro en un tarado poco sociable como Alemán. Así funcionaban las cosas en aquellos días locos y extraños. Todo un misterio. Pensaba y pensaba sin explicarse por qué de pronto sentimos una gran simpatía hacia alguien a quien acabamos de conocer, mientras que apenas establecemos lazos con otras personas que conocemos de toda la vida. ¿Por qué dos personas se hacen, en un momento, amigos? ¿Por qué surgen ciertas corrientes afectivas entre individuos que apenas se acaban de conocer? Quizá a Tornell no le ocurría lo mismo, claro, pues reparó en que él no era más que un carcelero pero se sentía obligado a ayudarle. Se lo merecía. Se conjuró para convencer a su futuro suegro para que lo sacara de allí a trabajar en la ICCP. Él podía hacerlo. Sí. Aquello le tranquilizó un tanto.

Pasó la mañana despidiéndose del director, que parecía burlarse de él con su sonrisa de hiena mientras fingía amabilidad. También dijo adiós al señor Licerán, al médico y a los demás. Hizo el equipaje con su ordenanza. A Venancio no le hizo gracia la idea de que su jefe dejara el ejército, pero Alemán le aseguró que seguirían viéndose a menudo y que el general Enríquez se encargaría de él. Cuando quiso darse cuenta eran casi las once y media. Bajó a paso vivo a la cantina y una vez allí preguntó a Solomando: