Выбрать главу

– ¿Ha vuelto Tornell?

El tipo estaba gordo hasta decir basta.

– Sí, ha subido al barracón a coger no sé qué, se ha dejado aquí la cartera con el correo, ahora vuelve -contestó.

Alemán decidió acudir a buscarle pues tenía prisa y los malos tragos cuanto antes se pasen, mejor. Al llegar vio a un preso tumbado que se levantó intentando cuadrarse pese a que llevaba un aparatoso vendaje en la pierna.

– Estoy aquí porque me he accidentado -dijo para justificarse.

Era obvio que el uniforme de Alemán le daba miedo. Roberto se alegró de que aquello fuera a acabar. El ejército iba a ser para él cosa del pasado.

– Túmbate y descansa, ¡joder! Estás herido.

– Sí, sí, perdone.

– ¿Ha estado aquí Tornell?

– Sí, le he dado un recado: Higinio quería verle en su barracón. Me ha dicho que era urgente, así que, en cuanto se lo he dicho, ha salido para allá rápidamente.

Alemán pensó que si Higinio había pedido una entrevista a Tornell, era porque quería cantar, así que salió hacia allá a toda prisa. Le invadía la curiosidad. Al fin sabrían el motivo por el que había falseado el recuento. ¿Hallarían al culpable? Cuando llegó al barracón, nada más entrar, sintió un viejo olor que conocía demasiado bien: un aroma dulzón, el de la sangre. Entró con precaución y vio a Tornell tumbado sobre el piso junto a un enorme charco de sangre. Estaba al lado de un camastro en el que yacía Higinio con una aparatosa herida que le cruzaba el gaznate de parte a parte. Estaba muerto. Un fragmento de lengua, y una masa informe de ligamentos y venas asomaban por la aparatosa herida. Pese a que su instinto se lo sugería, cometió el error de acercarse primero a socorrer a Tornell, temía por su vida. Al instante supo que el asesino estaba tras él, lo presintió, debía haberle escuchado llegar. Un golpe brutal en la cabeza le hizo tambalearse. Le había sorprendido por la espalda. Maldición. Todo se puso negro.

TERCERA PARTE

Diciembre de 1943

Capítulo 21. El hospital

Don Ángel Lausín volvía de hacer una cura junto a la cripta a un obrero que se había enganchado un pulgar con un clavo cuando se vio abordado por un guardia civil que, a la carrera, le espetó:

– ¡Venga, venga, don Ángel! ¡Ha habido una desgracia!

El médico le siguió inmediatamente a todo lo que daban sus piernas, no en vano había comenzado a nevar y el piso estaba resbaladizo. Por el camino, aquel hombre le dijo que se habían producido disparos y le mencionó algo acerca de «varios heridos» que don Ángel no terminó de entender bien. Al fin llegaron a la puerta de uno de los barracones de San Román, donde varios presos y guardianes se agolpaban junto al cuerpo inerte del capitán Alemán. El médico se temió lo peor. De inmediato, y tras apartar de allí a todos los curiosos dejando espacio al herido, comprobó que tenía pulso. Estaba inconsciente y tenía la pistola en la mano. Ésta olía a pólvora.

– He venido corriendo alertado por los disparos -le dijo uno de los guardianes.

El herido tenía una fuerte conmoción, pero al menos respiraba.

– Un pañuelo -dijo el galeno a uno de los guardias-. Póngale nieve dentro y colóquenselo en la nuca. Tiene un fuerte hematoma. ¿Y los otros heridos?

– Por aquí, doctor -le indicó otro de los guardias civiles.

Dentro del barracón se encontró con dos presos que sujetaban la cabeza de Juan Antonio Tornell y presionaban con un trapo una herida situada en la zona temporal de la que manaba sangre en abundancia. El médico comprobó que también tenía pulso y dispuso que trajeran un camión para evacuar a los dos heridos al hospital con la mayor rapidez posible. Le hizo un vendaje compresivo al preso para asegurar que no se desangrara y deseó que saliera adelante.

El tercer hombre no necesitaba su ayuda. Era Higinio, un preso de confianza, el mandamás del Partido Comunista en el campo y yacía degollado brutalmente sobre su catre. ¿Qué había pasado allí? Al momento llegó el director. Parecía consternado. Subieron a los dos heridos al camión y fueron evacuados. El amo de aquella prisión, don Adolfo, un tipo demasiado religioso para el gusto de don Ángel y que vivía dominado por su desagradable esposa, se empeñó en que permaneciera allí hasta que llegara el juez. Parecía obstinarse en sacar sus propias conclusiones: según él, Tornell había matado a Higinio y al verse sorprendido por el capitán Alemán se había abalanzado sobre el brillante oficial, que se había defendido con valor reventándole la cabeza. Su teoría hacía aguas por todas partes, pues a aquellas alturas era evidente que Alemán había hecho fuego al aire con su arma reglamentaria y Tornell había recibido un buen golpe pero no quiso contradecir al rector del campo pues era un tipo ruin y vengativo.

El repentino ingreso de dos varones en estado inconsciente, un capitán del Ejército y un preso del destacamento del Valle de los Caídos, causó cierta consternación en el servicio de urgencias del hospital de San Juan de Dios. El capitán fue atendido de inmediato y tras la aplicación de éter recuperó el conocimiento en un gran estado de nerviosismo preguntando: «¿Dónde está Tornell?, ¿dónde está Tornell?». No decía otra cosa y repetía una y otra vez aquella frase en un claro desvarío, por lo que el médico al cargo decidió que se le inyectara pentotal a efecto de sedación. La exploración radiológica que se le realizó demostró que no existía fractura alguna, sólo un gran hematoma que afectaba a la zona cervical, por lo que se decidió administrarle analgésicos por vía intravenosa y hielo para reducir la inflamación. Debía permanecer en observación por si acaso. En apenas dos horas el paciente recuperó la conciencia y tras preguntar por el preso se tranquilizó al saber que éste estaba vivo. Las enfermeras no quisieron hacerle saber que Tornell estaba bastante grave pues presentaba una herida en la zona parietal con abundante pérdida de sangre. No había fractura ósea pero sí sufría importante traumatismo craneoencefálico que le hacía permanecer inconsciente. Era necesario esperar unas horas para vigilar la evolución del herido pues los médicos no sabían si había sufrido algún tipo de lesión interna más grave. No descartaban la posible existencia de coágulos en el interior del cráneo. La fuerza pública se presentó en la habitación del preso para que quedara vigilado pues parecía ser responsable del asesinato de otro preso y de la agresión al capitán.

Cuando Roberto Alemán despertó seguía preguntando constantemente por Tornell. El hecho de que llamara al preso «mi amigo» provocó ciertas suspicacias entre el personal médico y los guardias civiles que pululaban por allí. Enseguida consiguieron calmarle entre todos, aunque no le dijeron toda la verdad y aquella primera noche pudo incluso tomar un caldito que le sentó bastante bien. En todo momento estuvo acompañado por Pacita, por su general y la esposa de éste, que se tranquilizaron al ver que la vida del capitán no corría peligro. Aquella noche, sorprendentemente, el herido durmió bien. Más tarde, Alemán sospechó que lo habían sedado a fondo. Cuando despertó al día siguiente, tras el desayuno, tuvo una visita inesperada. La policía fue a tomarle declaración. Eran dos tipos que vestían gabardinas grises, como en las películas americanas. Afortunadamente su general apareció por allí de inmediato e insistió en estar presente. El policía que llevaba la voz cantante era un inspector de apellido Rodero; Muy serio y con un bigotillo que le daba un aire algo siniestro. Sus ojos eran muy negros, brillantes y huidizos.